EL PAíS

Los alimentos dejaron de llegar a los comedores

La provincia de Buenos Aires y las intendencias dejaron de proveer alimentos a los comedores que atienden a miles de desocupados. Los encargados piden en los barrios y cocinan cuando pueden.

 Por Laura Vales

La mujer usa el Tramontina como un arma a repetición. Está inclinada sobre la mesa, cortando en pedazos un zapallito y lo hace con golpes tan secos y rápidos sobre la tabla que mete estruendo y hay que levantar la voz para que escuche. Pareciera que todo lo que le importa en el mundo es despedazar primero este zapallito y después otro. Cuando termina con uno, saca el siguiente de la fuente y vuelve a empezar.
–Hacemos todos los días sopa. Arroz o fideos, como para pensar en un guiso ya es muy difícil de conseguir –contesta cuando no queda ni una sola verdura en la mesa.
Página/12 le ha preguntado qué es lo más difícil y la inesperada respuesta fue: “Conseguir arroz o fideos”. La cocinera se llama Lidia Aparicio y el comedor El Milagro es uno de los miles que brotaron en los últimos dos años en el conurbano, a medida que los vecinos quedaron sin trabajo y la estrategia de agruparse para armar una olla común se generalizó. Pero en las últimas semanas la situación bajó un escalón más.
El gobierno dejó de mandar mercadería. Si se esmera, Delia Mendoza -responsable de la olla y militante de la Corriente Clasista y Combativa– todavía logra recordar los 10 kilos de fideos que llegaron en noviembre para cuatro comedores como éste. El Milagro es chico y por lo tanto débil frente a cualquier gesto de discrecionalidad de los que distribuyen la asistencia alimentaria. Pero la lista de los que están así es larga: en Quilmes los ocho comedores dejaron de recibir alimentos en diciembre, informó Eduardo Aguilera. En La Matanza, según Luis D’Elía, desde la última entrega de alimentos para los desocupados de la Federación de Tierra y Vivienda y los de la CCC transcurrió el mismo tiempo; este jueves fueron a reclamar a la intendencia y les dijeron que mejor se olvidaran (ver aparte). En Cáritas, que maneja una red más extensa y afiatada, también dicen que el atraso para sus comedores acumula dos meses.
En el gobierno bonaerense admiten que existe un retraso en los envíos de fondos y aseguran que ya se empezaron a librar partidas para solucionarlo (ver aparte). Habrá que ver si efectivamente ese dinero aterriza en destino. Mientras tanto, cocineros y comensales están apelando al último de los recursos disponible: pedir por el barrio. Las mujeres se organizan y salen en grupo desde las ocho de la mañana a recorrer almacenes y verdulerías. Los hombres, encargados del fuego, caminan buscando maderas, ramas secas y papel. El menú del día es lo que se consiga meter en la olla al final del recorrido. El viernes no hubo donaciones y El Milagro no funcionó. Mala suerte.
De caída en caída
Lo que más impacta al recorrer esta zona de Berazategui, ubicada en el segundo cordón del conurbano bonaerense, es que no hace falta meterse por calles de tierra ni llegar hasta el corazón de los asentamientos para encontrar comedores y comensales en dificultades.
La casa donde funciona este comedor es un chalecito de ladrillos a la vista, con techos de tejas rojas y jardín al frente. El vecindario es de clase media baja, de esos a los que en otros tiempos se hubiera llamado barrio obrero. Sobre la calle asfaltada las viviendas son de material, con pequeñas cercas al frente y canteros con plantas. Aquí hay electricidad y de las canillas sale agua potable.
Los que están cortando verduras o prendiendo el fuego tampoco entrarían en la categoría de pobres estructurales. Lidia Aparicio, madre de dos chicos, hasta hace unos años alquilaba un departamento en La Boca y trabajaba en la fábrica de golosinas Noel; perdió ese trabajo pero consiguió otro en la General Electric. Cuando eso también se terminó,encontró una vacante en una empresa de servicios y limpió oficinas en un edificio de YPF. Después no quedó ni eso y empezó a coser para afuera. En medio de uno y otro resbalón, desde el trabajo estable al precario y del sueldo fijo a las changas, no pudo seguir pagando el alquiler. Se mudó a Berazategui. Como cocinera de El Milagro, consiguió un plan de empleo para desocupados; hace cinco meses que no se lo pagan.
Mingo, el dueño de casa, es plomero y gasista. Trabajó en la construcción, compró el terreno hace más de 15 años y en el período dorado del ‘91 al ‘93 construyó la casa con jardín delantero. Actualmente es desocupado y no tiene changas a la vista. Todos los demás (como Carmen Zelarrayán, Sandra Ortiz y Doris Britos) conocieron tiempos mejores.
A las 10.30 de la mañana se desparrama sobre la mesa lo conseguido: dos alas de pollo que entregó el carnicero de la calle 21 con nostalgia anticipada, las verduras que separaron después de un examen minucioso en la verdulería, algo picadas pero comestibles, una bolsa de huesos donación del frigorífico y seis planchas de ravioles que con el corazón estrujado cedió la dueña de una fábrica de pastas.
La receta del día es por lo tanto sopa con ravioles: se pica y ralla la verdura, se la hace hervir con los huesos y en los últimos minutos se agregan las seis cajas de ravioles que se repartirán a suerte y verdad entre unas cincuenta personas.
El comedor funciona sobre lo que quedó de un país que fue otro: el chalecito con su techo de tejas, los buenos modales para pedir, la disposición a sentarse a redactar un nuevo petitorio para la intendencia y confiar en que el método va a dar resultado. “Acá”, apuntan en la rueda, “el que no protesta es como un muerto, no existe”.
Sin ventas no hay donaciones
La tranquilidad de este jueves de sol es sólo una apariencia. Uno de los principales problemas es que con la falta de ventas, los comerciantes se ponen más duros antes de soltar nada. A una cuadra de El Milagro la conducta es explicada con la lógica más pura: “Si doy un paquete de arroz, pierdo la ganancia de la mañana”, dice un almacenero sobre la calle 21.
El dinero es un bien escaso y más que billetes se ven créditos de los clubes de trueque. Buscados inicialmente como el lugar para proveerse de ropa y artículos de segunda necesidad, la tendencia es que cada vez el trueque se utiliza más para proveerse de alimentos. “Si alguien tiene diez pesos, más que comprar cualquier cosa en el almacén le conviene ir a un hipermercado y llevarse cantidades de cualquier producto en oferta; por ejemplo, bolsas de azúcar o de harina”, explica Mingo. “Después en el club esas bolsas de azúcar se cambian a un mayor valor y volvés a tu casa con más mercadería que la que hubieras comprado en el almacén de la esquina”.
“Sé que esto va a cambiar porque no puede seguir así”, opinará Carmen con una seguridad que envidiaría cualquier ministro de Economía. Otros están convencidos de que “Berazategui no es como en otros lugares” y la salvación viene en camino; recuerdan figuras políticas de la zona que han ganado peso o subrayan que “ahora tenemos un presidente de la provincia”.
Son casi las tres de la tarde y por el comedor ya pasó el vecindario. Lidia, Sandra y Carmen limpian la olla, le sirven a un perro amarillo que custodia la casa lo que quedó en el fondo y se despiden hasta el otro día. A las ocho de la mañana comenzarán el mismo recorrido; con algo de suerte, al mediodía el comedor estará en pleno funcionamiento.

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No hace falta ir a los barrios más pobres. En zonas de la otrora clase media ya hay comedores populares.
Desde hace dos meses no reciben los alimentos que enviaban las autoridades.
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