DIALOGOS › ENTREVISTA A LA BARONESA VIVIEN STERN, UNA EXPERTA BRITáNICA QUE CRITICA LOS SISTEMAS CARCELARIOS

“Hay buenas perspectivas para un político que desea buscar otro camino”

Tiene una banca en el Senado británico y forma parte de varias entidades académicas internacionales sobre temas penales y penitenciarios. Las cárceles son su obsesión. Y la búsqueda de alternativas a la actual situación. Aquí, sus experiencias en el mundo y los cambios posibles.

 Por Andrew Graham-Yooll

–¿Cómo se puede encarar una reforma penitenciaria cuando buena parte de la sociedad piensa que las cárceles son un basural donde las puertas deberían cerrarse y la llave hay que tirarla? ¿Cómo se le habla al público más allá de un grupo de expertos?

–Algunas veces se piensa que el público tiene una sola opinión en torno de la encarcelación, que la gente está a favor de la reclusión y que siempre pedirá más. Pero no hay mucha evidencia que respalde esa opinión fuera de lo que los políticos del mundo moderno deciden por los demás. Si hablo del Reino Unido, porque no quiero hacer generalizaciones sobre otros países donde no vivo o no conozco bien, la evidencia de los sondeos sugiere que hay una mayoría que opina que el encarcelamiento no es efectivo. Hay una mayoría que opina que gran número de presidiarios estarían mejor en otras condiciones, y hay una mayoría que opina que si hay recursos para tratar el comportamiento que molesta al público preferiría que se gasten en medidas de prevención. Por lo tanto, para algún político que desea buscar otro camino hay buenas perspectivas. Hay países, democracias occidentales, donde otros caminos se han recorrido. Y los que los proponen son reelectos.

–¿Cuál es ese camino diferente?

–El que recomienda usar nuestras cárceles para gente que es realmente peligrosa, cuyos crímenes son serios, o que han cometido crímenes que son tan inaceptables que se debe dar un mensaje de advertencia. Pero no debemos usar nuestras cárceles para gente que es enferma mental o adicta o que son jóvenes, a quienes la cárcel los llevará de ser pequeños criminales a grandes criminales, o para mujeres que han sido abusadas o sufrieron violencia y cuyos crímenes son en general no violentos. No debemos usar las cárceles para alojar ese tipo de gente porque es un tremendo desperdicio del dinero del contribuyente, y si gastáramos el dinero de otra forma nos hallaríamos viviendo en una sociedad más segura. Ese es el camino diferente.

–Usted dijo que ese “otro camino” es recorrido por “algunos políticos”. ¿Usted habla como experta legal o política?

–No hablo como política porque soy un miembro independiente del parlamento británico (Cámara de los Lores) sin un partido, y por ello nosotros tendemos a decir que “no somos políticos”. Hablo como alguien que comprende lo difícil que es instalar una política, y puedo decir que hay partidos políticos, por ejemplo en Canadá, que en los últimos veinte años han mantenido estable la población carcelaria y hasta puede haber disminuido, mientras un poco al sur de ahí, en los Estados Unidos, han duplicado la población de recluidos.

–¿Eso tiene que ver con política?

–Eso tiene que ver solamente con política. Creo que hay abundante evidencia que no hay una conexión obvia entre tasas de crimen en una sociedad y números de presos. No se puede decir que en Norteamérica toda esta gente está recluida porque existe un nivel tremendo de criminalidad. Canadá tiene menos gente en las cárceles y los niveles de criminalidad están bajo control. Se puede criticar muchas otras cosas de esas dos naciones, pero en este tema los datos son claros.

–Su territorio es Inglaterra. ¿Qué situación existe ahí?

–Algo cambió en el Reino Unido a mediados de los noventa. Es interesante que cuando la señora Margaret Thatcher llegó a ser primera ministra (mayo de 1979), se la percibió como de una política muy conservadora. Sin embargo la población penitenciaria se redujo. Las políticas carcelarias pasaron a ser más racionales. Thatcher estaba contra el despilfarro de dinero, y en esa posición no fue difícil para sus consejeros convencerla de no malgastar. Sus credenciales de derecha eran impecables y nadie la acusaría de ser blanda. Algunos le reclamaron que construyera muchas cárceles para llenarlas de gente. El costo era alto. El resultado fue que la población carcelaria llegó a ser algo así como la mitad de lo que es hoy bajo un gobierno laborista. A mediados de los noventa, cuando el partido laborista se acercaba a ser gobierno, sucedió algo en varios países de Occidente donde los políticos descubrieron el potencial electoral de prometer “ley y orden” (Law & Order). Esa era una abreviación de “apelaremos al sentimiento punitivo de la gente prometiendo medidas duras contra los criminales”. Eso fue importado a Inglaterra por un político llamado Michael Howard (conservador, ministro del interior en el gobierno de John Major, que sucedió a Thatcher). El partido laborista quería ganar las elecciones y contrataron a alguien de Estados Unidos que había trabajado con el presidente Clinton. Este asesor le dijo al partido laborista que si quería ser electo había que endurecer la ley y el orden más que lo impuesto por la gente que había que derrotar. Este mensaje fue asumido sin reflexionar sobre las consecuencias y el costo. Por lo tanto, cuando el laborismo llegó al poder, en 1997, les pareció que la mejor forma de retener el poder era imponer una línea muy represiva en todo lo que hacía a la seguridad. Las consecuencias, diez años después, son poco felices. Las cárceles están llenas con esa gente que mencioné, los enfermos, los débiles mentales, los inadecuados y los jóvenes. El costo de mantener muchas cárceles es grande, el público no está satisfecho con que exista un sistema penitenciario lleno de gente que no debería estar encerrada y donde hay problemas constantes. Y el miedo al crimen es tan alto o más que nunca, el rechazo del sistema también se ha generalizado. Estamos frente a evidencias de que ésta no es la forma más aconsejable. Lo mismo sucedió en Nueva Zelanda. Su población carcelaria era altísima, a nivel de los viejos regímenes de Europa oriental, y ahí el primer ministro dijo que había que cambiar. Iniciaron un programa para reducir el número de encarcelados, que ha tenido mucho éxito. Y hay evidencia de varios lugares del mundo en los que este curso es uno que vale considerar.

–Sería buenos saber algo sobre los contactos que hizo en Buenos Aires, digo aparte del British Council y de la embajada Británica, que la invitaron. Este es su tercer viaje a la Argentina y obviamente se ha desarrollado una relación de trabajo.

–Pasé un día muy interesante en el Congreso, almorcé con los miembros del grupo de amistad argentino-británica y conocí gente muy interesante, impresionantes, diría, del partido radical. Lo importante es el intercambio para el conocimiento de las diferencias, no los parecidos, en este caso entre el parlamento británico y el Congreso argentino. Como miembro de la cámara alta en Londres y de la Comisión de Derechos Humanos del parlamento, pude informarles a mis anfitriones, también a los miembros de la Comisión de Derechos Humanos en el Congreso, de la ferocidad con que la comisión parlamentaria vigila al gobierno de Westminster. Sentí que había mucho interés en la importancia de un parlamento que haga presión sobre el gobierno para recordarle lo que realmente debe hacer.

–¿Los parlamentarios nuestros le solicitaron que aporte ideas y ejemplos?

–Lo que yo puedo aportar a quienes me invitaron es información acerca de cómo se hacen ciertas cosas en otro país. Creo que lo que se me pide es dar la perspectiva de alguien que ha tenido la enorme fortuna de ser miembro independiente en un formato único y muy británico. Me cuento entre doscientos miembros de la Cámara alta que no somos de partido alguno, y estamos ahí para representar el bien común y para ganar un debate con razonamientos. Es un elemento que valoro mucho, por verlo funcionar, en el parlamento nuestro. Yo no represento un partido, repito, represento un conocimiento o una experiencia, no una provincia. En la Cámara baja, de los Comunes, cada diputado representa un lugar y un partido. Hay otros países donde nombran senadores independientes. Creo que en Canadá y la India tienen algunas bancas de nombrados. Es una práctica que debería conocerse, porque no hay duda de que mejora y apoya al proceso político. En Buenos Aires me han pedido que explique esta experiencia, y también que comparta “mis muchos años de conocimiento” sobre reformas a los sistemas de Justicia penal. Para mí es una oportunidad también. En el Reino Unido podemos ser muy estrechos, muy focalizados en cosas sin importancia. Cada vez que he venido a la Argentina, sea cual fuera el momento, siempre hallo un debate más abierto que el nuestro, una mayor variedad de visiones, y es muy estimulante.

–Excelente noticia. ¿Esto es porque sorprende el espectro de ideas y formación en un país tan lejos del centro?

–No, es la historia. En Inglaterra ahora el espectro político se reduce a debatir el gerenciamiento de hospitales, o qué debe incluirse en la curricula escolar. No hay mucho debate acerca de lo que está sucediendo en el mundo, sobre el impacto de la economía globalizada en la estructura de la sociedad. Hablan mucho del cambio climático pero se concentra en si debemos comer porotos de Africa y cosas así. Y no hay mucho debate, con excepción de Escocia, que es un país diferente, donde se discute un mundo que va a ser diferente y vamos a tener que hacer las cosas en forma diferente. En el territorio político inglés estas conversaciones se han tornado muy estrechas y poco interesantes. Escocia tiene parlamento propio, con un gobierno diferente, autónomo, y hay mayor interés en el futuro más allá de las políticas que ha impuesto el gobierno laborista en Londres en la última década.

–Usted parece elevar la calidad política de Escocia como diferente y mejor. ¿Tiene una conexión con Escocia?

–Sí. Vivo en Escocia, mi esposo es escocés, y actúo bastante en varios rubros en Escocia. Además me impresiona el esfuerzo del Partido Nacionalista de Escocia (SNP) por importar la racionalidad y pensar en el futuro, de cómo va a ser el país y cómo se gasta el dinero, formas que no se ven en Inglaterra.

–¿Visitó cárceles en la Argentina?

–Unicamente la cárcel de mujeres de Ezeiza. Pero mis colegas de la Universidad de Londres, que es mi base, y mi marido, que sí ha visitado penitenciarías en las provincias de Buenos Aires, Mendoza, Neuquén, y otros lugares, son mis fuentes. Aportamos información a nuestros colegas, no nos duplicamos. Entre todos tenemos un conocimiento amplio sobre las cosas.

–Se construyeron cárceles nuevas, pero el equipamiento en varios casos es poco feliz.

–También tiene que ver con dónde se buscaron los diseños. No es recomendable adquirir diseños de los Estados Unidos porque la filosofía ahí es abaratar: cuánta gente se puede meter en un pequeño lugar. Además esas cárceles de EE.UU. tienen un aspecto horrendo que es el de no tener celdas al exterior con acceso de aire. Todas las celdas miran hacia un pasillo interno de rejas con una pequeña ventana con luz exterior en cada punta. Es un diseño poco feliz. Cada vez que veo eso me parece lamentable. He visto cárceles en unos cuarenta o cincuenta países, y he visto suficientes diseños de prisiones como para saber qué es mejor y qué peor. América latina, de punta a punta, tiene un serio problema en sus prisiones. Quizá mucho tenga que ver con historia, con economía y con cultura. Cada mañana que abro mi pantalla de sitios específicos, con información de todo el mundo, hasta tres veces por semana llega algún dato de América latina en que ha muerto un preso. Honduras, El Salvador, con frecuencia en Brasil, también en Argentina, y en toda la región. Hay un motín, un incendio, una toma de rehenes, una serie de muertes, dos y tres veces por semana. Eso es más que en el resto del mundo. Esta región no ha hallado la forma de mantener vivos a sus presos.

–Eso es muy duro.

–Hay otros aspectos del sistema carcelario que la región puede enseñar al mundo, en términos de humanidad, normalización (si bien me parece ésta una palabra objetable), hay cosas en el sistema carcelario de América latina que son admirables y envidiables. Esto incluye las formas en que se mantiene el contacto con familias, formas que son muy superiores a las condiciones halladas en países anglosajones. Son mejores los esfuerzos por mantener una vida normal. Trato de recordar ejemplos. En la República Dominicana, por ejemplo, se permite la instalación de pequeños kioscos y talleres de artesanos. En otra cárcel hallé a un ciego que estaba autorizado a pedir limosna. Una cárcel es una urbanización, un pueblo, y si se logra crear un buen ambiente los internos no se sentirán depositados en una tumba. Sin embargo, la violencia es la gran mancha en el sistema en América latina. Necesita ser tratada. No puede ser que el Estado le quite a una persona su libertad para condenarla a muerte dentro de la penitenciaría. No es aceptable.

–¿Pudo recomendar procedimientos, en éste u otro tema, durante sus tres visitas a Buenos Aires?

–No es fácil recomendar un traslado de la forma de hacer las cosas. Y cuando esto se impone es un error, como ser la adquisición de planos de otro país para construir cárceles en el de uno, donde el clima, la gente, son diferentes. La labor en mi centro universitario ha buscado ser específica. En este caso, el de Argentina, se trata de ver cómo el sistema penitenciario puede implementar recomendaciones de los acuerdos internacionales de derechos humanos, de los que es signataria la Argentina, como casi todos los países. Hay bastante que hacer. Los países que se recuperan de las dictaduras, y hay varios en la región, tardan mucho en deshacerse del concepto de ver a la cárcel como un lugar en donde se encierra a los enemigos del régimen. Cuando cayó la “cortina de hierro” y Rusia y el resto del imperio soviético ingresaron en otro universo político, la reforma carcelaria presentaba una tarea inmensa. No tiene que ver sólo con que los edificios eran campos de concentración, sino que todo el mundo que trabajaba en el sistema tenía instalado en la cabeza el concepto de que estaban ahí para proteger a la sociedad de los enemigos del pueblo, de gente malvada, y que realmente no importaba qué daño se les causaba. El personal estaba convencido de que era parte de un aparato de seguridad y que hacía un gran trabajo defendiendo al sistema. Transformar esas cabezas para que lleguen a pensar que son empleados civiles encargados de retener gente en lugares seguros mientras se los prepara para volver a la sociedad constituyó un enorme cambio cultural. No es un cambio fácil.

–Dada su participación en la comisión de derechos humanos del parlamento británico, ¿ha conversado aquí de las políticas del Gobierno actual? “Derechos humanos” se convirtió en una especie de cliché. A mí me alegra que mediante la devolución a los tribunales de casos que se pensaban concluidos se abriera el debate sobre los derechos humanos. También se abrieron instalaciones militares al público. Pero temo que cuando todo esto concluya, cuando los casos que se investigan sean carpetas en los archivos de juzgados, aun así no vamos a saber bien lo que nos sucedió en los años setenta. Por ejemplo, no hay cifras precisas de los “de-saparecidos”, hay números globales, pero la gente no es herida, ni muerta ni desaparecida, en números redondos. Y si seguimos alardeando de estos números, no vamos a saber nunca lo que pasó realmente.

–Aclaremos. La comisión en el Reino Unido se interesa únicamente en las obligaciones en derechos humanos del gobierno, y controla que esto se respete. Nuestras actividades se extienden a lo que hacen soldados británicos en Irak, o en Afganistán. Pero no nos metemos en los derechos humanos en otras naciones. No está dentro de la responsabilidad. Aclarado esto, lo que sí puedo decir a modo de ejemplo se refiere a la experiencia del Reino Unido con su pesadilla en Irlanda del Norte, y de aquí se pueden sacar paralelos y comparaciones. El gran logro del gobierno del primer ministro Tony Blair fue el proceso de paz. Aunque complicado en algunos aspectos, es un éxito. Esa horrenda noche de Irlanda que fue parte de mi juventud se terminó, y por esto estoy profundamente agradecida. Ahora queda el tema de qué hacer con el pasado, con toda la gente que carga con algo de lo que sucedió. El tratamiento de ese aspecto no ha sido un éxito.

–¿Existen lineamientos teóricos para el tratamiento del pasado? En mi opinión se necesita como primera medida la mayor información posible. En la Argentina se comienza a perder interés en la información, muchos quieren dejar atrás el pasado o reducirlo al chisme, o la venganza.

–Hablo desde lo que estudié. Hay un Instituto de Justicia Transicional, una organización de expertos en Nueva York, que preside un distinguido argentino, Juan Méndez. Ahí surge lo imprescindible de la información. En Sudáfrica se pensó que la información era lo más importante. Surgió a montones, la gente comenzó a hablar, se recopiló lo más posible en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Sudáfrica es un ejemplo, tuvo la gente necesaria en el momento preciso. La nueva constitución que produjeron es un modelo para el mundo. Ahí se establecieron los Derechos Económicos y Sociales (que va a ser el próximo cliché cuando nos cansemos de “derechos humanos”). Se instaló un ejemplo para el mundo de cómo pasar de una horrible opresión a la democracia. Rusia es otro ejemplo interesante. A nadie parece interesarle el pasado. Hubo un florecimiento de organizaciones y actividades, en los noventa, pero ahora a nadie le interesa. Puede ser que resurja. Lo que podemos decir es que hay que poner en manos de la ciudadanía la mayor cantidad de información posible. En Irlanda del Norte se crearon cuatro comisiones, de un enorme costo para el Estado, para investigar cuatro asesinatos cuya explicación puede llevar a abrir una trama muy compleja. Las investigaciones durarán unos dos años. No es cuestión de “hay que castigar a alguien por esto”. Tiene que registrarse lo que realmente ocurrió. El castigo es otro debate. Personalmente no me gusta mucho el castigo, hay demasiado ya en el mundo y creo que no se logra nada. Lo que es importante es la verdad, la información, aunque sean vistas desde ángulos diferentes, y si luego viene la reconciliación, bien, será la señal de una sociedad madura. Hay que saber lograrlo, no es fácil.

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