DEPORTES

El boxeo argentino añora aquellos tiempos de Monzón

Ya no produce campeones mundiales por razones que bordean lo técnico y lo económico.

Por Daniel Guiñazú

Las recientes derrotas acumuladas por Sebastián Luján y Hugo Garay en sus peleas por títulos mundiales de la OMB no sólo arrojan sombras sobre el presente y el futuro inmediatos del boxeo argentino. También abren paso a una pregunta que ofrece múltiples respuestas: ¿está en condiciones el pugilismo nacional de volver a ganar alguna vez algún campeonato del mundo?
El actual estado de las cosas, dentro y fuera de las doce cuerdas, no le hace concesiones al optimismo. Aunque la realidad obliga a ser cautos en el juicio. El próximo 8 de abril en Miami, Jorge Rodrigo Barrios enfrentará al estadounidense Mike Anchondo por la corona superpluma de la OMB. Y un triunfo del argentino no es una posibilidad descartable. Pero el panorama no habrá de cambiar súbitamente si, dentro de 40 días, Barrios tiene la suerte de ceñirse el cinturón de campeón a su cintura.
Es preciso repetirlo: los argentinos practican un estilo de boxeo que al mundo no le interesa. Chacón ante Nagy y Garay, las dos veces frente a Erdei, perdieron porque suponen que, para ganar, no hace falta más que disparar un par de buenos golpes por round. No entienden ellos, ni quienes los conducen, que la única manera de asegurarse una victoria fuera del país (y de paso, perforar la mirada esquiva y turbia de algunos jurados) es trabajar cada uno de los tres minutos de cada uno de los rounds de las peleas. Creen que con un minuto de actividad por asalto alcanza y sobra. Así es imposible conseguir un título.
Además, llegan apurados a su oportunidad. Alcanzan apenas las 20 peleas y, sobre todo dentro de la OMB, ya son tentados con una pelea titular. En los tiempos de Tito Lectoure en el Luna Park, cuando otro era el boxeo (y otra también la moneda del país) se contrataba a boxeadores estadounidenses, mexicanos o panameños para que la figura en camino hiciera su experiencia sin prisa, de cara a un desafío que arribaba a veces temprano, a veces tarde, a veces justo a tiempo. Ahora todo es más urgente y no hay plata para traer a extranjeros de renombre. El boxeador joven y promisorio hace su record ante rivales de consumo interno. Y, de pronto, la chance le explota en la cara sin fogueo, sin roce internacional. Así les va después.
Sin embargo, esto no es lo más grave. Por si todo este cuadro de situación fuera insuficiente, los boxeadores argentinos tienen otra desventaja decisiva: como mercado, la Argentina no les aporta nada a los grandes intereses que manejan el negocio a nivel global. Para managers y promotores como Don King, Bob Arum, Frank Warren, Peter Kohl y los hermanos Louis y Michel Acaries, por citar sólo a los dos más importantes de Estados Unidos y a los tres más poderosos de Europa, un argentino campeón del mundo es un error en el sistema que debe evitarse o subsanarse a la brevedad.
Osvaldo Rivero, Mario Margo- ssian y Mario Arano, los tres managers centrales del momento en la Argentina, no tienen el respaldo económico indispensable como para traer a un campeón mundial que exponga su título en el país. En los ’90, con el uno a uno, Rivero fue a pérdida con tal de que Vásquez, Coggi y Castro pelearan por el título en la Argentina y, en todos los casos, la coronación disimuló el quebranto financiero. En la era de la pesificación se asoció con el Luna Park, repitió la experiencia con Omar Narváez y Héctor Velazco y otra vez le sonrió el éxito, pero el rojo encendido de los números finales lo convenció de no insistir más.
Por eso, para conseguirles una chance a sus pupilos, los managers argentinos deben mendigársela a los grandes promotores internacionales, que imponen sus condiciones y toman sus precauciones. El poder que ejercen ante los organismos internacionales les asegura jurados que les protegerán sus intereses. Y éstos fallan con obediencia y sujeción ciega a esos intereses, sabiendo que siempre hay que cuidar las espaldas del empresario más fuerte y que el boxeador venido de tan lejos no debería ganar nunca, porque la Argentina es un país chico, sin peso político, con el que no se puede hacer negocios y que, por lo tanto, no tiene que darse el lujo de tener campeones del mundo.
La única manera de subsistir sería con boxeadores que fueran al frente y que demolieran las injusticias a trompadas, un estilo que no forma parte de la información genética de los pugilistas argentinos. Por eso será una quimera ver a alguno de ellos repitiendo en el futuro la gloria eterna de Pascualito, Accavallo, Locche, Monzón y Galíndez.

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