EL MUNDO › A UN LUSTRO DE LA INVASIóN DE IRAK, EL TEJIDO SOCIAL ESTá ROTO Y CUNDE EL DESAMPARO

Cinco años que destruyeron un pueblo

Con el 60 por ciento de desocupación, imperan la ley de la selva y la sangría interétnica. Hay menos violencia, pero muy pocas esperanzas de que el futuro será más favorable.

 Por Angeles Espinosa *

Desde Bagdad

La vida de Hazim al M. se ha desmoronado con su país. Este iraquí emprendedor, que hace cinco años veía por fin despegar su pequeño negocio de venta de sanitarios, pasa ahora las mañanas sentado en un café de Hay al Darag con la mirada perdida y el té enfriándose sobre la mesa. “No me voy a quedar en casa como una mujer”, justifica. La imposibilidad de ganar un sueldo para mantener a su esposa y su hijo es la última humillación en una sociedad aún profundamente patriarcal. Al menos el 60 por ciento de la población activa se encuentra desocupada. Más allá de las recientes mejoras en la seguridad, la destrucción del tejido social ha dejado a los iraquíes desamparados.

“Incluso después de la invasión logré algunos contratos para instalar cuartos de baño en centros de salud aquí en Bagdad y en Diyala, aunque enseguida llegaron las coacciones”, manifiesta con amargura. Pero fue el atentado contra la Mezquita de Samarra en 2006 lo que terminó de enterrar sus esperanzas. “La vida se paró”, recuerda. “Tuve que cerrar la tienda en Al Kifah por temor a que me secuestraran. Varios vecinos me advirtieron a raíz de que el Ejército del Mahdi se llevó a otro comerciante y no lo soltó hasta que su familia pagó 80.000 dólares. No fui el único. Tres se fueron al norte y otro a Egipto.”

Hazim es sunnita y el Ejército del Mahdi que tomó el control de Al Kifah es una milicia chiíta, pero se niega a aceptar que las diferencias religiosas estén en la base de la lucha fratricida que desangra su país. “Nadie está seguro, sea sunnita o chiíta. Quienes tienen armas imponen su ley, sean los del Mahdi u otros”, subraya mientras busca con la mirada la aprobación de Alí, su amigo del alma chiíta que me ha llevado hasta él. Ambos sirvieron juntos en la guerra contra Irán.

Con la tienda cerrada y sin otros ingresos, Hazim ha ido consumiendo sus ahorros. “Estoy sin trabajo, sin futuro y sin esperanza”, se duele a sus 45 años. Se acabaron las salidas a cenar los viernes, las excursiones al lago Habaniya e incluso las reuniones de todos los hermanos con sus familias en casa de su madre. “Cualquier desplazamiento resulta peligroso –explica–, temo cuando mi hijo va al colegio; mi mujer se preocupa si no vuelvo a la hora; nos pasamos el día llamándonos unos a otros para asegurarnos de que seguimos vivos.”

No todos han sido tan afortunados. Entre 81.639 y 89.110 civiles han muerto en estos cinco años a causa de la guerra, según la organización independiente Iraq Body Count (www.iraqbodycount.org). Otras fuentes elevan esa cifra hasta cerca del millón, pero se trata de proyecciones, no de muertes documentadas. En cualquier caso, la gravedad de la situación se refleja en los casi 4,5 millones de iraquíes que se han sentido compelidos a abandonar sus hogares a causa de la violencia, casi una quinta parte de la población de antes de la guerra. Unos dos millones se hallan desplazados dentro de Irak, el resto, refugiados en los países vecinos.

Y a pesar de una reciente mejora de la seguridad, aún no hay en marcha una operación retorno. Apenas 30.000 familias de refugiados y 6000 de desplazados internos regresaron el año pasado a sus hogares, según fuentes del gobierno iraquí que la ONU no está en condiciones de confirmar por falta de personal sobre el terreno. Mientras, una media de 60.000 iraquíes sigue abandonando su país cada mes. Quienes regresan lo hacen, además, a barrios o zonas que se han vuelto homogéneas en cuanto a la composición étnica o religiosa de sus habitantes.

“Desconfiamos de todo el mundo, incluso de los vecinos con los que hemos convivido durante años”, reconoce Yasmín, una cristiana cuya mejor amiga murió asesinada hace unos meses a manos de fanáticos musulmanes. Ella, su marido y sus dos hijos han cambiado varias veces de casa como medida de precaución. Otros, como Fuad, un farmacéutico chiíta de Karrada, han optado por instalar a sus familias en Jordania o Siria, para reducir el riesgo y la ansiedad. A las farmacias, como las panaderías, no les afecta la situación.

No es el caso de otros negocios. En la calle Arrasat al Hidie, donde se concentraba la mayoría de los restaurantes y tiendas de moda de Bagdad, una tiene la sensación de haber regresado a los días de los bombardeos estadounidenses. Como entonces, sólo el Latakiya permanece abierto y no se ve un alma. Un poco más allá, en Karrada Dajel, parece por un instante que hubiera regresado la normalidad. Las tiendas invaden las aceras con sus mercancías. Electrodomésticos iraníes y chinos compiten por compradores tan ávidos de bienes como escasos de dinero. Al caer la tarde, jóvenes ociosos llenan los cafetines, su único lugar de esparcimiento. El pasado día 6, dos terroristas suicidas acabaron con el espejismo.

Pero cinco años después del derrocamiento de Saddam Hussein, la mayor inseguridad que sufren los iraquíes tiene que ver con sus necesidades básicas. Un 43% sobrevive con menos de un dólar al día, el umbral de la pobreza extrema. Seis millones de personas necesitan ayuda humanitaria, el doble que en 2004, inmediatamente después de la guerra, pero sólo el 60% de la población tiene acceso a las raciones que entonces eran universales. Además, ante las presiones del Banco Mundial, el gobierno iraquí estudia poner fin a esas raciones y al subsidio a los carburantes. “Está bien que echaran a Saddam, pero sólo querían hundirnos en la miseria para que no podamos volver a levantarnos”, interpreta Hazim, el vendedor de sanitarios. En su opinión, los estadounidenses han elegido lo peor de lo peor para dirigir Irak. “Sean chiítas o sunnitas no tienen ninguna preparación, todos exhiben títulos falsos y sólo se preocupan de llenarse el bolsillo”, señala repitiendo una queja habitual entre la gente de la calle.

Para los iraquíes resulta incomprensible que las infraestructuras no hayan mejorado en cinco años. El 70% de la población sigue sin agua potable y el 80% carece de alcantarillado. En Bagdad, el suministro eléctrico resulta tan variable como imprevisible, frente a las 12 horas diarias –con cortes prenunciados semanalmente– que eran la norma en tiempos de Saddam. Ni siquiera la producción de petróleo ha logrado superar los niveles previos a la invasión (en torno a los 2,4 millones de barriles diarios), en parte debido a los ataques a las instalaciones que sólo ahora empiezan a remitir.

Durante el régimen de Saddam, Hazim sólo echaba de menos la libertad de poder viajar al extranjero. Hoy, ni él ni la mayoría de los iraquíes tienen dinero para hacerlo, ni las embajadas presentes en su país están dispuestas a darles visados. A la pregunta de qué le pide al futuro, duda un momento antes de responder: “Que regrese la felicidad”.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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Un sobreviviente del atentado de anteayer en Karbala, donde murieron al menos 52 personas.
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