CONTRATAPA › SUDáFRICA 2010 / HABLEMOS AHORA

Especulaciones ante un negro porvenir

 Por Juan Sasturain

Enfermos de pasión y contingencia, los futboleros ya entramos en cuenta regresiva. El plantel definitivo que elija Diego, el próximo partido contra Alemania como ensayo general y la posibilidad cierta de que ahí vislumbremos algo que nos levante el ánimo y baje la ansiedad nos come los días y el coco. Ya sé la importancia de temas como la inflación de febrero o los sueldos docentes. Pero no me jodan: quiero estar ya ahí, saber todos los quién y los cómo de la Selección.

Mientras tanto, me parece que es el momento de hablar. Ahora. Para poder hacerlo después, con el / los resultados puestos. Opinar y describir, desear y temer. Que de eso se trata, entre otras cosas, la cosa futbolera. Por eso –ante el fútbol por lo general especulativo, cortoplacista y horrible que vemos cada fin de semana en nuestras canchas y pantallas nacionales para todos– el Mundial es un buen motivo para levantar la puntería conceptual, pensar en el juego que nos gusta, especular con respecto a sus posibilidades.

Así, como ya lo hemos dicho o arriesgado otras veces, pero es oportuno recordarlo ahora –en vísperas de esta Sudáfrica hasta no hace mucho impensable, la milagrosa utopía del durísimo, tierno y sabio Mandela–, creemos que el viejo fútbol tiene futuro, un maravilloso futuro negro. Porque más allá de resultados ocasionales y estadísticas pedorras, en esos muchachos negros, en esos países africanos cambiantes (que parecen todos lo mismo para nuestra soberbia ignorancia) está el fútbol por venir. Así lo creo, al menos.

En el Mundial anterior se destacaron Costa de Marfil y Ghana sobre todo; en otros momentos tallaron Camerún o Nigeria o Senegal, con más similitudes que diferencias entre sí. Ahora veremos quién se asoma, con la localía continental, en Sudáfrica. Es que por ahí viene la cosa. Basta con prender la tele cada día: en cualquier lugar del mundo donde se juegue al fútbol y valga –o no– la pena verlo, de Escocia y Ucrania a España o Inglaterra, entre los veintidós siempre hay algunos negros prestados que son, en general, los que juegan mejor. Algo habrán hecho.

En los múltiples morochos nativos o nacionalizados, embozados, colados, disfrazados de europeos o asiáticos que proliferan en las ligas del mundo y que se encolumnan en sus respectivos países originales o adoptivos en cada eliminatoria mundial, ahí, en ese lugar y entre esos jugadores está lo que se viene, lo que ya es –en parte– una realidad incontrastable. Y ese futuro negro –de la raza en general, del continente en particular– es muy bueno para el fútbol como juego.

Se nota en todas partes. En América, inclusive, donde la saludable influencia ideológica (desde la técnica) brasileña en el noroeste de Sudamérica –Ecuador, Colombia y Venezuela–, sobre la base de una población con significativo componente negro, ha dado frutos manifiestos de excelencia; ha ido, incluso, trasladando el eje del crecimiento futbolero de la región (de a poquito) al Caribe y al Pacífico.

Son ellos –los negros como raza en general, los de Africa en particular– los ricos pobres que por ahora –y sólo por ahora– entretienen a los pobres ricos blancos que los contratan pendejos y por chirolas, creen usarlos, hacen negocios con ellos, pero que cada vez saben menos cuánto más los necesitan simplemente para ser. Es que ellos, los poderosos negros que se vienen, tienen todo por hacer y conquistar: tienen hambre, saludable hambre –que es necesidad más actitud– y un potencial, una aptitud descomunal. El porvenir es suyo. Por suerte.

Pese a técnicos especuladores o domadores blancos de ocasión, hay una natural audacia, en las selecciones negras de Africa, cierta forma de jugar sin complejos ni permiso y de usar / pegarle a la pelota que –una vez liberada– arrasará. Conviviendo incluso con ciertos lujos “irresponsables”, hasta con esa manifiesta “incapacidad para manejar los partidos” –que se les suele atribuir, con mezquindad–, el fútbol negro que esperamos y acaso idealicemos, una vez coordinadas sus fuerzas dispersas, juntando duchos curtidos a patadas en Europa con noveles recién asomados, copará los podios grandes, como ya hace con las categorías menores.

Porque la mayoría de los equipos juega bien; todos cuidan la pelota, atacan desde todas las posiciones, son fuertes y generosos. Cuando empiecen a embocarla más seguido, a conseguir un porcentaje mayor de goles convertidos por situaciones creadas (lo que define a los grandes equipos) no habrá con qué darles.

Además, no nos son tan ajenos. En el esquema actual del fútbol globalizado, los africanos –como nosotros, en esta etapa de lenta decadencia que ya es nuestro tema ineludible– están condenados a ser exportadores compulsivos: no pueden (no podemos) retener lo que producen (producimos). La diferencia es que mientras ellos –nuevos, precarios e incipientes– van (hacia la historia, hacia el mercado), nosotros –maltratados, usados y mañeros– volvemos. Mejor dicho: estamos de vuelta. Y no tenemos negros, ni vamos a tener.

Sin ponernos dramáticos, el porvenir es negro. Para nosotros, también.

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