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Lo espasmódico, el litigio y la política

 Por Ricardo Forster *

Nuestro país suele tener movimientos espasmódicos, rara vez sus desplazamientos son esperables y previamente determinados, como quien sabiendo hacia dónde se dirige no duda respecto de la mejor ruta para llegar a tiempo. Sacudones, cimbronazos, giros inesperados de timón, desvíos, embotellamientos, sendas rodeadas por desfiladeros amenazantes, laberintos, son apenas algunas de las figuras que entorpecieron y entorpecen la marcha hacia alguna meta identificable. Tal vez durante los años ’90, esa década entre triunfalista y patética, cuando la metamorfosis menemista produjo una pirueta ideológica que llevó a gran parte del peronismo hacia el ultraliberalismo, el país siguió, como en ese otro año fatídico de 1976, un rumbo económico-ideológico claro y terminante que, como ya sabemos, nos condujo hacia la hecatombe como sociedad, llevándose puesta a gran parte de la economía nacional, en especial sus núcleos industriales, y desplegando una política que prácticamente hizo polvo el trabajo y a los trabajadores.

Allí hubo rumbo, orientación, dureza para seguir por el camino definido en el marco del consenso de Washington. Amplios sectores de la población se identificaron entusiastamente con el modelo privatizador; leyeron en la tarea del ministro Dromi, el gran ideólogo del desguace del Estado, una acción de engrandecimiento que nos llevaría en línea directa hacia el Primer Mundo, ese espejo siempre soñado por la tilinguería argentina, en especial en su versión norteamericana. Mientras la convertibilidad hacía posible viajar por el mundo como si se estuviera yendo a Berazategui, la ola privatizadora se llevaba puesto el patrimonio nacional ante la pasividad de muchos y la aceptación cómplice de la mayoría. Aquella frase “achicar el Estado para agrandar la Nación” había encarnado en el imaginario argentino, desplazando viejas perspectivas transformadas, en ese momento, en antiguallas ideológicas, en rémoras de un pasado definitivamente enterrado por los nuevos vientos modernizadores en correspondencia con la economía global y sus demandas. Consenso, de Washington y del doméstico, para destruir décadas de esfuerzo, para abrir una caja de Pandora que terminó de estallar en la crisis de 2001.

Tal vez por eso, el debate abierto por la reestatización de Aerolíneas Argentinas no deja de ser un buen momento, una saludable excusa, para discutir modelos de país, tanto los heredados y los que horadaron las bases de sustentación de la economía como aquellos otros que viniendo de otros pasados nacionales nos recuerdan que la historia nunca es lineal ni se acaba en un punto determinado. Que a veces lo olvidado retorna y lo exitoso se corrompe, porque quizá lo estuvo desde un comienzo. Y que cuando hablamos de economía estamos incursionando, lo sepamos o no, en los resortes más finos de la política y en esos otros mundos más complejos y arbitrarios de los imaginarios sociales y culturales; que es inimaginable un gran cambio en el rumbo del país que no sepa penetrar en esos mundos muchas veces desconocidos por los políticos pero sabiamente trajinados por los medios de comunicación que suelen hacer el trabajo fino a la hora de instituir perspectivas y deseos capaces de solidificar en la conciencia pública incluso aquello que atenta contra ella.

Discutir entonces el complejo proceso abierto por la posible reestatización de AA no es apenas iniciar un debate para especialistas, sino meterse de lleno en un debate que sea capaz de cruzar esas distintas comarcas de la economía, del Estado, de los derroteros ideológicos que sustentan las distintas posiciones, los modos de producción de subjetividad (modos decisivos a la hora de volver viables proyectos que, entre otras cosas, tienen que desmontar pacientemente viejas pertenencias y formas duras de la identidad trabajada por los relatos neoliberales, esos que penetraron profundamente en una sociedad que vive como naturales fenómenos artificiales). El debate, siempre bienvenido, supone atravesar fronteras y aduanas y, claro está, implica adentrarse también en el pasado y sus continuidades (aunque haya quienes sostengan, con todo el peso de su prestigio intelectual y de su abandono de cualquier perspectiva emancipatoria en nombre de la resignación ante lo que definen como el dominio de lo gris democrático –un valor enfrentado a lo imposible épico—, que no debe hacerse política en el presente haciendo uso de recursos del pasado; que la memoria de lo acontecido traba la invención del futuro). Por eso, pienso, constituye una gran debilidad del Gobierno ir detrás de los acontecimientos, ya que pone en evidencia que no se ofrece un proyecto coherente más allá de una cierta inclinación, encomiable, hacia el rescate de las funciones indelegables del Estado (aquellas que tienen que ver con lo público pero que, fundamentalmente, se vinculan al cuidado y protección de los intereses del conjunto de la comunidad, en especial de los más débiles).

Sin un proyecto visible, consensuado, inteligente y audaz, todas las medidas que se tomen parecerán el producto del oportunismo, expresarán el movimiento espasmódico de un gobierno que no acaba de tomar al toro por las astas y que, más bien, suele reaccionar tarde ante el asalto de lo inesperado. En este sentido, ha sido más que saludable el paso por Diputados del proyecto elevado por el Poder Ejecutivo, y más saludable fueron las modificaciones que se propusieron y que llevaron a amplificar los apoyos y los consensos en un tema central y decisivo allí donde, insisto, lo que se discute y lo que se pone en cuestión es el horror que significaron gran parte de las políticas privatizadoras enarboladas triunfalmente por los poderes económicos y políticos durante la década del ’90. Las modificaciones introducidas en el proyecto han significado una profundización de la reestatización que le cierra la puerta a un proceso de reprivatización perniciosamente colocado en la propuesta inicial del Gobierno. No deja de ser refrescante que el consenso se haya logrado ampliando hacia zonas progresistas los apoyos, sin caer en el giro moderado y conservador que suele suceder a derrotas como las que atravesó el Poder Ejecutivo con la resolución 125.

Hay, eso es obvio, una relación directa (aunque oscurecida por los intereses de turno y los lenguajes mediáticos) entre la importancia estratégica de las retenciones móviles, los planteos redistribucionistas, la propuesta de recuperación de AA, la próxima discusión sobre las jubilaciones y la renovación, revolucionaria para esta época, del rol determinante y regulador del Estado. Esto es lo que se discute, éste es uno de los ejes de la querella política que tanta agua está haciendo correr por debajo del molino, allí donde el corazón del debate pasa de lleno por la cuestión de la renta, de su distribución y de los beneficiarios de ese proceso que parecía, según los aires ideológicos dominantes, definida de una vez y para siempre para los dueños del capital y de la tierra. Un conflicto esencial en el interior de nuestra sociedad y que atraviesa de lado a lado la experiencia democrática planteándole, al mismo tiempo, sus horizontes de posibilidad y sus límites. Dicho de otra manera, pero más enfáticamente: el litigio de la política y de la democracia es el litigio de la igualdad, que es lo mismo que decir el litigio por los derechos, por la distribución de la renta y por la visibilidad de los invisibles de la historia. Y uno de los centros de ese debate central ha sido y seguirá siendo el rol del Estado. Aerolíneas Argentinas representa hoy ese litigio aunque también parezca ser el producto de una política gubernamental espasmódica, de una política que corre detrás de los acontecimientos y que parece, en ocasiones, ofrecerse como el capricho de algún funcionario más que el resultado de un proyecto estratégico de país que sea capaz de ir reconstruyendo aquello que fue destruido impiadosamente durante las últimas décadas.

Quizá la querella en torno de AA vino a manifestar no sólo la necesidad de rescatar una empresa emblemática para los argentinos (tan emblemática que ha podido resistir su deterioro y su caída en picada ofreciéndose como un punto de partida más que significativo a la hora de batallar por los imaginarios culturales), sino que posibilita revisar, con espíritu crítico, tanto los titubeos y las incoherencias gubernamentales, sus “núcleos” inconfesados y oscuros que se relacionan muchas veces tanto con intereses corporativos como con funcionarios que suelen dañar al propio oficialismo, como con esa otra crítica, generalmente utilizada por sectores de izquierda y progresistas, que lo acusan de impostura, como si todo lo acontecido en estos años no hubiera pertenecido sino al registro de la fábula o de la ficción. Puro juego de sobreactuación que afincado en un relato virtuoso terminó por ocultar la continuidad de las políticas neoliberales. Ese recurso al concepto, equívoco, de “impostura” viene a ocultar, una vez más, lo que sigue poniéndose en cuestión, aquello que se dirime en el país y que ha llevado a las reacciones más virulentas ante las diversas iniciativas que amenazaron, aunque no fuera más que tímidamente, con discutir la renta, su distribución y la reconstrucción del papel fundamental del Estado. Extraña paradoja la que nos lleva a imaginar que una pura impostura sigue desatando querellas que atraviesan el presente, el pasado y el futuro de los argentinos.

* Doctor en Filosofía, profesor de las universidades de Buenos Aires y de Córdoba.

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