ESPECIALES

La comunicación comunitaria en el siglo XXI

 Por Armand Mattelart *

Como no tengo dotes de adivino, lo que me propongo es, por una parte, extraer de la realidad contemporánea índices que dejan entrever las tensiones entre proyectos de sociedad que marcarán el devenir y, por otra, en este contexto situar lo que me parece ser la contribución de la reflexión y prácticas surgidas de la comunicación comunitaria a la construcción del proyecto democrático.

Lo que ocurrió en la primera década del nuevo milenio me parece revelador de esas tensiones. Es la década que se inicia bajo el signo del renacimiento de la esperanza emancipatoria con la recomposición del movimiento de fuerzas sociales después de años de travesía del desierto en un mundo sometido a las desregulaciones y privatizaciones. Es la década de la guerra global y sin límites contra el terrorismo que ha ensanchado los espacios de no-derecho. Es la década que se clausura con la crisis más severa que ha enfrentado el capitalismo desde su inicio.

Las crisis funcionan como un analizador de las regiones más oscuras de la sociedades democráticas, al mismo tiempo que son momentos de agudización de la crítica al orden establecido. Lo cierto es que la crisis civilizatoria que el desorden económico-financiero ha hecho visible obliga a romper con la mirada miope del corto plazo, pieza esencial de la ideología de la comunicación que ha legitimado el proyecto libre-cambista como horizonte insuperable de la evolución de la humanidad. Lo queramos o no, la fe en el fin de la historia ha calado hondo en las mentalidades colectivas en el curso de los veinte últimos años. Lo importante es ante todo recuperar la perspectiva histórica. Es lo que proponen los historiadores del tiempo-mundo y de la economía-mundo como Immanuel Wallerstein. La mirada que echa sobre la crisis no va por cuatro caminos: el sistema, dice, no llega a “hacer sistema”, va de crisis en crisis y no logra reanudar con el equilibrio. Se está produciendo una bifurcación. Al igual de la que significó en su tiempo la transición de la Edad Media al advenimiento del sistema capitalista. Bifurcación quiere decir que la situación se vuelve caótica, incontrolable por las fuerzas que hasta ese momento la hegemonizaban, y se ve aflorar una lucha no tanto entre los partidarios y los adversarios del sistema sino entre el conjunto de los actores para determinar lo que va a reemplazarlo. El futuro más probable es que dentro de treinta o cuarenta años habrá emergido otro sistema. Puede ser un modelo de sociedad más violento que el capitalismo. O un mundo donde el reparto de las riquezas materiales e inmateriales sería el motor de una economía social y solidaria. Se abre en todo caso un período durante el cual se ve ensancharse la posibilidad de pesar individual y colectivamente sobre el porvenir.

Ahora bien, si uno rastrea las lógicas geo-socio-políticas que van en el sentido del primer escenario –un modelo más violento de sociedad–, se puede destacar el ahondamiento de los tropismos panópticos en las sociedades democráticas. El proyecto tecno-utópico de sociedad global de la información, exaltado desde los años 1980 como paradigma dominante del cambio y garantía de un mundo más solidario, transparente, libre e igualitario, ha dejado ver claramente en la primera década del siglo XXI su vertiente oscura: la globalización de un modo de gobernar por la trazabilidad de las personas y de los colectivos a través de los dispositivos informacionales. En todas partes, las murallas de la segregación y del odio están llenas de tecnologías de control y de vigilancia. La noción a geometría variable de “terrorismo” justifica la criminalización de la protesta ciudadana. A nombre de la lucha en contra de esta forma de violencia extrema (pero también del narcotráfico y de la inmigración ilegal) se han banalizado las intercepciones de los flujos del conjunto del modo de comunicación y de circulación de las personas, de los bienes y mensajes. Los únicos flujos que escapan a este régimen de excepción permanente son los que irrigan las redes de la economía y las finanzas depredadoras. La vieja doctrina de la seguridad nacional se ha reactivado e institucionalizado al nivel planetario. Rige la multiplicación de las derogaciones al principio democrático de la separación de los poderes y a la regla de la garantía de los derechos. Cada sociedad particular aclimata estas lógicas supranacionales en función de su historia institucional. El control de los espacios geoestratégicos y la dominación del espectro total, como dicen los militares, se han vuelto el centro de las estrategias imperiales. El “plan Colombia” sirve cada vez más de arquetipo.

No hay políticas securitarias sin relevo mediático. La concentración al nivel del complejo info-comunicacional le hace el juego al cierre de filas alrededor de la obsesión por la seguridad en desmedro de la libertad y la igualdad. La acción persuasiva y la coercitiva de los medios alternan, pudiendo prevalecer una sobre la otra cuando las condiciones históricas así lo exijan.

Si uno se atiene a la segunda opción de la anticipación –una transición hacia un sistema más justo y equitativo–, se puede aducir que desde el fin del siglo XX nuevas formas de conciencia planetaria y multicultural han empezado a emerger. Una nueva configuración de sujetos históricos ha reanudado con el principio fundador de la soberanía popular y de la primacía de lo político. Las nuevas formas de asambleas que inauguraron los foros sociales mundiales, continentales, nacionales, han jugado el papel de incubadora de articulaciones entre organizaciones de las más diversas y sus propuestas. La comunicación comunitaria forma parte de este nuevo universo. Y no es por nada que esta décima asamblea de Amarc se reivindica como una expresión del Foro Social Mundial.

Quienes hemos participado en los debates y propuestas sobre la comunicación y la cultura que se gestaron desde el primer Foro Social Mundial de Porto Alegre, podemos dar testimonio del lento proceso de maduración en relación con el lugar estratégico de la comunicación en el pensamiento del conjunto de los movimientos sociales. Los radialistas han contribuido a romper con la visión instrumentalista tanto de la comunicación como de la(s) cultura(s) en las que, durante decenios, sectores importantes de las fuerzas progresistas se enfrascaron, reproduciendo al nivel de sus organizaciones las mismas relaciones verticales que estigmatizaban como feudo del sistema hegemónico. Han contribuido en el seno del conjunto del movimiento social a ubicar las problemáticas comunicacionales en el centro de las interrogaciones sobre el funcionamiento de la sociedad democrática. El movimiento radialista, fuerte consecuencia de una acumulación de experiencias militantes y profesionales extremadamente variadas, ha logrado constituirse en sujeto histórico, una nueva especie de “intelectual colectivo” que ha logrado cruzar una perspectiva global y estructural con un anclaje profundamente local y cotidiano. No hay mejor prueba de esta dinámica que el hecho de que esta décima asamblea esté ubicada bajo el signo de la socialización de los saberes mutuos. Recobrar memorias y compartir conocimientos y experiencias del movimiento de radios comunitarias latinoamericanas con Africa, Asia, Europa y Norteamérica, y al mismo tiempo definir cómo Amarc está presente en más de 120 países, respetando la asimetría del desarrollo de las formas de conciencia y de acción, según los diversos contextos. Esta creencia arraigada en la necesidad de entretejer pacientemente conexiones fuertes o de alta intensidad y de larga duración contrasta con la mitología tecnodeterminista de las conexiones débiles o de baja intensidad que incita a pensar que la herramienta de la llamada “revolución Twitter” bastaría para construir un vínculo durable y cambiar las relaciones de fuerza entre el sistema y los movimientos antisistémicos.

Lo que cimenta esta mancomunidad de pensamiento y de prácticas es la defensa del derecho a la comunicación como parte integrante de los derechos humanos. Pero no cualquier concepción de los derechos humanos. A través del campo particular de la comunicación se ha constituido como uno de los sujetos de un movimiento global que concibe los derechos humanos como procesos de lucha por la dignidad humana. Este abordaje de los derechos humanos como proceso confluye hacia la crítica dirigida a la visión esencialista, definida de una vez por todas, de los derechos humanos por una nueva generación de filósofos del derecho público que piensan que en los momentos actuales es preciso armarse de ideas y conceptos que permitan avanzar en la lucha por la dignidad humana. Nuevas maneras de ser ciudadano están por imaginar, reactualizar, ampliar y por conquistar en función de las necesidades de nuestro tiempo. La idea de los derechos humanos como proceso y producciones históricas contradice las visiones transhistóricas de derechos fundamentales sobre las cuales se ha establecido la ideología moderna de la comunicación, el mito de la transparencia y de la igualdad del intercambio entre los sujetos humanos. Una ideología que está fundada sobre sujetos de derecho abstractos. La supuesta igualdad es desmentida por las desigualdades culturales, sociales y económicas, en una realidad de relaciones de fuerza. Para que este derecho a la comunicación se vuelva una parte indisociable de los derechos civiles y sociales, es necesario que estén garantizadas las condiciones políticas y económicas, sociales y culturales que devuelven a los ciudadanos el poder de transformar y de cambiar que les permite perseverar en su combate por el reconocimiento de su dignidad humana. No hay dignidad humana posible sin la instauración de las condiciones para el despliegue de las potencialidades humanas. El reconocimiento de estos derechos, entre ellos aquellos de la comunicación, es el reconocimiento del derecho de todos y todas a participar en la transformación de la sociedad.

El movimiento ha participado en la ampliación de la reflexión y del campo de intervención sobre la cuestión de la democratización de los medios. No hay derecho a la comunicación sin políticas públicas, tanto de cultura como de comunicación. Esta perspectiva abre el debate sobre la cuestión de los procesos de concentración como obstáculo a la democratización de la comunicación. Pone en el tapete un punto ciego en los textos constitutivos de los derechos humanos, en especial sobre la “libertad de expresión”: la propiedad y los usos de la propiedad. Es lo que han llevado las radios comunitarias a construir estrategias políticas para que dicha visión de la democratización sea reconocida como elemento esencial de las políticas de comunicación. Han ampliado sus perspectivas y ya no se conforman sólo con reforzar sus redes y su profesionalidad, reclamando un marco normativo que abarque las características propias de su medio de comunicación, sino que tratan de articular en sus demandas los diversos segmentos del sistema de comunicación. Así se han convertido en una de las avanzadillas de las presiones que luchan para cambiar estructuralmente la organización del conjunto del sistema mediático y rehabilitar la idea de “lo público”. No sólo se lucha contra la criminalización y por la legalización y la sostenibilidad de los medios comunitarios sino por la regulación pública del sistema de comunicación en su conjunto. Reformar, consolidar o crear cuando no existe un servicio público que no sea la correa de transmisión de la voz estatal. Exigir del sector privado-empresarial que sea consecuente con la delegación que le hace la sociedad en el uso de un bien público común, el espectro de frecuencias, por ejemplo. Para llevar a la realidad tal democratización, el movimiento social de las radios ha sido obligado a pensar estratégicamente sus alianzas sociales y a construir una cultura deliberativa que confronta y acepta diversas posiciones para hacerlas dialogar y elaborar acuerdos basados en la discrepancia. Una de las contribuciones de estos frentes comunicacionales reside en su inteligencia política para desplazar la línea de horizontes de los envites de la democratización. Prueba de este proceso de ciudadanización del envite comunicacional y de rehabilitación de lo “público”, los debates y las movilizaciones en pro del cambio de las leyes de servicios audiovisuales, base de una verdadera política democrática de comunicación. En menos de un decenio, el caso de América latina ha adquirido valor de paradigma. Lo confirma a su vez la explosión de los “observatorios de los medios”. Más peculiarmente de los que concretan la idea lanzada en el Foro Social Mundial de 2003, que anhelan reunir alrededor de un mismo proyecto de reflexión crítica, y de intervención sobre el sistema mediático, investigadores, periodistas, medios comunitarios y ciudadanos. En este caso como en otro, el desafío es perennizar esta pluralidad de las voces a través de mecanismos institucionales de mediación en un nuevo tipo de marco regulatorio.

El movimiento de las radios comunitarias se ha convertido en un actor de la sociedad del conocimiento. Su búsqueda de formas de democracia participativa que lo ha fundado lo conducirá cada vez más a combatir el proceso actual de patrimonialización privada de la cultura, de la información y del saber, así como la tecnocracia de los expertos. No es posible generar un intelectual colectivo crítico sin el intercambio entre prácticas y formalización teórica. Así lo está entendiendo la nueva generación de jóvenes que se está involucrando en las radios comunitarias y vuelve a asumir la cuestión del compromiso y de la responsabilidad de los intelectuales en el proceso de cambio. Una cuestión imprescindible que durante los años del triunfalismo de la idea de fatalidad del modelo neoliberal ha sido ignorada en la agenda académica. El despertar del interés vital por la redefinición de la relación de los intelectuales con el movimiento social no puede ser disociado de la irrupción de un nuevo movimiento estudiantil que, de cara a la generalización de la sociedad y de la precariedad, no puede sino desembocar en el cuestionamiento de los fundamentos de las instituciones educativas en su relación con la sociedad concreta. La interrogación sobre el saber/poder cobra un relieve particular en este momento de la historia donde estamos en vías de deslizar hacia una sociedad y una economía en que el recurso inmaterial se vuelve central. A diferencia del proyecto de sociedad global de la información, caracterizado por el pragmatismo de la corta duración, la construcción de las sociedades de conocimiento (al plural) implica pensar el porvenir del mundo a partir de la memoria colectiva. La apuesta es impedir que el devenir cognitivo se transforme en el calco de los esquemas de saber/poder y sus jerarquías que han gravado la era industrial en su carrera-fuga hacia el progreso infinito; impedir que los esquemas verticales y concentrados que suelen regir los medios de comunicación hegemónicos se reproduzcan al nivel de los dispositivos de saber. Es la cuestión que, desde los utopistas del siglo XIX hasta Ivan Illich o Paulo Freire, las utopías de emancipación social por la comunidad de los saberes han planteado al cuestionar radicalmente la división entre quienes saben y quienes presuntamente no saben, como fuente de la hegemonía de clase, de casta, de género y de etnia.

* Sociólogo belga, investigador de dilatada trayectoria en Europa y América latina sobre cultura, comunicación y sociedad.

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Imagen: Miriam Meloni
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