EL PAíS › OPINION

Los cálculos fallidos y el enigma de la oposición

 Por Edgardo Mocca

Cierto estado de desconcierto y de impaciencia recorre el mundo de la oposición mediático-política. Los cálculos veraniegos auguraban que a esta altura del año el Gobierno habría entrado en su definitivo colapso, abrumado por las derrotas parlamentarias, desfinanciado y privado de herramientas esenciales para pilotear la economía. No era Mercedes Marcó del Pont la presidente del Banco Central que se preveía para esta altura del año. En la mesa de arena de la derecha no figuraba la decisión de la refinanciación de las deudas de las provincias ni el avance del desendeudamiento, obturado por la descontada anulación de los DNU que disponían el uso a esos efectos de una parte reducida de las reservas acumuladas en el Banco Central. La imagen de la presidenta argentina representando a América latina en el encuentro con la Unión Europea, ante la presencia de Néstor Kirchner como autoridad principal de la Unasur, no entraba ni en las peores pesadillas de quienes pasean por el mundo predicando el “aislamiento argentino”.

Esta derivación de la situación influye en cada uno de los acontecimientos. Los asesores publicitarios de Mauricio Macri, por ejemplo, hacen bien en recomendarle al jefe de Gobierno que instale su respuesta mediática a la crisis político-judicial en la que está envuelto en términos de ataque furioso al gobierno nacional. Si el tema deja de ser la supuesta conspiración kirchnerista y el espacio es ocupado por la sucesión de hechos políticos que desembocaron en su procesamiento, el panorama se oscurece inevitablemente para el político-empresario. La tarea de demostrar que no tiene nada que ver con un operativo de espionaje telefónico en el que está involucrado el comisario que él designó para encabezar la Policía Metropolitana y también su padre (de Mauricio), quien reconoce haber contratado los servicios de espionaje para perjudicar a su yerno, parece bastante complicada. Lo mejor, entonces, es politizar el caso, colocarse en el lugar del acusador y especular con el antikirchnerismo en el que está seguro de ser acompañado por los principales medios de comunicación.

Pero, claro, el cambio de la situación no lo ayuda. Una cosa es sentar en el banquillo de los acusados a un gobierno en el pico de su desgaste y aislamiento y otra es hacerlo en tiempos que hasta sus adversarios más enconados reconocen como de un grado importante de recuperación. Macri está posicionalmente obligado a asumir el papel de halcón, cuando buena parte de la oposición política parece advertir que el juego del rechazo sistemático al Gobierno alcanzó su límite y es necesario abandonarlo, por lo menos provisoriamente. En tiempos de Bicentenario, mundial de fútbol en ciernes y economía creciendo a más del 5 por ciento anual, los llamados a la desobediencia civil no prosperan fácilmente.

Macri cuenta con tres elementos principales a su favor. Los medios de comunicación dominantes lo apoyan; su expectativa electoral sigue siendo relativamente importante y cuenta con un bloque legislativo que lo ampara de la posibilidad de un juicio político. Pero ninguno de esos factores será inmune a la eventual complicación que pueda surgir de los elementos probatorios de la causa. Si se produjera esa complicación, no tardaría en debilitar su imagen pública y, en esas condiciones, ni la fidelidad de las empresas mediáticas ni la de su tropa parlamentaria podrían considerarse datos duros e inmodificables. En esa hipótesis, la suerte de Macri pasaría a depender del curso de la lucha política general: concretamente de la posibilidad de la oposición de someter al Gobierno a un vendaval político de las proporciones que tuvo la disputa en torno de las retenciones móviles. Por eso, Macri no puede volver a su inocente discurso consensualista y tecnocrático, está estructuralmente obligado a ocupar un rol de contestación antigubernamental extremo. Hasta ahora el Gobierno no le ha facilitado la tarea de autovictimización.

La dura situación de Macri, en el contexto de la estabilización política del Gobierno, acentúa el interrogante por el futuro de la oposición. Si el juego del rechazo sistemático comporta el riesgo de la pérdida de credibilidad pública, el terreno de la construcción de algún grado de unidad orgánica de la oposición se vuelve resbaladizo. ¿Por qué la oposición luce tan débil y desorientada después de un resultado electoral genéricamente tan favorable como el de junio de 2009? Hay una respuesta fácil que no por eso deja de ser plausible: no les conviene la unidad porque cada uno de los líderes está pensando en su propia candidatura para las presidenciales del año que viene. Es así. Pero hay una cuestión un poco más profunda que condiciona la debilidad de la oposición. Podríamos llamarla la imposibilidad de pasar de la contestación puntual y episódica a un planteo consistente sobre el país al que se aspira. De un modo un poco más sofisticado, podría hablarse de los problemas para construir una hegemonía alternativa. Es decir, la posibilidad de identificar los intereses de un sector social y político con el bien del conjunto. El punto más alto alcanzado en ese sentido fue el conflicto con las cámaras de productores agrarios. En medio de un gigantesco alboroto mediático, surgieron voces que insinuaron un proyecto político: el de abrir paso a un modelo económico estrictamente centrado en la producción sojera y en el valor agregado que pudiera estructurarse a su alrededor. De modo que había que dejar de “castigar al campo” y a las provincias más prósperas, abandonar el asistencialismo social y apostar al derrame social hacia abajo de la prosperidad agraria.

No es imposible el triunfo de un proyecto de esa naturaleza. Después de todo, fue ése el ambiente de época en el que el país celebró su primer centenario hoy tan añorado por algunos ante tanta división y “crispación” social. Pero el avance de ese proyecto demanda una precondición: una crisis devastadora que derrumbe al “viejo régimen”. De hecho ése es el sueño de los que profetizan tiempos de hiperinflación. Nadie puede olvidar que el más ambicioso y exitoso programa de reestructuración neoliberal en la Argentina necesitó del prólogo del incendio hiperinflacionario de 1989. Ahora bien, predicar ese escenario para el futuro próximo no es lo que se dice simpático en términos de opinión pública. Mucho menos lo es aparecer fogoneando las condiciones de una crisis. Y peor aún frente a las imágenes de una crisis europea que tiene mucho parecido de familia con la descomposición de nuestro “mundo feliz” neoliberal acaecida a comienzos de este siglo. Hacer causa común con los fondos buitres en momentos en que el país renegocia la deuda remanente, apostar a la desfinanciación del Estado nacional, fomentar el clima inflacionario con ocultamientos y mentiras es una estrategia políticamente riesgosa. No tanto para ciertos columnistas y sus patrones, aunque hay que reconocer que ponen en juego –y pierden– parte de su alicaída credibilidad. Pero lo es mucho más para políticos que aspiran al voto popular. Por eso asistimos a una curiosa saga: los comunicadores del establishment piden más energía a los políticos de la oposición y éstos se niegan a inmolarse en el altar del interés de los grandes grupos concentrados.

El panorama muestra, entonces, a un Gobierno con muchas dificultades para recuperar una masa crítica de apoyos que le permita luchar por su continuidad después de 2011 y una oposición que no conforma un proyecto orgánico alternativo. En caso de persistir esta situación, el tipo de régimen electoral argentino deja lugar a dos hipótesis: un gobierno triunfante ante una oposición mayoritaria pero fragmentada o una juntura circunstancial de esos fragmentos que logra imponerse en la segunda vuelta. Pero la política argentina es cualquier cosa menos una imagen congelada.

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Imagen: Sandra Cartasso
 
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