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La oposición y la crisis de una matriz política

 Por Edgardo Mocca

Imagen: Leandro Teysseire.

Por lo visto en los últimos días, la oposición persevera en un estilo de acción política muy eficaz para justificar algunas tapas espectaculares y ganar muchas horas de show televisivo, pero estéril para cualquier intento de revertir la actual escena política. En el caso del frustrado tratamiento del Presupuesto en la Cámara de Diputados, no puede ignorarse el peso simbólico de la decisión de dejar sin presupuesto al Gobierno. Difícilmente, sin embargo, esa estrategia afecte seriamente al Gobierno, que contará con los mismos recursos y un margen más amplio de discrecionalidad en su empleo. A la que seguramente terminará afectando es a la propia oposición, cuyo juego es fácil de decodificar en términos de sistemática obstrucción de la acción de gobierno.

¿Por qué persiste la oposición en este juego? Fácilmente se explica la conducta de Elisa Carrió: situada, acaso irreversiblemente, en los márgenes del sistema político en consonancia con sus pobres expectativas electorales, la diputada chaqueña sabe que sus posibilidades de protagonismo futuro están asociadas a la eventualidad de que algún acontecimiento inesperado modifique el clima de creciente estabilidad y previsibilidad política en el país. Su lugar está perfectamente definido: es la portavoz de los más encarnizados e incondicionales enemigos del gobierno de Cristina Kirchner. Desde esa perspectiva y apoyada centralmente en el puntal de ese espacio –los grandes medios de comunicación– procura ejercer una sistemática presión sobre el conjunto de la oposición, de modo de poner cualquier gesto de convivencia política en el sitio del pacto y del “colaboracionismo” (este último engendro retórico, que invoca a los cómplices del nazismo y el fascismo, da cuenta de que la responsabilidad política no pone ningún límite a la verborragia de Carrió).

El peronismo disidente, en el contexto de su actual crisis probablemente terminal, no tiene demasiado peso en el universo opositor. A pocos meses de una elección presidencial, solamente puede intentar la ocupación del centro de la escena quien insinúe probabilidades ciertas de disputar la sucesión. Provisoriamente cerrada la “variante Scioli” y con Reutemann fuera de su radio de influencia, el peronismo opositor carece de atractivos políticos relevantes y, en consecuencia, sus legisladores actúan con la inercia de quien está esperando que se aclare el panorama.

Más curioso es el caso del radicalismo. Las legislativas del año pasado marcan un momento de clara recuperación electoral, después de largos años de descentramiento de la escena política. Son el segundo bloque de la Cámara y sus precandidatos se insinúan como los que, aún desde muy lejos según los sondeos, estarían en mejores condiciones de desafiar la continuidad del kirchnerismo. Curiosamente, los problemas actuales del radicalismo consisten en las condiciones que impulsaron su recuperación.

Fue una brevísima intervención del vicepresidente Cobos en el Senado, como prólogo a su voto contra el proyecto oficial, el impacto que devolvió al radicalismo a la centralidad política. El principal recurso humano del partido pasó a ser un dirigente expulsado de por vida de la organización unos pocos meses antes. Delicias de la política mediático-dependiente: los pecados del jefe del “radicalismo K” fueron perdonados por el Tribunal de Disciplina de modo igualmente veloz a aquel con el que procesó su destierro “definitivo”. El estigma de los héroes mediáticos –a esta altura ya se sabe de sobra– es su fugacidad. Blumberg, De Angelis y hasta Redrado durante unos días, se soñaron en el olimpo político; rápidamente su propia inconsistencia y el resultado de los choques políticos relevantes los situaron en un lugar más adecuado a sus estaturas.

La figura de Ricardo Alfonsín también creció fuertemente en los márgenes del conflicto político; la muerte de su ilustre padre lo proyectó a un alto nivel de visibilidad ciudadana, inteligentemente capitalizada desde el sector partidario del que forma parte. Claro que Alfonsín representa otra cosa dentro del radicalismo. Su emergencia al primer plano tiene que ver con una herencia histórica de gran envergadura y está asociada a una tradición partidaria muy lejana de la que expresa Cobos. Es una tradición que reivindica el respeto por las instituciones y, aun con sus marcadas limitaciones históricas, pretende mantener un sello de identidad reformista y social-demócrata. El hijo del ex presidente sabe que ése es su principal patrimonio político y trata de caminar en esa huella. Sostiene un discurso de convivencia y diálogo, alejado de ese halo desestabilizador que rodea al radicalismo, desde que el vicepresidente de un gobierno al que el partido se opone ocupa un lugar destacado en la interna partidaria. Sin embargo, el radicalismo alfonsinista caminó dócilmente detrás de Carrió y Clarín en el episodio parlamentario de la última semana.

No es inexplicable. Los propios pasos del radicalismo han construido el laberinto en el que está encerrado. La ruptura con el liderazgo de hecho de Carrió y la decisión de apoyar la aprobación en general del Presupuesto y su discusión puntual tenían muchas posibilidades de alcanzar el éxito. Eventualmente habrían podido conseguir cambios en el proyecto oficial que habrían, seguramente, creado más problemas reales al Gobierno y, con toda seguridad, dejado mejor parado al partido y a su bloque de diputados. Es evidente que la interna radical no soportaba esa salida. También es evidente la capacidad extorsiva de la líder de la Coalición Cívica, cada vez más parecida a una estrella televisiva de reality show que a una dirigente política. Pero, desde la perspectiva radical, había un temor todavía mayor, el de la represalia mediática que habría sobrevenido. Especialmente porque la doble asociación simbólica que se esgrimió –el Pacto de Olivos y los sobornos del gobierno de De la Rúa a los senadores para aprobar la ley de precarización laboral– constituía un cóctel explosivo que amenazaba con la memoria de tiempos no muy bien recordados socialmente. Pactistas y corruptos: ése fue el título del chantaje de Carrió y su tropa. No lo resistió el radicalismo y prefirió perseverar en el camino de los últimos años.

La oposición en su conjunto, y dentro de ella particularmente el radicalismo, no termina de percibir la clausura de una etapa política. En una mirada de plazo inmediato, es la etapa que comenzó con la derrota del Gobierno en el conflicto con los empresarios del agro, tuvo su punto más expresivo en los resultados electorales de junio de 2009 y proyectó su influencia hasta comienzos de este año. Con la resolución favorable del conflicto, alrededor del Banco Central empieza a evidenciarse un cambio de tendencia que hasta hoy no se ha detenido y ha cobrado un poderoso impulso después de la muerte de Néstor Kirchner y la multitudinaria y emotiva despedida popular de sus restos.

Sin embargo, también puede hablarse del final, o por lo menos de una profunda crisis, de una matriz política que se impone poco después de la reconquista democrática, desde 1987, cuando los poderes fácticos –los jefes militares y los grandes grupos económicos– acorralan y someten al gobierno de Raúl Alfonsín. Esa matriz es la de un sistemático sometimiento de la política democrática –la que se legitima con los votos, la que se expresa a través de los partidos y los líderes socialmente reconocidos– a la presión y al chantaje de esos poderes. Esa constelación de actores fácticamente poderosos –grandes grupos económicos, grandes propietarios de la tierra, cúpula católica, herencias de la dictadura en el Poder Judicial– ha construido un centro coordinador y articulador de sus políticas: son las grandes empresas que disponen de posiciones dominantes en el mercado de la comunicación. El colapso institucional de 2001 y el crítico debilitamiento de los partidos que lo siguió, ensanchó el espacio de esas nuevas referencias centrales de la política argentina. La cifra más perfecta de la etapa la provee el episodio del CEO de La Nación, José Claudio Escribano, ofreciéndole a un recientemente elegido Néstor Kirchner el apoyo de “la sociedad” a cambio de un reducido pero relevante set de medidas económicas y políticas pro establishment.

Esa matriz ha entrado en crisis. La crisis no fue el producto de un programa político ni de un plan de gobierno meticulosamente elaborado. Fue el resultado de la concreta y específica lucha por el poder que se libra en el país. Ante la crisis, los partidos políticos pueden tomar los más diferentes caminos. Lo que no pueden, o no deberían, hacer, es ignorarla.

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