EL PAíS › OPINIóN

Delitos de lesa humanidad y delitos políticos

 Por Leopoldo Schiffrin *

Largos años he venido ocupándome del crucial tema de los delitos del Derecho de Gentes, que incluyen los delitos de lesa humanidad y una de cuyas características principales es que no pueden prescribir, o sea que la acción penal puede ser ejercida contra ellos en todo tiempo (por ejemplo, los crímenes de exterminio masivo del nazismo). Otra característica esencial de los delitos del Derecho de Gentes consiste en que son perseguibles por los tribunales de todo los países (jurisdicción universal).

Pero ¿cómo se puede enfocar esta categoría del Derecho de Gentes? Esta pregunta es especialmente importante, ahora, porque se comienza a observar en nuestro medio la desnaturalización de esta categoría fundante de consecuencias jurídicas de la entidad que hemos expresado (imprescriptibilidad, jurisdicción universal y varias más, sobre todo, que no rija en su ámbito la definición del delito por la ley previa, escrita y estricta).

La idea de que existen delitos previos a la ley estatal y que ofenden con gravedad extrema las posibilidades de existencia y desarrollo de la sociedad universal tiene su fuente más expresiva en Grocio, el padre del derecho internacional en el siglo XVII. Esa idea de Grocio se concretó a través de un proceso histórico, cuya primera aparición efectiva como derecho generalmente admitido por la comunidad universal moderna se encuentra en el Tratado de Versailles, sigue en el Estatuto del Tribunal de Nüremberg, en la fundamentación del proceso de Eichmann, en los Tribunales Especiales creados por las Naciones Unidas para la ex Yugoslavia y para Ruanda. Culmina con el Estatuto de Roma, que crea la Corte Penal Internacional y contiene un catálogo de distintos delitos que caben en su jurisdicción y que, a grosso modo, cabe dividir entre crímenes de guerra y crímenes como el genocidio, la desaparición forzada de personas, las torturas o las persecuciones y ejecuciones masivas cuando son perpetradas con el empleo del aparato estatal o de organizaciones que dominan un territorio en forma similar a la que lo haría un Estado.

La masividad de los crímenes y el empleo de medios estatales o cuasiestatales hacen de ellos una amenaza grave a las condiciones de subsistencia y desarrollo de la comunidad universal, visión que ha surgido, como aspiraba Alberdi en su obra El crimen de la guerra, como el producto de un cierto desarrollo de la conciencia humana universal, por más que aún nos hallemos en un grado incipiente de la misma.

En este punto conviene agregar que la masividad de los crímenes de lesa humanidad es una característica que da lugar a la aparición en la historia de una determinada categoría, como por ejemplo la desaparición forzada de personas o a la tortura generalizada. Empero, una vez que estos factores demoníacos comenzaron a operar y culminaron su obra, la reacción de la sociedad universal puede expresarse en la creación de sistemas de prevención y represión que deben ponerse en movimiento frente a casos individuales, justamente para evitar su repetición. Tal ocurre con la Convención contra la Tortura y su Protocolo Adicional y también respecto de la normativa sobre la desaparición forzada de personas. Un caso aislado de tortura o un caso aislado de desaparición forzada de persona aun bajo el mejor régimen de estado de derecho son delitos de lesa humanidad si se los comete desde y con el aparato estatal o cuasiestatal.

Por eso, no comparto la jurisprudencia de la Corte en el caso René Jesús Derecho, de fecha 11 de julio de 2007, en el que se decidió que un solo hecho de tortura cometido por un miembro de la Policía Federal a una persona detenida en una repartición de ese cuerpo no constituye un crimen de lesa humanidad.

Respecto de los delitos atroces y aberrantes cometidos desde el aparato estatal para la conservación de su existencia y finalidades, la tradición liberal, apartándose de la idea absolutista que hacía del crimen majestatis el mayor de todos, ha colocado bajo un régimen especial a los delitos “políticos” o sea inspirados en el fin de lesionar el orden político establecido, cuyo caso revestido de mayor justificación, ya en la tradición escolástica, es el de resistencia a la ocupación extranjera o al poder usurpado.

Es común, según los autores del siglo XIX, que las resoluciones políticas no siempre se logren con simples reuniones tumultuosas sino que también impliquen violencia contra la propiedad y la vida. Autores de esa época enumeran casos como el homicidio de centinelas, el robo de armas en almacenes militares. Además, en las insurrecciones se desatan frecuentemente luchas cruentas entre facciones del mismo campo (por ejemplo, la insurrección judía de los años ’66 o ’70 de esta era que refiere el Bello Judaico de Flavio Josefo, o la insurrección de Irlanda en el siglo XX). La acción misma de combatir implícita en la insurrección popular comporta la posible comisión de homicidios y daños corporales materiales (extraigo estos datos del riquísimo estudio que efectuó hace muchos años el extinto procurador general de la Nación Enrique Carlos Petracchi, padre del actual ministro de la Corte Suprema Enrique Santiago Petracchi, en el caso “Lezcano, Agustín Juan s/homicidio, amnistía, ley 20.508”, de mayo de 1974, que se halla en el pertinente registro de la Procuración General. Allí se efectúan muchas más apreciaciones referidas a los delitos cometidos por convicción y los límites en que es posible considerarlos como políticos; igualmente se repasa toda la jurisprudencia de la Corte referida a las amnistías en relación con el delito político).

Estos delitos de inspiración política fueron característicos de períodos de fuerte ilegitimidad política de los gobiernos militares e inclusive civiles desde 1955, jalonados por distintos tipos de resistencia activa, ya fuera por la insurrección de masas o por acciones de grupos civiles armados.

No se trata, con lo dicho, de justificar cualquier modo de proceder insurreccional, sino subrayar la diferencia entre el exterminio masivo y planificado de enemigos políticos perpetrado desde el Estado y los casos de resistencia e insurrección por fines políticos. El liberalismo político, que se funda en el carácter discutible del orden que se proclama legítimo, supo otorgar a los hechos de la segunda categoría un tratamiento penal diferenciado, que se manifiesta en múltiples matices.

Si quisiésemos erigir en delitos de lesa humanidad los homicidios y daños corporales y materiales provenientes de las circunstancias insurreccionales, que sirvieron de paralelo a los gobiernos en general usurpadores, que, a su vez, no titubearon en utilizar la masacre como medio de represión, finalizaríamos trastrocando todo el sistema del Derecho de Gentes, al extender sus características (imprescriptibilidad, jurisdicción universal, atenuación del principio nullum crimen nulla poena –principio de reserva–) a un campo que solo puede interesar a aquel derecho universal cuando la represión del Estado adquiera las características que justifican la intervención externa a fin de su cesación o represión.

* Juez de la Cámara Federal de La Plata.

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