EL PAíS › OPINION

Política y generación Alfonsín, Chacho, Kirchner

 Por José Natanson

Cuando murió Raúl Alfonsín escribí una pequeña nota de opinión bajo el título “El empleado del mes”, en la que criticaba la interpretación del ex presidente como un hombre de diálogo y consenso, que hizo una serie de cosas extraordinarias, desde juzgar a los militares hasta impulsar la Ley de Divorcio, sin enfrentarse nunca con nadie, sin fricciones. Ahí sostenía la tesis de que Alfonsín se había convertido, por magia catódica, en un Personaje de los Medios, como Gandhi o Ernesto Sabato: un hombre sin dobleces ni contradicciones ni errores ni una sola arista amenazante.

Entre las reacciones que generó la nota sobresalía una publicada en el blog colectivo “Los Trabajos Prácticos” (http://www.bonk. com.ar/tp/), escrita en un tono destemplado, excesivo incluso para un espacio en el que la corrección política no es cultivada como un valor esencial. Al principio no entendí los motivos de semejante respuesta, pero ahora creo saber por qué: varios de los autores del blog son periodistas y escritores que pertenecen a una generación –la que ahora tiene, digamos, alrededor de 40 años– que vivió sus momentos más felices en tiempos de primavera alfonsinista. Estaban saliendo de la adolescencia cuando Alfonsín anunciaba el juzgamiento de las juntas militares, comenzaban a hacerse hombres cuando el famoso discurso de Parque Norte y eran todavía jóvenes y hermosos cuando el ex presidente le respondía a Ronald Reagan en la Casa Blanca. Muchos de ellos, formados al calor del portantierismo, dieron sus primeros pasos militantes en la Franja Morada, casi todos se movilizaron para defender al gobierno democrático de las asonadas carapintadas y algunos, los más afortunados, conquistaron a su primer amor en los recitales en Barrancas que organizaba la Secretaría de Cultura.

Para quienes hoy rondamos los treinta, el alfonsinismo sobrevive en recuerdos más tibios y despintados. En mi caso, el más nítido tiene que ver con el dinero, cuya primera impresión adulta asume para mí un tono netamente alfonsinista: cuando comencé el colegio secundario, mi papá me daba una suma fija para gastos, básicamente colectivos y comidas. En plena inflación, el precio del sandwich de jamón y queso que vendía la señora del kiosco del tercer piso del colegio comenzó a aumentar, primero todos los meses, luego todas las semanas y finalmente día por medio (aunque a veces se tratara del mismo sandwich y el costo de los insumos, por lo tanto, no variara). La asignación, al principio mensual, tuvo que transformarse en semanal, ajustada por una fórmula de indexación inventada por mi padre y calculada mentalmente.

El Alfonsín de mi generación fue Chacho Alvarez, contracara perfecta y prolija –después muchos pensaríamos: demasiado prolija– de un peronismo reconvertido en clave neoliberal. En 1990, cuando Menem firmó los indultos, Chacho rompió con la bancada del PJ y fundó el Grupo de los 8, en un gesto de vuelta al llano que recién años después daría sus frutos: creó el Frente Grande con Pino Solanas, articuló un creciente espacio opositor y encontró su gran momento cuando el alfonsinismo se mimetizó con el menemismo en el Pacto de Olivos. Después fundó la Alianza, momento que él mismo sitúa como el comienzo del fin de su liderazgo, aunque con la perspectiva del tiempo tal vez el inicio haya que ubicarlo en la decisión previa de aceptar en sus trazos gruesos el plan económico menemista; decisión que Chacho, con esa extraordinaria capacidad para condensar movidas políticas complejas en fórmulas simples, sintetizó en el famoso arrepentimiento de no haber votado el plan de convertibilidad (aunque, para ser justos, hay que decir que prácticamente toda la clase política argentina y la mayor parte de la sociedad coincidían con su diagnóstico).

Chacho fue, durante aquellos años de chicles franceses, papas fritas Pringles y galletitas canadienses mantecosas (delicias de la convertibilidad), el líder más potente de un antimenemismo en permanente crecimiento. Entre viaje y viaje a Florianópolis, los adolescentes de los ’90, desprovistos de las cicatrices setentistas y de las marcas de decepción de los jóvenes alfonsinistas, vivimos el vertiginoso ascenso de Chacho con la alegría propia de las épocas fáciles (la adolescencia y los ’90 lo fueron, aunque la tormenta acechara detrás del horizonte).

Tal vez porque era menos lo que estaba en juego, la decepción fue menor a la que generó el ocaso de Alfonsín: las responsabilidades estaban más compartidas (la crisis del 2001 es atribuible también, o sobre todo, a De la Rúa y al menemismo) y el país recuperó su normalidad más rápidamente. Y aunque la huella de Chacho fue más superficial que la de Alfonsín, el trauma sobrevivió por años, a punto tal que, apagada la estrella del chachismo, lo que se conoce como progresismo no ha vuelto a reunirse detrás de un único liderazgo, ni siquiera en los momentos más transversales del Kirchner versión 2003.

Y así llegamos a Kirchner. Se ha hablado hasta el cansancio del espíritu generacional que anima la personalidad del ex presidente y que se contagiaría a su forma de gobernar y su estilo de gestión: la voluntad política (o el voluntarismo) expande los espacios de lo posible y le permite recuperarse de situaciones que todos daban por perdidas (la ley de medios impulsada tras la derrota electoral es un buen ejemplo), pero al costo del permanente recurso de doblar la apuesta y una afianzada lógica de amigo-enemigo (habría que agregar que otros líderes, como Elisa Carrió, también descansan en ella, aunque la división sea ética –ladrones versus honestos– o republicana –populistas versus institucionalistas– mientras que en Kirchner es pasado-presente –neoliberalismo versus progresismo, dictadura versus derechos humanos–).

El setentismo kirchnerista también se verifica en un elemento más inasible pero no por eso menos real: la necesidad de pintar de un tono épico decisiones y políticas que en el fondo no dejan de ser reformistas (a veces muy reformistas), en una confusión que es tanto oficialista como opositora: Kirchner se obstina en presentar algunos gestos como gestas y la oposición insiste con que se trata de un autoritarismo totalizante, aunque en realidad estemos ante un gobierno que ni en sus momentos más duros se ha salido de los límites, por otra parte muy amplios, de la democracia y el capitalismo. El afán épico, la necesidad epopéyica del kirchnerismo –detectable en cierta desmesura discursiva, en la forma de presentar algunas decisiones como el último giro antes del abismo y en la búsqueda casi inconsciente de escenarios refundacionistas de ruptura– es incompatible con las democracias modernas, donde la gestión y las políticas públicas ocupan un lugar que no es total pero que sí es predominante (y que es inevitablemente gris: Ricardo Lagos como paradigma). Kirchner podrá ser un buen o un mal presidente, pero nunca podrá ser un héroe o un tirano.

La perspectiva generacional del kirchnerismo también puede encararse desde un ángulo que hasta el momento ha pasado desapercibido pero que vale la pena explorar. En efecto, las herencias setentistas del kirchnerismo han sido largamente comentadas, y es evidente que una parte importante de quienes vivieron aquellos años, que hoy rondan los 60, ven al Gobierno como una segunda oportunidad (basta darse una vueltita por las asambleas de Carta Abierta para comprobar la franja etaria a la que nos referimos). Se descuida, sin embargo, el influjo que el kirchnerismo puede estar generando no entre los setentistas de 60 ni entre los alfonsinistas de 40 ni entre los chachistas de 30, sino entre los que hoy rondan los 20, adolescentes y jóvenes que nacieron en pleno menemismo y que empezaron a hacerse grandes entre la crisis del 2001 y los primeros años de kirchnerismo, sin dudas el momento más interesante del ciclo, y en cuya memoria seguramente perdurará el recuerdo del juicio a la Corte Suprema o el canje de la deuda externa.

La tesis de esta nota, más intuitiva que empírica, es que hay un grupo etario que ha sido descuidado por el Gobierno. Quizá no se trate de un sector relevante por su peso electoral –la abstención es alta entre los jóvenes–, pero sí puede resultar significativo a la hora de darles sostenibilidad a los cambios emprendidos por Kirchner. Una apuesta al futuro que, sin embargo, debe ser solventada con políticas específicas, y en este sentido asombra la ausencia, dentro de la estrategia oficial, de una política universitaria más clara, de una política cultural que apele a un universo más amplio que los lectores de Jauretche o de un marketing de gestión a la altura de los nuevos tiempos. Hay ahí una cuerda que el Gobierno podría comenzar a tocar.

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Imagen: Fabián Gredillas
 
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