EL MUNDO › OPINION

¿Se puede derrotar a George W. Bush?

 Por Claudio Uriarte

Pueden los republicanos de George W. Bush perder en noviembre la endeble mayoría que detentan en la Cámara de Representantes y retroceder aún más casilleros de la minoría de 49 escaños contra 51 en que se encuentran en el Senado? El estancamiento de la economía –con relámpagos de peligro deflacionario en el horizonte–, junto a una serie aparentemente interminable de fraudes empresarios que amenazan los fondos de pensión de las jubilaciones de la mayoría de los estadounidenses, sugieren que ése podría ser el caso. Y con los éxitos de la guerra antiterrorista alejándose en la memoria, la popularidad de Bush (que llegó a alcanzar en esos días el 80 por ciento) ha declinado, aunque todavía se instala alrededor de un 65 por ciento, muy bueno para un presidente cerca de la mitad de su primer mandato.
Durante las últimas dos semanas, y pese a las largas vacaciones que Bush se concedió en su rancho de Crawford, Texas, los equipos de imagen y campaña de la Casa Blanca han sido recorridos por inequívocos signos de nerviosismo preelectoral, con el presidente movilizado de foros económicos telemanufacturados a espectaculares pero huecas oportunidades de foto en el monumento nacional Mount Rushmore –con las descomunales cabezas de Washington, Jefferson, Lincoln y Roosevelt talladas en las montañas– y apariciones programadas de aquí al fin del verano en respaldo de candidatos en Oklahoma, Arkansas, Oregon y Nuevo México, todos estados que necesita para ganar la reelección en 2004. Incluso en esta hiperactividad, el presidente no pudo dejar de mostrar su hilacha: aprovechando los últimos incendios forestales, no tuvo mejor idea que salir a hacer lobby por la industria maderera, recomendando la tala de árboles como solución a la chisporroteante sequía del noroeste –que es como recomendar la muerte del paciente para terminar con su enfermedad–, para luego ir a California a hacer campaña en favor del candidato republicano a gobernador Bill Davis, un empresario cuyas firmas están acusadas de fraude por 200 millones de dólares. De hecho, la acumulación de fraudes empresarios y papelones políticos ya ha llevado a que el campo demócrata debata públicamente quiénes son sus mejores candidatos para derrotar a Bush en las elecciones de 2004.
Entonces, ¿se viene la caída de la casa Bush? No es para nada seguro, y la razón es que la oposición es todavía más débil que él. En 21 meses de gobierno, pese a haber asumido con un mandato dudoso, facilitado por la Corte Suprema, con una minoría del voto popular y una masa crítica de votos inciertos en Florida, Bush ha conseguido del Congreso la mayor parte de los programas y los funcionarios que quería. El abrumador recorte de impuestos apuntado al 10 por ciento más rico de la sociedad pasó sin problemas –salvo el déficit creciente que empiezan a mostrar las cuentas–; también pasó el costoso programa de defensa antimisiles. De los funcionarios inicialmente sometidos a la aprobación del Congreso, había una buena cantidad –como los secretarios de Estado Colin Powell, de Defensa Donald Rumsfeld y del Tesoro Paul O’Neill– que en su momento eran inobjetables, pero también impresentables lobbystas y peces gordos de las finanzas y del petróleo, tales como Harvey Pitt en la Comisión de Valores y Spencer Abraham en el Departamento de Energía, que también pasaron sin traumas el examen de un Congreso profundamente dividido. (El único sapo que los congresistas se negaron a tragar fue el guerrero frío cubano-norteamericano Otto Reich como subsecretario de Estado de Asuntos Hemisféricos, y aun en este caso Bush aprovechó un receso legislativo para instalarlo de facto.)
Hay que entender que los demócratas, después del fiasco de la candidatura de Al Gore y luego de la guerra contra el terrorismo, se encuentran desorientados y profundamente divididos. Lo que más temen es que los estigmaticen como “anti-business”, lo que explica probablemente que hicieran la vista gorda ante los peces gordos como Abraham y Pitt. En circunstancias de tembladeral económico, esas vacilaciones se potencian, porque nadie quiere aparecer como el vocero del pesimismo que precipita la catástrofe. Es decir: se recrean de algún modo las circunstancias del 11 de setiembre, en que un ataque claro y contundente a la seguridad nacional causó un unánime realineamiento nacional en torno del presidente. Los demócratas ya estuvieron a punto de cometer un error cuando pensaron que podían explotar a su favor los fallos de inteligencia previos a los atentados; lo que está ocurriendo sugiere que no se asomarán al mismo error ahora con la economía.
De hecho, Bush puede estar encaminándose a una victoria y no a una derrota. Las inminentes conmemoraciones del primer aniversario del 11 de setiembre serán un formidable podio electoral, y nadie podrá decir que ha sido artificialmente montado. En cierto modo, lo que aventaja a Bush frente a sus demócratas lo asemeja bastante a Carlos Menem: su fuerza motriz es una voluntad de poder tan inagotable como inescrupulosa. Faltan muchos fraudes y derrumbes más para que Bush quede fuera de escena, y esos fraudes ocurrirán después y no antes de las elecciones de la primera semana de noviembre.

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