ECONOMíA › OPINION

La mala noticia es una buena

 Por Alfredo Zaiat

Ciertas noticias son malas o buenas en la divulgación masiva según los intereses en disputa, la interpretación de los protagonistas o el tipo de presentación que se efectúa del hecho en cuestión. En temas de economía, como se trata de una ciencia que no es exacta, las sentencias sobre algunos acontecimientos requieren de una tarea adicional de desenmascarar para no transitar el espacio de la confusión. Se sabe que las verdades son relativas en gran parte de los debates, pero en esta disciplina se presenta una situación todavía más compleja porque está dominada por intereses subyacentes en la lectura de datos supuestamente objetivos. Pese a ello, igual resultó particularmente llamativo el consenso que señalaba la gravedad del cuadro fiscal por la merma del superávit en agosto. La disminución del saldo positivo entre los ingresos y gastos del Tesoro nacional recibió intensas críticas y observaciones acerca del riesgo de converger a un escenario inquietante. Sin embargo, dado el contexto de crisis internacional y de fase recesiva del ciclo económico doméstico, la reducción del superávit debería haber sido recibida con alivio precisamente como reacción oportuna para enfrentar ese peligro. Pero ésa no fue la respuesta que circuló en el espacio público dominante.

Esa reacción tiene un origen que no se reconoce en aspectos de la economía, sino que se explica por la tensión existente en el escenario político. También se vincula a la resistencia creciente a la administración kirchnerista por parte del establishment local. A la vez expresa el triunfo cultural del pensamiento neoliberal en el sentido común respecto del tema fiscal. El déficit aparece como una instancia prohibida y peligrosa para la estabilidad, cuando es una posibilidad para ciertas circunstancias de la economía. Si bien es cierto que los profundos desequilibrios de las cuentas públicas de décadas pasadas junto a una pesada carga de vencimientos de la deuda actúan como antecedentes traumáticos, la alternativa del déficit fiscal transitorio ofrece flexibilidad en el manejo de la política económica. Poco ha aportado la obsesión kirchnerista por mostrar la persistencia de abultados superávit en las cuentas, instancia que la ha presentado a lo largo de toda su gestión como un activo fundamental de su fortaleza política. Su disminución recibe entonces la previsible crítica desde corrientes conservadoras, destacando la supuesta debilidad que se manifiesta en esa estrategia ortodoxa en el frente fiscal.

El superávit ha sido utilizado en los últimos años como una herramienta de la política económica para ganar márgenes de autonomía respecto del sector financiero al no requerir en forma desesperada su asistencia. Pero eso no significa que no haya sido una táctica ortodoxa desde el punto de vista del manejo de las cuentas públicas. Ese saldo positivo tiene un indudable costado contractivo de la demanda agregada, que puede ser considerado en un contexto de fuerte crecimiento y expansión del gasto privado para no recalentar la economía. Incluso merece ser evaluado su carácter progresista respecto de cómo se integra: en los últimos años gran parte ha sido resultado de mantener los ingresos obtenidos por la aplicación de los derechos de exportación a cuatro cultivos relevantes del sector agrario. De todos modos, en términos generales el superávit fiscal equivale a un esfuerzo contractivo que pone bajo presión ciertas áreas, como la social, que podrían haber avanzado en forma más enérgica si hubiese existido una mayor flexibilidad. Esta apareció, afortunadamente, en la actual etapa recesiva.

Una particularidad de los análisis conservadores es que desconocen la presencia de una impresionante crisis internacional al momento de abordar la situación económica local. Cuando estudian el comportamiento del frente fiscal es como si la economía argentina estuviera aislada del mundo. Sin embargo, ese “mundo” aparece con autoridad en sus observaciones para criticar lo que suponen una estrategia oficial de darle la espalda en las relaciones internacionales. Esa inconsistencia se puede superar con el mínimo esfuerzo de revisión de lo que está pasando en la economía mundial. De ese modo se estaría en condiciones de evaluar que la mayoría de los países está registrando una merma de sus ingresos tributarios que pone en tensión su estructura fiscal. El retroceso de la recaudación es generalizado debido al desarrollo de una fase recesiva global. Casi todos tratan de mantener el ritmo del gasto público apelando a fondos anticíclicos y/o a endeudamiento para no agudizar la crisis. Los países desarrollados, que tienen la ventaja de emitir monedas de aceptación internacional (dólar y euro), instrumentaron ambiciosos planes de expansión fiscal. En ese contexto, la persistencia de aun menguados superávits en la economía local, con utilización de fondos anticíclicos informales (reservas internacionales y depósitos de dependencias oficiales en bancos públicos), acompaña esa tendencia aunque se revela como una de las más conservadoras.

En la comparación interanual, el excedente fiscal de agosto ha descendido en unos 3150 millones de pesos. Esto significa que si se hubiese querido mantener el mismo monto nominal de superávit se debería haber retirado esa suma del circuito económico vía reducción de gasto y/o aumento de impuestos. Esto es lo que reclaman las voces de la ortodoxia cuando critican la caída del 85 por ciento de ese saldo positivo. En un cálculo ampliado, en lo que va de este año el excedente acumulado alcanza los 8473 millones de pesos, casi 20 mil millones menos que en igual período de 2008. En caso de haber seguido la recomendación ortodoxa de conservar ese mismo saldo nominal, en un escenario de recesión, el resultado hubiera sido profundizar la caída de la economía. Se requiere sólo un repaso histórico para estar en condiciones de prever qué habría pasado si se hubiera implementado una política para tratar de contabilizar esos 20 mil millones de pesos del superávit perdido. Esta fue la receta del ajuste neoliberal aplicada en la década pasada, y que es bien conocida a partir de la experiencia traumática de la Alianza: en el ciclo recesivo, con la ilusión de incentivar al sector privado, se implementó un ajuste tras otro en búsqueda de la quimera mejora de las expectativas empresarias que sacara a la economía del pozo. El resultado fue que de ese modo sólo extendió la recesión, que se prolongó desde 1998 hasta 2002.

En un período de retracción de la demanda privada, la respuesta necesaria, si se tiene el objetivo de amortiguar los inevitables costos de una crisis, es la expansión del gasto público o, en caso de contabilizar superávit fiscal, utilizar esos excedentes. De esa forma se puede atenuar la caída del nivel de actividad económica. Se puede descubrir entonces que en esa dinámica fiscal la mala noticia es, en realidad, una buena.

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Imagen: Daniel Dabove
 
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