CONTRATAPA

¿Quién quiere ser una perra?

 Por Sandra Russo

Acabo de escribir el título, y me quedé mirándolo. Nunca escribo los títulos antes que las columnas. Las perras me estuvieron persiguiendo durante este último tiempo, en varias de sus versiones. Perras como Gema, la chihuahua de mi hija, que pertenece a un reino semántico derivado de la película Legalmente rubia y sobre el que podría escribir un texto entero. Esa película, que mandó al reino de las mejor-pagas-de-Hollywood a Reese Whiterspoon, ídola de las púberes, dejó un tendal en materia de tendencia y estética chihuahua. Hay que agregar que Kate Moss tiene una. Las chicas tienen hembritas. Son, digamos, perras de belleza interior, que saben apreciar adolescentes contrariadas por los parámetros normales de belleza. O perras, como algunas mujeres que hacen guachadas propias de mujeres, otro tema que viene asomando a destajo de la conciencia de género, pero por propia conciencia de género ya se puede ir ventilando: hemos reivindicado la solidaridad de género como bandera política y emocional femenina. Pero a medida que las mujeres van llegando a lugares de poder, en toda la escala social, hemos comprobado muchas veces que hay mujeres dominadas por un sentimiento equivalente a la misoginia, y que yo llamaría “hostilidad hacia el propio género”. Mujeres que guardan en sí resabios de prejuicios patriarcales, sumados a esa dinamita que es la envidia femenina. El resultado, amigos, es letal.

También estuve viendo que en las revistas para teens se usa la palabra “perra” positivamente, y el título de esta contratapa podría ser un título cualquiera de esas revistas. La palabra perra vinculada a lo sexual está siendo resignificada. La perra es la obnubilada por su celo. La que antepone su celo (su deseo, digamos, su calentura, su vapor, su voluntad) a su moral. Subordina su celo a su moral. Para lo otro están las damas o las ladies, pero las revistas para teens no hablan de cómo ser una dama, porque lo que vende es dar tips para ser perra.

La perra es rehén de su ser perra. Esa identidad absuelve a su portadora de casi todo: las perras se cagan en todo. Bueno, yo creo que esto también es todo un tema.

Quizá debería abocarme a una serie de columnas en las que se desarrollen los rasgos de estos diversos tipos de perras. Pero además, y sin cambiar el eje, estuve preparando material para mi taller de escritura, y sin haberlo previsto me encontré trabajando con tres autores cuyos textos informan sobre perros de maneras extraordinarias: Sara Gallardo, en Los galgos, los galgos, el sudafricano Coetzee, en su novela Desgracia, y Horacio Quiroga en varios de sus cuentos, pero especialmente en La insolación. En el prólogo de los Cuentos escogidos de Quiroga, Liliana Heker escribe a propósito de ese cuento, escrito desde el punto de vista de los perros, que el escritor depositó en ellos su “estado de perplejidad ante la conducta inexplicable de ciertas personas”.

Tratándose de perras en particular, también todas las versiones citadas (la perra fashion, la perra misógina, la perra sexual) delatan un estado de perplejidad frente a oportunidades que antes estaban vedadas a las mujeres. Las chicas que viven pendientes de su peso y su aspecto personal, como si en ello se resumiera una identidad que no encuentran en otro lado; la perra que arremete contra otras mujeres porque las sabe más débiles que los hombres y porque tampoco encuentra una identidad femenina que concilie el poder con la solidaridad; la perra que se satisface sexual y egoístamente porque no encuentra un modo de gozar que combine gozo y amor. A todo esto, las perras de verdad tienen poco que ver con estas acepciones humanas modernas que aparecen casi como irresistibles. Estas versiones del ser perra acaso den cuenta de una incomodidad ante el mundo público que todavía las mujeres no hemos resuelto. Como tratándose de mujeres, los sentimientos positivos se hubieran quedado atascados allá en la casa de la que salimos para confrontar nuestras biografías en las calles, en las oficinas, en los despachos, en las fotografías de las revistas, en los modelos de mujer a los que aspiramos. Cada una de estas versiones incluye, incluso, la incomodidad de su descripción, como las banderas del género nos hubieran obligado a creernos más buenas, más honestas o más frontales de lo que somos algunas de nosotras, que en esta materia no hay paquete ni conjunto. Hay singularidades sin resolución.

La palabra perra está actualmente tan dócilmente connotada como una aspiración legítima, que cabe al menos la chance de preguntarnos si de verdad queremos eso. Por mi parte, me quedo con la antigua y entrañable mina de ley.

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