EL MUNDO › OPINION

La fiesta del cordero

 Por Robert Fisk *

Saddam a la horca. Fue una ecuación fácil. ¿Quién podría haber merecido más la última caminata al patíbulo –ese chasquido del cuello al final de la soga– que la Bestia de Bagdad, el Hitler del Tigris, el hombre que asesinó a cientos de miles de iraquíes inocentes mientras desparramaba armas químicas sobre sus enemigos? Nuestros amos nos dirán dentro de unas horas que fue un “gran día” para los iraquíes y que esperan que el mundo musulmán olvide que su sentencia de muerte fue firmada –por el “gobierno” iraquí, pero en nombre de los estadounidenses– la misma víspera de Eid al-Adha, la Fiesta del Cordero, el momento de mayor perdón en el mundo árabe.

Pero la historia establecerá que los árabes y otros musulmanes y, por cierto, muchos millones en Occidente, se harán otra pregunta este fin de semana, una pregunta que no figurará en los diarios occidentales porque no es la narrativa que nos presentan nuestros presidentes y nuestros primeros ministros: ¿qué pasa con los otros hombres culpables? No. Tony Blair no es Saddam. Nosotros no matamos a nuestros enemigos en una cámara de gas. George W. Bush no es Saddam. No invadió Irán o Kuwait. Sólo invadió Irak. Pero cientos de miles de civiles iraquíes están muertos –y miles de soldados occidentales están muertos– porque los Sres. Bush y Blair y el primer ministro español y el primer ministro italiano y el primer ministro australiano fueron a la guerra en 2003 con un potaje de mentiras y falsedades y, dadas las armas que usamos, con gran brutalidad. Después de los crímenes internacionales contra la humanidad de 2001, hemos torturado, hemos asesinado y hemos matado al inocente –y hemos añadido nuestra vergüenza en Abbu Ghraib a la vergüenza de Saddam en Abbu Ghraib– y, sin embargo, se supone que debemos olvidar esos terribles crímenes mientras aplaudimos el cadáver oscilante del dictador que creamos.

¿Quién alentó a Saddam para que invadiera Irán en 1980 –el mayor crimen de guerra que cometió por eso, condujo a la muerte de un millón y medio de almas– y quién le vendió los componentes para las armas químicas con las que inundamos a Irán y a los kurdos? Nosotros. Con razón los estadounideneses, que controlaban el extraño juicio de Saddam, prohibieron que se mencionara esto, su atrocidad más obscena, en los cargos contra él. ¿No podría haber sido entregado a los iraníes para que lo sentenciaran por este crimen de guerra masivo? Por supuesto que no. Porque eso también expondría nuestra culpabilidad.

Las matanzas masivas que perpetramos en 2003 con nuestros proyectiles de uranio empobrecido y nuestras bombas “antibunkers” y nuestro fósforo, los asedios asesinos post invasión de Faluja y de Najaf, el infierno de anarquía que desatamos sobre las poblaciones iraquíes después de nuestra “victoria” –nuestra “misión cumplida”–, ¿quién será hallado culpable por esto? La expiación que esperamos llegará, sin duda, en las automemorias de Blair y Bush, escritas en el confort y la bonanza del retiro.

Horas después de la sentencia de muerte de Saddam, su familia –su primera mujer, Sajida, la hija de Saddam y otros familiares– habían perdido la esperanza. “Todo lo que se pudo hacer, se ha hecho, sólo podemos esperar que el tiempo tome su curso”, dijo uno de ellos anoche. Pero Saddam sabía, y ya había anunciado, su propio “martirio”: todavía era el presidente de Irak y moriría por Irak. Todos los hombres condenados se enfrentan a una decisión: morir con una última humillante súplica de piedad o morir con cualquier tipo de dignidad con la que se puedan envolver en sus últimas horas en la tierra. Su última aparición en el juicio –esa tibia sonrisa que cubría el rostro de asesino masivo– nos mostró cuál camino intentaba recorrer Saddam hasta el cadalso.

He catalogado sus monstruosos crímenes a través de los años. Hablé con los sobrevivientes kurdos de Halabja y los chiítas que se levantaron contra el dictador a pedido nuestro en 1991 y a quienes traicionamos, y cuyos camaradas, en decenas de miles, junto con sus esposas, fueron ahorcados como pájaros por los verdugos de Saddam. Anduve por la cámara de ejecuciones de Abbu Ghraib –sólo meses, luego se supo, después que nosotros hubiéramos usado la misma prisión para torturas y matanzas nuestras– y he visto a los iraquíes sacar a miles de sus parientes muertos de las fosas comunes en Hilla. Uno de ellos tenía una cadera artificial recientemente insertada y un número de identificación en su brazo. Había sido llevado directamente del hospital a su lugar de ejecución. Como Donald Rumsfeld, hasta estreché mi mano con la del dictador, suave y húmeda. Sin embargo, el viejo criminal de guerra terminó sus días en el poder escribiendo novelas románticas.

Fue mi colega, Tom Friedman –ahora un columnista mesiánico para el New York Times– quien pescó perfectamente el carácter de Saddam justo antes de la invasión de 2003: Saddam era, escribió, “en parte Don Corleone, en parte el Pato Donald”. Y en esta definición única, Friedman plasmó el horror de todos los dictadores: su atracción sádica y la naturaleza grotesca, increíble de su barbarie. Pero no es así como lo verá el mundo árabe. Al principio, aquellos que sufrieron la crueldad de Saddam estarán contentos con su ejecución. Cientos quieren tirar de la palanca del verdugo. Como lo harán muchos otros kurdos y chiítas fuera de Irak. Pero ellos –y millones de otros musulmanes– recordarán cómo fue informado de su sentencia de muerte la madrugada de la fiesta de Eid al-Adha, que rememora el sacrificio de Abraham de su hijo, una conmemoración que hasta el odioso Saddam cínicamente usaba para celebrar la liberación de los prisioneros de sus cárceles.

“Entregado a las autoridades iraquíes” puede ser que lo haya sido antes de su muerte. Pero la ejecución quedará –correctamente– como un asunto estadounidense y el tiempo le añadirá su falso pero duradero brillo a todo esto: que Occidente destruyó un líder árabe que dejó de obedecer las órdenes de Washington, que a pesar de todas sus maldades, Saddam murió como un “mártir” por voluntad de los nuevos “Cruzados”. Cuando fue capturado en noviembre de 2003, aumentó en ferocidad la insurgencia contra las tropas estadounidenses. Después de su muerte, nuevamente redoblará en intensidad. Liberados de la más remota posibilidad de que Saddam regrese de su ejecución, los enemigos de Occidente en Irán no tienen razón alguna para temer el regreso del régimen baasista. Osama bin Laden seguramente se alegrará, junto con Bush y Blair. Tantos crímenes vengados.

Pero se habrá salido con la suya.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12. Traducción: Celita Doyhambéhère.

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