CONTRATAPA

La pandemia

 Por Susana Viau

Atardecía y la brisa movía suavemente los mástiles de los yates, esos yates con sillones de cuero en la cubierta, que competían en lujo aunque nadie pudiera igualar al de Adnan Khashoggi, que llevaba el nombre de su hija, Nabyla, escrito con oro en la proa. Khashoggi, cara afable, regordete y con bigotitos, era el anfitrión más admirado de la Costa Blanca. En esa tarde hermosa, el mercadillo de Puerto Banús era una gloria: puestos prolijos, con vendedores elegantes y reparados por parasoles multicolores; tenderetes donde resplandecían sobre sedas las falsedades de una bijouterie de diseño, algo que aún no había llegado a los orfebres y los joyeros; muebles antiguos o envejecidos a perdigonadas que exhibían gitanos ricos, llegados en poderosos Mercedes Benz; chucherías marroquíes de madera y bronce, preciosas porquerías que encandilaban a los visitantes. Los coches de los jeques árabes, siempre negros y de vidrios polarizados, hacían palpitar el corazón de los feriantes, deseosos de que alguno de esos magnates bajara, extendiera su mano de uñas manicuradas y se llevara todo, asegurándoles la temporada.
Una anciana alta y robusta, vestida de largo, se paseaba escoltada por el chofer que la seguía con la sombrilla y el perrito en los brazos. Era la mujer de un embajador: la “embajadora”, se presentaba ella. Fellini todavía no había filmado E la nave va, pero allí se asistía a una première. De pronto un murmullo sacudió el mercadillo. Una mujer menuda, con rostro de muñeca antigua y voz cascada recorría las mesas. Se detuvo en una y compró. Compró muchas cosas para ella: una cartera india de seda natural y manijas de bronce y pedrería, brazaletes, gargantillas. Antes de pagar, pidió “algo baratito. Para mi asistenta ¿sabes?”. Volvió a caminar y a detenerse en un chiringuito adornado con bellas artesanías. Revolvió, consultó precios, apartó objetos. Al final, con el tono monocorde y de cierta idiocia que la caracteriza, le advirtió: “Si quieres que me lo lleve tienes que hacerme una rebaja”. Recibió una negativa educada. Ella insistió. Una y otra vez insistió. Al vendedor, un gay con mucha clase, le salió la chulería: “Señora –le dijo–, yo estoy trabajando y lo que usted me exige no es digno de una persona de su rango”. Cayetana Fitz-James Stuart, la duquesa de Alba, quedó petrificada. La duquesa, una “grande de España”, vive entre Sevilla y Madrid. En Madrid, escondida y muy cercana a la calle Princesa, está su casa, el Palacio de Liria. Además de mucho dinero y dos viudeces, Cayetana, la duquesa, ha tenido tres hijos: Cayetano, Alfonso y Eugenia Martímez de Irujo. Alfonso –o quizá Cayetano, lo mismo da– incursionó en la literatura y por un tiempo se hizo editor de unos libritos cuidados, de papel obra, donde publicó a Borges y a Jack London: las Ediciones Siruela, para menear un poco el título, porque el muchacho es conde (o quizá marqués) de Siruela. Los otros dos hijos de la duquesa se dedican a la vida social (debe ser así, puesto que si uno frecuenta Hola comprueba que a los chicos no les queda tiempo para mucho más), aunque a la benjamina María Eugenia se le den bien los noviazgos y matrimonios. Y es ella quien ha avanzado en la línea de razonamiento materna diciendo días atrás que a veces ve personas más humildes pero “superfelices” y eso le produce una sana envidia. Algo así como que el dinero no hace la felicidad.
Cierto es que esta enfermedad que infecta a la duquesa y sus descendientes no es patrimonio de los aristócratas. En un reciente programa de televisión donde ventilaban sus desavenencias conyugales Graciela Alfano y su ex marido Enrique Capozzolo, la plebeya vedette le reprochó al estanciero millonario que no hubiera querido comprarle un auto a su hijo para que fuera a la universidad. Capozzolo tuvo un ataque de cordura y le preguntó a la rubia rejuvenecida desde cuándo hacía falta tener vehículo propio para ir a clase. Apenas un ejemplo, por no ir a casos más cercanos que pudieran lastimar el ego de señoras y señores queuno conoce; apenas una prueba de que la enfermedad, como el SARS, es una pandemia, no tiene fronteras ni ataca sólo a los nobles. Es un mal antiguo como el mundo, leve porque no mata, imperceptible para el portador, que suele confundirlo con un don y hasta morir sin percibirlo, pero fastidioso como espectáculo, altamente contagioso, con localización cerebral y manifestaciones inequívocas en el habla y sobre todo en la escritura. El mal es incurable. Sin embargo, ha nacido una débil esperanza. No hay que apresurarse a tirar cohetes ni hacerse excesivas ilusiones: se trata de un primer paso, pero un primer paso en la liberación de la humanidad. El anuncio lo hizo la revista Barcelona –el más inteligente de los productos periodísticos de los últimos años– al revelar en uno de sus títulos interiores que “Aislaron el gen de la pelotudez”.

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