CONTRATAPA › BARACK HUSSEIN OBAMA

¿Las palabras pueden?

 Por Jorge Majfud *

En un reciente debate entre los candidatos demócratas, una Hillary Clinton ofuscada, quizá por su derrota dos días antes en las preliminares de Iowa, reprochó a los demás candidatos abusar de la palabra “cambio”. Lo significativo es que esta palabra es la preferida también de los republicanos, al igual que la frase “enough is enough” (“ya basta”). John Edwards también insistió, como lo ha hecho desde el 2004, en que ningún cambio es posible hasta que no se quiebre el poder de los grandes lobbies que dominan el poder político y la economía de este país. Estas corporaciones “nunca renunciarán voluntariamente al poder, y todos lo que piensan así viven en el país de Nuncajamás”. En gran parte, quien es aludido de vivir en Neverland –como Michael Jackson y Peter Pan– es Barack Obama.

Pero el error de Edwards y Clinton radica en no entender que la política no se mueve según argumentos, razonamientos o datos. Estos sólo sirven para legitimar un deseo popular o una acción de gobierno. El motor de los electores son los estados de ánimo. Si hay un candidato que representa una fuerte esperanza de ser o de estar –motivada por el miedo o por el cansancio–, más allá de cualquier realidad, ése será el vencedor. Si ese candidato es capaz de hacer volar a sus electores como Peter Pan en Neverland, no sólo resultará vencedor, sino que Neverland terminará por imponerse como el paradigma de la realidad y el pragmatismo. No hay nada más poderoso que la imaginación. Lo mismo ocurrió con el imperio islámico, movido por una fe radical que habían perdido los romanos, y con otros imperios, como el español, que surgió por la fuerza de la creencia en su destino celestial contra los musulmanes y los aztecas, y cayó por la burocratización de esa misma fe. Esto será así por unas décadas más, hasta que la sociedad global madure su perfil multipolar.

“No basta con repetirlo –dijo la senadora Clinton–; hay que saber hacerlo. Y para saber quién puede hacerlo se debe ver la experiencia y el historial de cada candidato.” La observación iba dirigida, no sólo con la mirada de un rostro rígido y sin paciencia, sino por la repetida alusión al senador de Illinois, Barack Obama, de no tener la experiencia política necesaria para gobernar. Obama se mostró débil en esta oportunidad, con ideas un poco vagas. Hubiese bastado con recordar que al ahora atacado presidente le había sobrado experiencia desde el principio. A diferencia de John Edwards, que citó cifras sobre la catástrofe del gobierno del presidente Bush, Obama se limitó a insistir en los aspectos positivos de un “nuevo comienzo”. Respondiendo a la senadora Clinton, titubeó una respuesta que pudo sonar “políticamente inconveniente”. Cuando lo correcto y tradicional es asociarse al prestigio de los “hechos” y las “acciones”, Obama balbuceó unas palabras que en principio parecían débiles, pero que la realidad de la voluntad popular está confirmando como su mayor fuerza: “Las palabras valen –dijo–; con las palabras se puede cambiar esta realidad”.

Esta expresión me recordó el reciente libro colectivo de la Unicef Las palabras pueden, en el cual fuimos invitados a participar. He escrito por ahí que la realidad está hecha más con palabras que con ladrillos. Esta afirmación se debía al aspecto negativo de las palabras organizadas en las narraciones sociales de una cultura hegemónica: me refería a las palabras del poder, a la manipulación ideológica, a lo “políticamente correcto”, a los clichés, a los ideoléxicos, etc. Sin embargo, por otro lado, podemos ver su aspecto positivo o, al menos, optimista: con las palabras se puede cambiar el mundo. Es demasiado optimista, pero no del todo utópico. Esta confianza en las palabras puede ser más propia de nuestro amigo Eduardo Galeano, pero nunca pensamos escucharla en un candidato serio a la presidencia de Estados Unidos en su sentido de cambio. Primero por la historia politicopartidaria y geopolítica de este país. Luego por la excesiva confianza de la cultura angloamericana en los “hechos” y su menosprecio por las “palabras”, las ideas y todo lo que proceda del lado intelectual del ser humano.

Estados Unidos está a un paso de un cambio significativo. Como previmos, este cambio, en medio de una marea conservadora que lleva treinta años, puede producirse en la próxima década. Y éste es el año crucial.

Hace cuatro años pensé que una mujer, Hillary, sería la próxima presidenta. Una mujer hija o esposa de algún prestigioso ex gobernante, como ha sido la norma hasta ahora. Desde hace un buen tiempo pensamos que ese presidente puede ser Obama. Aunque el poder destruye cualquier cambio significativo, podemos pensar que de todos los candidatos, salvo el disidente republicano Ron Paul, Barack Obama es quien mejor representa ese posible cambio y, más, es quien mejor está habilitado para encarnarlo. No a pesar de su escasa experiencia, sino por eso mismo.

Barack Hussein Obama parece ser un candidato marcado por un paradójico simbolismo. Su nombre no lo beneficia, a no ser por una radical interpretación psicoanalítica (que también se dio en la Reconquista ibérica): recuerda tres veces a personajes musulmanes, un presidente, un dictador y la obsesión número uno de este país. Si en los siglos anteriores era común que el patrón blanco embarazara a la servidora negra, Obama es producto de una simetría. No es descendiente de esclavos africanos, sino el hijo de un musulmán negro de Kenia y una laica blanca de Missouri. Nació en Honolulu, cuando sus padres estudiaban en la universidad, y se crió en Indonesia, el país musulmán más poblado del mundo. No fue amamantado por nodrizas negras sino por una familia blanca, típica clase media norteamericana, luego de la separación de sus padres. Obama es un universitario exitoso, según los cánones actuales, abogado y conferencista. Es, en el fondo, no sólo un ejemplo para la minoría negra norteamericana, sino para la blanca también: representa el paradigma del Moisés despojado, del nacido en desventaja que se encumbra en lo más alto de la pirámide político-económica de un pueblo.

Pero por esto mismo también representa la mayor amenaza para el ala conservadora de esta sociedad, que es la que retiene el mayor poder económico y sectario, aquel que nunca saldrá a la luz sino como meras especulaciones o bajo etiquetas como “teorías de la conspiración”.

Obama se ha opuesto desde el principio a la guerra de Irak, ha dicho que se entrevistaría con Fidel Castro, que socializaría la salud y otros servicios, además de una larga lista de manifestaciones de voluntad políticamente incorrectas que poco a poco comienzan a ser premiadas ante la mirada atónita de los radicales y hasta de los más moderados “neocons”, acostumbrados al poder. La acusación de vivir en Neverland puede terminar emocionalmente asociándolo al consolidado precepto de “I have a dream” de Martin Luther King. Tal vez Obama triunfe en las internas demócratas. Si lo hace, más fácil le resultará vencer a los republicanos y llegar a la presidencia. Tal vez impulse esos cambios que, tarde o temprano, llegarán a este país. Ojalá no alcance el mismo destino trágico de John F. Kennedy o del otro soñador negro.

* Escritor uruguayo. Profesor de literatura latinoamericana en The University of Georgia.

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