EL PAíS › PRIMERA CONFLUENCIA ENTRE PIQUETEROS Y CACEROLEROS.EL DESAFIO DE LA CORTE

Algo está podrido en Tribunales

Convivencia entre el piquete y la cacerola. Las movilizaciones por venir. Duhalde y la unidad nacional. La Marcha de la Esperanza: un gesto parroquial. La irresponsabilidad de la Corte. La distracción del Gobierno.

 Por Mario Wainfeld

“La verdadera medicina (–) comienza con el conocimiento de las enfermedades invisibles, vale decir de los hechos de los que el enfermo no habla ya sea porque no tiene conciencia de ellos o porque olvida comunicarlos. Sucede lo mismo (...) con las verdaderas causas del malestar que solo se expresa a la luz del día a través de signos sociales difíciles de interpretar por ser, en apariencia, demasiado evidentes.”
Pierre Bourdieu.

“Piquetes y cacerolas/ la lucha es una sola” se oyó cantar el lunes en las tórridas calles porteñas, lo que no estuvo nada mal. La consigna adunó nuevas formas de movilización política y remató bien los gestos que gente sencilla prodigó a gente sencilla (un vaso de agua fresca, unas ollas con mate cocido y primero que todo el reconocimiento mutuo). De ahí a una alianza policlasista media un campo pero todo camino histórico se hace al andar y –de ordinario– andando a los tumbos y tropezando a menudo.
No ha faltado gente en la calle en los últimos 18 años. Pasadas las primeras euforias de la restauración democrática, las Felices Pascuas y agostado el carisma de Saúl Ubaldini, predominaron las marchas por reivindicaciones locales, sectoriales, defensoras en general de derechos adquiridos sojuzgados. Reclamos en algún sentido fincados en el pasado. Cuando se exigió justicia para los asesinos de María Soledad, de Carrasco o de Cabezas se pidió antes la restauración del orden que la generación de nuevos estatutos o un “cambio de régimen”.
Los movimientos de desocupados, apodados coloquialmente “piqueteros”, rompen esa tradición toda vez que postulan la incorporación de un nuevo sujeto a la arena pública. Tan nuevo es el desocupado como titular de derechos precisos y promotor de organización que de las tres centrales de trabajadores una sola (la CTA) los incorpora cabalmente en su organización, sus propuestas y –last but not least— su distribución de poder interno.
Los caceroleros tienen como primer núcleo de pertenencia la reacción por la conculcación de un derecho adquirido: su propiedad, que para las gentes de trabajo suele emparentarse con la autoestima y hasta la vida misma. Pero si su alfa es la propiedad de los ahorros, su despliegue viene siendo fenomenal y su omega está abierto a varios finales. En un puñado de semanas logró la apropiación del espacio público, la generación de una forma de protesta simpática y eficaz y una cuota de poder inédita. Habrá que ver si ese naciente movimiento social, en el que miles de personas probaron –o recuperaron– el sabor de lo colectivo, de la dinámica de las asambleas, perdura más allá de su reclamo original. Pero la oreja puesta en el piso, y la memoria histórica, postulan que una vez que un colectivo social pisa la calle no la abandona así como así y usualmente prospera y amplía sus discursos, sus relatos, sus alianzas.
Como fuera, personas distintas, reclamos distintos ocupan el ágora y evocan a su modo antiguas sabidurías y épicas. Los gobernantes saben que deben dialogar con todos, atenderlos porque son –cada uno en sus proporciones– actores con cierto grado de poder.
También saben que las calles y las rutas pueden albergar –muy, muy pronto– actores acaso más tradicionales: los pobres o empobrecidos huérfanos de organización piquetera y los asalariados (¿se acuerdan?) que, en el primer mes de la administración Duhalde estuvieron tranquis pero sobre quienes llamean problemas surtidos. No todas las empresas podrán pagar los sueldos de enero –y no faltarán algunas que pudiendo no lo hagan por presionar al Gobierno–, el propio Estado deja sin trabajo a miles de contratados y el conflicto social más clásico de la Argentina del Siglo XX está en gateras. ¿Es posible que esas protestas sectoriales cuajen en un proyecto común, una escala superior de las consignas de unidad? Surge ahí el desafío a la política. “Sin el concurso integrador de la mediación política –escribe el economista Enrique Aschieri–, cada sector agarra para su lado e intenta imponer sus intereses al resto. Esta realidad pide a gritos la constitución de un movimiento que exprese la acumulación de capital a escala nacional. Eso es lo nuevo.”
Lo nuevo no cuaja bien con las representaciones políticas y corporativas heredadas de la década del 50. Más allá de sus traiciones y agachadas (nada escasas) si el peronismo intentara –como antaño– expresar a los asalariados y la burguesía nacional quedaría emblocado en una incómoda minoría. Y si el radicalismo se empecinara en ser el campeón de las clases medias en avance, estaría aún más solo que ahora. A su modo, otro tanto ocurre con la UIA, con las múltiples entidades “del campo” y aún con las dos CGT. La dirigencia argentina atrasa y también atrasan los colectivos que la aglutinan.
Si se cristaliza la situación actual, todo es imposible. Ni por asomo pueden satisfacerse las –por lo común legítimas y en muchos casos modestas– demandas sectoriales. El brete financiero funciona como metáfora de la realidad global: lo disponible no alcanza ni por asomo para respetar, tan siquiera, los derechos adquiridos.
Unidades y trincheras
Fundacional de prepo y de pálpito es la actual coyuntura. La Argentina, en medio de una crisis fenomenal, adoptó (o se topó, tanto da) un puñado de decisiones estratégicas: salir de la convertibilidad, devaluar, ir a Mercosur, recomponer su estructura productiva. Culturalmente un tramo no menor de su población descubrió, en carne propia, verdades que para sectores más politizados son muy viejas: los antagonismos de intereses con el establishment local y con las recetas de los organismos internacionales.
Tamaños cambios, que en cualquier otra contingencia serían auspiciosos, exigen del Gobierno una aptitud esencial: la de señalar un nuevo rumbo, que engendre esperanzas y actividad. Para que la gente deje de patear las puertas de los bancos, es necesario convencerla de que tiene algo mejor por hacer.
¿Está Eduardo Duhalde, consciente y a la altura del desafío? La primera parte de su discurso del viernes, aquella en que aludió a la ciclópea deuda social argentina, lo ubica en el buen camino. Quienes lo rodean no lo dudan. “Sabe que se juega todo, que es el Presidente de la reconstrucción o no será nada.” “No piensa en elecciones ni en el 2003”, dicen muy cerquita de él, en la Rosada.
La oratoria del Presidente, que luce un estilo llano y coloquial, tiene una patente –seguramente consciente– semejanza con la que desplegó Juan Perón, en especial en su regreso en 1973.
Como aquél, Duhalde alude a un país en ruinas y extrema su desapego acerca de su pertenencia de origen. Cunde en sus palabras el alejamiento del peronismo. Como el General, relega a “la política” a un segundo lugar. Perón se autoelogiaba definiéndose como “un conductor”. Duhalde elige para referenciarse su aptitud para “gestionar”.
En sus últimos tiempos Perón generó una perpetua paradoja: la de proclamar la unidad nacional y conducir, por decir lo menos con ahínco y crueldad, una de sus facciones. El sociólogo Horacio González describió como nadie esa tensión cuando escribió “buscaba la unidad y cavaba trincheras”.
La diferencia sideral entre el fundador del peronismo y Duhalde es su legitimidad de origen. Un tesoro que Perón desenterraba cada vez que alguien confrontaba con sus decisiones y al que Duhalde no puede acudirporque sencillamente no lo tiene. Toda su apuesta, que él verbaliza pero que no siempre asume, es a la legitimidad de ejercicio. Una especie de videogame acelerado en que un eventual avance se “premia” pasando a “otra pantalla” erizada de nuevas dificultades y en el que un fracaso es game over. Lo que lo somete a un nivel de exposición y de precariedad que no padeció ningún presidente argentino de las últimas dos décadas.
Esperanza marchita
Se dice que el Presidente no siempre desempeña su rol “ecuménico”, la Marcha de la Esperanza es un ejemplo cabal. Surgida de la más clásica lógica partidaria, una marcha del peronismo de su provincia parecía una movida factible para un presidente “normal”. Pero es más que improbable que Duhalde hubiera “ganado la calle” si decenas de miles de peronistas lo vivaban en Plaza de Mayo. Más allá de los riesgos de choques e incidentes, la iniciativa revelaba inadecuación al perfil que el Presidente decidió cultivar y que es su mejor baraja, a fuer de única.
Las razones de sus compañeros de provincia eran –cómo decirlo– de una anacrónica racionalidad. La imagen positiva de Duhalde, según encuestas propias, había bajado en un par de semanas 10 puntos, de 40 a 30. La iniciativa política parecía perdida y en la calle todos fungían de opositores. Se pensó en el peronismo bonaerense como un recurso. Ese peronismo que –bueno es recordarlo– fue un bajo techo para Duhalde aun dentro de su propio partido, a punto tal que en sucesivas elecciones debió acudir a Chiche y luego a Carlos Ruckauf para dar atractivo a sus listas electorales. El punto es que Duhalde no tiene caudal propio que lo valide y lo suyo es conmover a los otros. Desdichado hubiera sido que achicara las fronteras que él mismo se fijó justo cuando piqueteros y caceroleros intentan ampliar las suyas.
Dirigentes bonaerenses, con el proverbial Manuel Quindimil y “el Vasco” Otacehé a la cabeza, miembros del gabinete como Aníbal Fernández y Graciela Giannettasio fueron los impulsores de la medida. Duhalde la avaló pero tuvo in extremis el tino de rectificarse, tras escuchar otras voces de su equipo de gobierno (Remes Lenicov el primero) y los preocupados telefonazos de los obispos Jorge Casaretto y Juan Carlos Maccarone.
La Marcha de la Esperanza resultó aún más desubicada si se sopesa que mientras el Gobierno la preparaba o controvertía, la Corte le estaba preparando un golpe de furca.
El que avisa es traidor
El Gobierno había recibido avisos de los supremos. Oscar Lamberto los había escuchado una quincena atrás. Y debía estar alerta una vez que escaló las hostilidades en la Comisión de Juicio Político. La hipótesis de conflicto estaba en las charlas de gabinete. Y el propio presidente le preguntó sobre el particular a Jorge Vanossi el martes. El ministro de Justicia aseguró que el fallo no era inminente.
La jugada de la Corte, de inusitada gravedad e irresponsabilidad, se deja describir bien con la expresión “golpe institucional” que el Gobierno usó intramuros y para conversaciones informales pero que no llegó a verbalizar en público.
Los discursos del Presidente del viernes y sábado (éste algo más preciso y duro) revelan una voluntad de no extremar el debate público con la Corte. La decisión complementaria –algo tardía pero correcta– es apurar el juicio político de un tribunal que afrenta a la comunidad.
“Normalidad” y “juridicidad” proponen desde el oficialismo para proseguir con la situación. Válida es la apuesta a la juridicidad en un país que ha padecido mucho su carencia. Pero la alusión a la normalidad es tal vez equívoca en una situación de perpetua emergencia pues corre el riesgo de emparentarse a la inacción o a la lentitud. Discutir si la Corte obró movida solo por su propio miedo y sus miserias o si medió una conspiración con otros actores políticos es tentador pero tal vez poco pertinente. Lo innegable es que en la Argentina existe, al acecho, una coalición dolarizadora que tiene su proyecto de país, muy dudosamente compatible con cualquier forma de democracia y mucho menos con la especialmente dinámica y hasta jacobina que cunde por acá. Esa coalición que ofrece como anzuelo a los incautos la liberación de los plazos fijos (lo mismo que la Corte) está vivita y coleando, al acecho y es la beneficiaria obvia de la entropía que desató la decisión judicial del caso Smith.
La debilidad institucional está en el código genético de este Gobierno y el fallo de la Corte tensó la cuerda indebidamente. El Presidente la cuestionó con claridad pero quizá debió ser más contundente. Toda opción discursiva es opinable: a ojos de este cronista Duhalde debió ser más drástico y acusar de golpistas a los golpistas.
Hoy lanza su plan económico y espera, azogado, una semana que –como todas– amenaza ser crucial, difícil e irrepetible.
Gobernar la Argentina es una tarea insalubre, pletórica de escollos. “La gente”, para colmo, solo destina quejas e insultos a los políticos. Y sin embargo, haciendo prosa sin saberlo está esperando que alguien –como sugiere el epígrafe– le diagnostique su verdadero mal, del cual dan parcial cuenta sus actuales síntomas.
Alguien que proponga una síntesis mejor, un nuevo proyecto de país, lo que solo puede lograr la política. Claro que es muy arduo hacerlo desde la Rosada, ese arco gigantesco al que todos se obstinan en patearle penales.

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