CONTRATAPA

Palideces

 Por Juan Gelman

George Orwell combatió en la Guerra Civil Española como miembro de las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y aún hay quienes indagan si escribió sus novelas antistalinistas –Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949)– desde la posición de revolucionario irreductible o convencido de las bondades de Occidente. Es verdad que el POUM, una fusión del Bloque Obrero y Campesino y de la Izquierda Comunista independientes de Moscú, fundado clandestinamente en 1935 en Barcelona, tenía densas vetas anarquistas y trotskistas, respectivamente. No es menos cierto que Trotsky criticó acerbamente al POUM cuando participó con los republicanos del Frente Popular en los comicios de 1936 y uno de sus dirigentes máximos, Andrés Nin, ocupó un asiento en el gobernante Consejo de la Generalitat catalán. No fue el único conflicto que los enfrentara: el POUM rechazó de plano el llamado “viraje francés” que preconizaba el ex dirigente bolchevique y que llamaba a los militantes trotskistas a infiltrarse en los partidos socialistas europeos a fin de insuflarles combatividad.
Es indiscutible que el anticomunismo de Orwell y sus alrededores –odio a Stalin, al régimen soviético y a los partidos comunistas– cristalizó durante la guerra que ganó Franco. El escritor a duras penas escapó de la matanza de miembros del POUM –Nin entre ellos– que desató la GPU soviética con el apoyo del partido comunista español. De guardia en la sede del POUM de Barcelona cuando tal cosa sucedía, “solía sentarme en el techo –registra en Homenaje a Cataluña– maravillándome de la locura de todo eso... Al este se veía el deslumbrante mar azul, la primera visión del mar que tuve desde mi llegada a España. Y toda la ciudad de alrededor de un millón de habitantes estaba encerrada en una especie de inercia violenta, una pesadilla de ruido sin movimiento. Las calles iluminadas por el sol estaban desiertas. No pasaba nada, excepto la lluvia de balas desde barricadas y ventanas amuralladas con sacos de arena”.
Trotsky había criticado la voluntad electoral del POUM, al que calificó de “mero apéndice de la ‘izquierda’ burguesa”, y más: afirmó que en España “los revolucionarios genuinos serán, sin duda, los que denuncien sin piedad la traición del POUM”. Pero en Orwell había causado honda impresión la estupenda escritura de La revolución traicionada, obra en la que el ex jefe del Ejército Rojo desnuda las entrañas del régimen stalinista y profetiza su futuro. Para el historiador Isaac Deutscher, los fragmentos de El libro que abundan en las páginas de 1984 son “un intento de paráfrasis de La revolución traicionada, del mismo modo que (el personaje de la novela) Emmanuel Goldstein, el enigmático antagonista del Big Brother, está basado en Trotsky”.
Orwell no podía soportar acontecimientos como la hambruna que mató a millones de campesinos ucranianos, y mucho menos que el hecho “no llame la atención de los rusófilos ingleses”. Gran Bretaña no fue una excepción en la materia. El fenómeno se reprodujo a escala mundial y es difícil percibir hasta qué punto los comunistas de partido y los simpatizantes de la URSS no lo creían o no lo querían creer. El dogma es ciego. En 1949, un año antes de morir y en plena Guerra Fría, su antistalinismo lo llevó a elaborar una lista de compatriotas conocidos dividida en tres categorías: presuntos comunistas, criptocomunistas y compañeros de ruta. La elevó al Departamento de Investigaciones de la Información, una oficina secreta del Foreign Office integrada en general por diplomáticos y dedicada a la vigilancia y la guerra psicológico-ideológicas.
En una carta que en 1947 Orwell dirige a Arthur Koestler, ese otro gran desengañado del “socialismo real”, lo insta a aceptar que algunas de sus obras circulen, traducidas al ucraniano, en las zonas de Alemania bajo ocupación aliada. Ya se distribuía allí, con la cálida aprobación del autor, la versión traducida de Rebelión en la granja. Orwell subraya aKoestler: “Es necesario tratar estas cuestiones confidencialmente y no hablarlas con mucha gente, dado que todo el asunto es más o menos ilícito”. En realidad, pensaba que el gobierno británico poco y nada se oponía al régimen soviético, “así que uno debe hacer privadamente lo que pueda”.
Orwell vivió una paradoja similar a la que padeció Balzac, un ferviente realista que escribió novelas cuyos personajes más entrañables son republicanos. El autor de 1984 precisó en distintas ocasiones que defendía “un socialismo democrático”, “la civilización occidental”, “los valores liberales”, y destacaba “la decencia y la tolerancia fuertemente enraizadas en Inglaterra”, de las que Tony Blair hoy no parece un buen ejemplo. El eje de las fábulas orwellianas es el anticomunismo pero en verdad éstas constituyen implacables denuncias de un totalitarismo cada vez más implantado en el planeta. Ocurre que Orwell palidece ante Bush hijo.

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