CULTURA › OPINION

Réquiem para Caín

 Por Juan Sasturain

A los 75 y a consecuencias diferidas de un golpe de caderas, accidente muy cubano si cabe –él festejaría el chascarrillo fúnebre–, se murió Cabrera Infante en Londres, donde vivía y escribía desde hacía casi cuarenta años, harto de esperar y desear que cayera, lo bajaran o se muriera Fidel Castro. Y se murió en inglés pero escribiendo en cubano, como siempre, un grande de verdad: un escritor extraordinario cuyos libros no siempre lo fueron, sin paradoja. Como Joyce, como Quevedo, Cabrera es por sobre todas las cosas un animal verbal incontinente, que tiende al exceso, a la compulsión del brillo. Sólo un escritor como él podía entregarse al ingenio tan temido, proponerse sin red el seudónimo G. Caín, acaso porque como en la perversa anécdota del escorpión que cuenta su admirado Welles en Mister Arcadín, el humor y el juego de palabras estaban “en su naturaleza”. El, que solía poner cara de amargado en las fotos y –dicen, decía él mismo– que no era rápido para contestar, se soltaba a máquina. Saludablemente, ante tantos que tenían mucho que decir Cabrera Infante se paró en otro lado, el de los que tenían algo que escribir.
Probablemente algunos de los mejores libros de Cabrera sean los de cine, los textos sobre. Son viejos, cubanos (todos los son: escritos en Cuba, quiero decir), producidos para la prensa entre los veinticinco y los treinta años pasaditos, antes, durante e inmediatamente después de la Revolución, en vísperas de que se pudriera todo. Se leen con el mismo gusto pero con más placer, casi sensual, que los de Graham Greene en los treinta, que los de Borges cuando todavía iba solo. El primero es Un oficio del siglo XX, que son las críticas semanales, agrupadas y releídas tomando distancia de G. Caín. El segundo, Arcadia todas las noches, una serie de ensayitos sobre cinco clásicos yanquis: Welles, Hitchcock, Hawks, Huston y Minnelli. Es sencillamente extraordinario, de una penetración, fervor e inteligencia inusuales, pero todo puesto en un tono liviano, jodón, de una oralidad brillante. Su inolvidable definición de Welles como “un genio demasiado frecuente” tiene resonancias que lo implican.
Debutó en la ficción con los cuentos de Así en la paz como en la guerra, que conocimos a mediados de los sesenta en edición uruguaya de Arca, pero el ruido grande lo hizo con la desmesurada Tres tristes tigres –premiado por Seix Barral en el ’64– que se confundió con el estruendo de un boom que nunca quiso compartir, y menos después, cuando se aisló de la Isla, desmarcado de los Varguitas y los Fuentes tan jugados por entonces. El fue siempre el mismo, empedernido: y nunca vivió en Miami.
Con el tiempo, todo adquiere otra perspectiva, más justa, creo: hay una densidad verbal cubana, desaforada en sus variantes, que engloba al onomatopéyico Guillén, el barroco tropical de Sarduy, el sensualismo aristocrático de Carpentier, la transpirada siesta metafórica de Lezama, los retruécanos saltarines del ahora finado Cabrera y –claro que sí– los interminables discursos del Comandante. Lo están esperando para seguir la discusión.

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