EL PAíS › OPINION

La caída del viejo régimen

 Por Leonardo Moledo

Uno de los enigmas que desveló a los historiadores fue encontrar una explicación a la extraordinaria violencia que signó cada uno de los pasos de la Revolución Francesa. Cuando se cumplió el bicentenario de la Toma de la Bastilla, celebrada en toda Francia y de alguna forma en todo el mundo, hubo una intensa polémica al respecto. Naturalmente, no se llegó a ninguna conclusión certera y, con casi total seguridad, no podría haberse llegado a ninguna. Pero hay algunas pistas.
Al acercarse el año 1789, la distribución de la riqueza en Francia no solamente era injusta sino irritante; el peso de los impuestos caía exclusivamente sobre la población en general, burguesía y campesinado, mientras que la clase dirigente estaba exenta de ellos. “En Francia no hay impuestos a la riqueza, hay solamente impuestos de los que uno se libra a fuerza de riqueza”, decía Turgot, uno de los ministros de Finanzas de Luis XVI. Al mismo tiempo, esa misma clase dirigente llevaba en Versalles un tren de vida rumboso que pesaba por cierto sobre el erario –un cinco por ciento del presupuesto–, pero no era el factor decisivo del déficit fiscal, aunque los mismos beneficiarios se encargaban de que lo pareciera. La corrupción entre la dirigencia tampoco era la causa de la bancarrota general, pero se la ostentaba imprudentemente y cada tanto los escándalos cortesanos que en cierta forma la corte publicitaba alimentaban la maquinaria del odio.
Cuando se convocó a los Estados Generales, proliferaron los panfletos y “cuadernos” en los que los diversos estamentos de Francia, y en especial su clase media, la burguesía, planteaban sus bastante modestas exigencias: justicia independiente, respeto a la propiedad, cese de las arbitrariedades de la aristocracia dominante, respeto a la ley, limitaciones a la corte. Sièyes, en un cuaderno que causó sensación, se preguntaba: “¿Qué es el Tercer Estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta ahora? Nada. ¿Qué es lo que pretende ser? Algo”. No era demasiado, pero la clase dirigente no lo tuvo en cuenta. Al inaugurarse los Estados Generales, el discurso del trono fue harto vago, limitándose a generalidades sobre la prosperidad y el futuro de Francia. El rey se retiró; la nobleza y el clero salieron con él, el tercer estado permaneció en su sitio sin que nadie de la corte prestara demasiada atención a su humor sombrío. Pocos días más tarde, el tercer estado se constituía en Asamblea Nacional y proclamaba que, el día en que se disolviera, cesaría en Francia toda percepción de impuestos que no hubiera sido votada por esa misma asamblea. Los barrios de París (las secciones) empezaban a organizarse y movilizarse.
Pero lo que impresiona cuando se recorren las jornadas de la Revolución Francesa es la increíble miopía y el estúpido empecinamiento de la clase dirigente: no oían, no veían y, desde ya, no olfateaban nada, mientras se dirigían hacia el desastre y arrastraban a Francia con ellos. Permitían que jueces corruptos les garantizaran los juicios y los privilegios, y derrochaban delante de la nariz de los que carecían de todo. Jugaban con harina mientras el país pasaba hambre y se lo hacía saber, imponían privaciones y trabajos de los que eran inmunes, duplicaban los gastos de sus fiestas y se encargaban de que todos se enteraran. “¿Cómo encontráis mis fiestas?”, preguntaba el rey. “Ah, Majestad, ¡impagables!”, contestaba un ministro.
Y es que desde hacía tiempo ya, la clase dirigente había perdido todo contacto con la nación, con el país real. Ya no representaban a nadie, ya no simbolizaban nada, ya no decidían nada, ya no cumplían ninguna función, real o simbólica, ya eran incapaces de tomar ninguna decisión que sacara a la nación del atolladero y, lo que era peor para ellos, la nación se daba cuenta, aunque ellos, desde luego, no. Encerrados en sus carrozas y sus fiestas, abroquelados en un autismo impasible y consecuente, que ni siquiera protegía sus propios intereses de clase. Tampoco bastaron los primeros hechos de violencia, como la insurrección de los barrios de París, la sangrienta toma de la Bastilla y el virtual linchamiento de susdefensores los convencieron de que algo había que aflojar. La misma corte estaba construyendo la guillotina, a cuyo pie, quizás, entendieron lo que pasaba.
Es difícil comprender por qué razón surgen, aquí y ahora, este tipo de asociaciones, petulantes y arbitrarias como cualquier asociación histórica, mientras se ve el cuerpo del país devorado por ejércitos de bacterias y no se sabe si los movimientos que aparecen son la señal de algo nuevo, o simplemente esas contracciones musculares provocadas por el calor que hacen, a veces, que un cadáver se agite en el cajón dando la última apariencia de vida.

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