EL PAíS › OPINIóN

La reforma del Código Penal y las garantías

 Por Guido Croxatto *

La reforma –necesaria y auspiciosa– del Código Penal argentino (la posibilidad de volver a tener un código articulado y consistente y no un rejunte inconexo y disperso de leyes con objetivos disímiles) es un momento oportuno para volver a pensar la forma en que el Derecho Penal se vincula con los fenómenos y problemáticas sociales. El primer error es pensar que la respuesta a los crímenes (también los delitos de cuello blanco, que comúnmente no se ven como “violencia”) pasa no por analizar sus causas socioeconómicas y sus determinantes directos (Merton), sino por el volumen de las condenas que se les impongan. El simplismo tan instalado de que aumentar penas significa vivir más seguros o evitar los crímenes (más en un sistema donde las cárceles agravan los cuadros de violencia y violación de derechos que en teoría vendrían a evitar) es el núcleo de toda demagogia electoral. Pero el proyecto de un código no viene a hacer demagogia, sino a reemplazar la demagogia punitiva.

Un problema que enfrenta el Derecho Penal en todo el mundo es la legitimación del castigo: la forma –y los objetos– con que se legitiman las penas parecen estar hoy en crisis. Todas las diferentes teorías de la pena han sucumbido por igual, reconoce Masimo Pavarini. La pena está en crisis. La pena no parece rehabilitar ni resocializar, en muchos casos produce todo lo contrario a una resocialización. Produce más exclusión, segregación, más violencia, abandono. Estigmas. De allí la reincidencia. Por eso el derecho busca medios y métodos alternativos a la pena privativa de la libertad, medios que produzcan inclusión, no mayor violencia a la ya producida, sino menos. No mayor segregación, sino menos. En este sentido, pedir más penas o más cárceles, en los estados degradantes y violentos de muchas cárceles actuales, sería pedir más segregación, más exclusión. Más violencia. Un contrasentido. Es en este marco de crisis de los discursos penales que debe pensarse la intención de ordenar un código, que preserve lo que el caos normativo no preserva: la legalidad. La pena –que incumple su objetivo de resocializar o “reeducar” personas– no puede ser a su vez justificada en nombre de un Código Penal impreciso que no preserva la legalidad. Serían dos defectos, no sólo uno. La reforma no es tan ambiciosa como algunos de sus críticos pretenden: viene a solucionar sólo uno de estos defectos. El segundo. No el primero. El primero queda pendiente. Es preciso volver a preguntar: qué sentido tiene la pena. Qué objeto. Qué perseguimos con ella. Qué estamos logrando. Y qué no.

El proyecto de código intenta hacer valer un principio primigenio de todo el orden constitucional: la igualdad ante la ley. Es desde esta igualdad que se debe pensar la intención de dejar de lado la figura de la reincidencia, así como la eliminación de conceptos propios del Derecho Penal de autor y Derecho Penal del enemigo, que alumbran conceptos como el de peligrosidad, que disponían un campo de arbitrariedad para los jueces, que aumentan y alimentan, a su vez, los prejuicios sociales. El derecho busca salir –y debe salir– de ese círculo discriminatorio. La alternativa a la demagogia son las garantías. La alternativa al encierro es la inclusión.

Hay un motivo claro para dejar de lado la figura de la reincidencia. Porque no se puede arrogar a la persona las culpas del fracaso del sistema penitenciario en donde, contra su voluntad, fue recluida, sin éxito alguno, por el Derecho. La reincidencia expresa un fracaso más profundo, no sólo de esa persona que delinque nuevamente, sino de todo el sistema de contención del Estado. De su proyecto de “reeducación” de personas. La cárcel no puede rehabilitar excluyendo y aislando a las personas. Ese modelo ha fracasado. La reincidencia expresa ese propio fracaso. Curiosamente esto no sirve para poner la cárcel en cuestión, sino al revés. Esto sucede porque la discusión no está dominada por el argumento, sino por la demagogia. Es la sociedad la única que tiene en sus manos las verdaderas herramientas de la resocialización, de la reinclusión. Del derecho. La demagogia punitiva sólo sirve para consolidar prejuicios y estereotipos en la sociedad. Pero el debate de un código vertebral debería trascender las mezquindades políticas de corto plazo. La demagogia punitiva aumenta la violencia. No ve las causas. Promueve las divisiones, los prejuicios y el odio porque es incapaz de trazar un diagnóstico serio.

“Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”, reza nuestra Carta Magna. Esa también es una promesa incumplida de la democracia. La de tratar a todos, también a quienes cometen delitos, como personas. Con derechos humanos esenciales. Con dignidad. Y con garantías.

* UBA-Conicet.

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