EL PAíS › OPINIóN

Buenos vecinos

 Por Fernando D´addario

“Nosotros no discriminamos a nadie. Lo que decimos es que esta gente, ya que también tiene derechos, si quiere una casa, que vaya y haga las gestiones correspondientes en la embajada de Bolivia.” El hombre, cuarentón y afectadamente tranquilo, buscaba diferenciarse de los talibán que lo rodeaban, como si se viera guiado por un noble prurito de corrección política. Un grupito de “vecinos”, que unos minutos antes pedían poco menos que la lapidación pública de los intrusos, lo avalaba con miradas de aprobación ecuménica. En algún punto ellos, sufridos habitantes de clase media/media baja de Soldati y Lugano, querían evitar mostrarse como gurkas, brutos insensibles a las necesidades básicas de sus congéneres. Pero no lo lograban. Encerrada en aquella prolija sucesión de oraciones subordinadas había tal vez más racismo que en los ataques salvajes de los barrabravas a sueldo, en última instancia lúmpenes que no reparan en ideologías a la hora de pegar (aunque casi siempre pegan para el mismo lado).

“Nosotros pagamos nuestros impuestos, por eso estamos acá para defender lo nuestro. Estos (por los ‘okupas’) no pagan nada y creen tener derecho a todo.” Ahora la que habla es una mujer de unos 30 años. Vive en el Barrio Copello, cercano a la zona de conflicto. Tal vez tenga las cuotas del ABL al día. Todavía hay gente que cree que el comprobante de pago de un impuesto municipal es credencial habilitante para decir cualquier cosa. Pero más allá de esa fantasía de civilidad burocrática, la segunda parte de la afirmación esconde un error. Esa gente a la que tanto desprecia paga todos los días el más injusto y regresivo de los impuestos argentinos: el I.V.A. En los colchones y las frazadas que arrastran como únicas pertenencias, en la viandita preparada para el almuerzo, está su contribución a una economía que en los últimos años se vio dinamizada por el incipiente consumo de los más pobres. Seguramente, a esa bienintencionada ciudadana del Barrio Copello jamás se le ocurriría preguntarse por la transparencia impositiva de la empresa que construyó su edificio. El problema es el albañil indocumentado que levantó las paredes de su departamento y ahora pretende vivir enfrente sin pagar la luz (que no es un impuesto).

“A ver qué pasa si mañana van y ocupan el Parque Chacabuco. Y después la semana que viene van y ocupan el 3 de Febrero. ¿Qué pasaría, eh?” La frase del “vecino”, pedagógica y aleccionadora, encauza dos ideas que surgen a primera vista: 1) “Esto nos pasa porque estamos en un barrio pobre. Si estuviéramos en Palermo ya lo hubieran ‘solucionado’” y 2) “Pónganse las pilas porque esto es una bola de nieve, primero vinieron por nosotros y después van a ir por ustedes” (una arenga destinada a la propagación del miedo, derivación paranoide de la famosa parábola del pastor Martin Niemöller, erróneamente atribuida a Bertolt Brecht). Pero lo que en realidad revela es el complejo aspiracional que atormenta a parte de la sociedad argentina y que tan bien describió medio siglo atrás Arturo Jauretche en su análisis del “medio pelo”. Es probable que muchos de esos “vecinos” honorables de Soldati y Lugano se vean reflejados en un espejo deformante: el de los intereses y los tics de sus pares de clase media de Parque Chacabuco (que a su vez dejan que sus miedos y su discurso se mimeticen con los miedos y los discursos palermitanos, y así sucesivamente). No es el narcotráfico, no es la inseguridad, no es la defensa del “espacio público para que jueguen nuestros niños”. Lo que muchos no pueden soportar es que tipos más pobres que ellos terminen yendo, de buenas a primeras, al mismo kiosco, al mismo supermercado, a la misma escuela a la que van sus hijos. Si al buen vecino de Soldati le va mejor que antes, pero los indigentes también mejoran y para colmo están cerca, entonces Parque Chacabuco está cada vez más lejos.

Es cierto: los medios dominantes manipulan, distorsionan, inducen, potencian o minimizan de acuerdo con sus intereses. Pero hay prejuicios y taras sociales que alimentan cotidianamente a esas cámaras preparadas para pegarle siempre al más débil. La prensa canalla no está arando en el desierto.

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