EL PAíS › OPINION

Con nombre y apellido

 Por Washington Uranga

La alusión de Néstor Kirchner a “algún pastor de la Iglesia” tuvo –aunque el Presidente no lo haya nombrado explícitamente– un destinatario muy preciso: el arzobispo de La Plata, Héctor Aguer, quien el sábado último junto a su preocupación por la pobreza había sumado una advertencia respecto de que la “lucha por la justicia no debe deslizarse hacia la lucha de clases”. Está claro que el Presidente dirigió sus palabras con toda precisión hacia el arzobispo platense y no contra el conjunto de la jerarquía ni contra la Iglesia Católica en general. Por eso incluyó la mención a que el obispo cuestionado fue “fiador de algún interesante financista de esta Argentina que estuvo preso”, en clara referencia al banquero Francisco Trusso. Con la misma frontalidad con la que suele abordar otros temas, Kirchner apuntó esta vez contra el obispo constituido en la figura, ideólogo y vocero del ultraconservadurismo católico. Para hacerlo, el Presidente fue cuidadoso tanto en su reconocimiento de los “tantos y buenos sacerdotes (que hay) en los distintos puntos de la Iglesia” como en su adhesión personal a “la Iglesia Católica a la que pertenezco”. En la figura de Aguer, Kirchner criticó a quienes lo cuestionan desde la derecha ideológica, también a los ultraconservadores de la Iglesia, pero salvando claramente su relación con otros sectores católicos e incluso miembros de la jerarquía con los que él personalmente, pero también otros miembros del Gobierno, tienen afinidades y con los que mantienen diálogos permanentes. Esto aún más allá de las diferencias, que existen y se han puesto de manifiesto. La molestia del Presidente tiene que ver con que es precisamente en el área social donde se cultivan las mayores relaciones de cooperación con la Iglesia. Pero también porque en vista de actitudes públicas de Aguer como la fianza para el banquero Trusso, Kirchner cuestiona la autoridad moral del arzobispo platense para hacer ese tipo de observaciones sobre la pobreza. Seguramente tampoco le faltan datos al Presidente respecto de las relaciones dentro de la misma Iglesia y, en particular, en la jerarquía católica. Cualquier persona medianamente informada de lo que acontece en el Episcopado católico sabe del aislamiento y la soledad que hoy tiene el arzobispo Aguer respecto de sus propios colegas obispos, la mayoría de los cuales no sólo cuestionan sus posiciones ideológicas sino también sus actitudes personales. También es cierto que por cultura eclesiástica todas las críticas que los obispos formulen contra Aguer nunca ganarán estado público y, por lo tanto, siempre serán difíciles de certificar.

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