EL PAíS › PRUEBAS QUE DEMUELEN LA RETRACTACION DE SCILINGO

Condones

Scilingo reconoció como auténticas una carta a la Armada de 1985, en la que ya describía los vuelos, y otra al almirante Godoy, en 2004, sobre los métodos aberrantes que ambos aprobaban. De este modo, él mismo desmoronó la ingenua táctica defensista de un abogado que nadie sabe quién le pagó. Una sobreviviente lo vio en la ESMA. El proceso en Madrid abre el camino para los juicios en la Argentina, donde ya hay más de 150 criminales de la dictadura militar bajo arresto.

 Por Horacio Verbitsky

El portavoz y secretario general del Episcopado español, Juan Antonio Martínez Camino, visitó a la ministra de Salud Elena Salgado y al salir dijo que la Iglesia aceptaba la estrategia de lucha contra el sida que la revista científica The Lancet llamó del ABC, por abstinencia, fidelidad y condón (abstinence, be faithful and condom). Martínez Camino luce cachetes rubicundos y aspecto jovial. No puede parar de sonreír y se le ve tan cómodo ante las cámaras como a monseñor Laguna. Hay que terminar con prejuicios y malentendidos, dice, mientras la ministra asiente complacida. De una vez por todas, Iglesia y Estado van a cooperar.
Conmoción inmediata. Funcionarios, políticos, asociaciones de científicos, de mujeres y de hombres de todos los sexos celebran la novedad. Por fin la Iglesia abre sus puertas al mundo y se decide a participar en la lucha contra la maldita epidemia. De inmediato se escuchan los gruñidos del Vaticano. El obispo secretario del Consejo Pontificio para la Salud (su nombre es José Luis Redrado Marchite, nada menos), rectifica la información. La posición de la Iglesia no ha variado. Luego de dos días de incómodo silencio la Conferencia Episcopal española aclara: abstención y fidelidad sí, condón no, salvo dentro del matrimonio, si uno de sus miembros está infectado con HIV. Otro obispo dice que en España se peca demasiado, declaración que entusiasma a los agentes de turismo que se ilusionan con superar la marca de 54 millones de visitantes de 2004. El Papa Juan Pablo II sube la apuesta. Con una energía que no se sospecharía en su cuerpo abatido y su rostro crispado, fustiga el laicismo educativo del gobierno español y la legalización del matrimonio con indiferencia por el género de los contrayentes. Las asociaciones civiles responden que por esas posiciones cavernarias sólo uno de cada seis jóvenes son creyentes, que las iglesias cierran por falta de fieles y que una docena y media de catedrales están cobrando entrada para sobrevivir. Señoras ofendidas explican que esa entrada es más cara que la del museo del Prado, donde por 6 euros se ofrece una muestra deslumbrante del retrato español, desde El Greco a Picasso, que incluye las obras más notables con que Velázquez y Goya pusieron en su lugar para siempre a las dos dinastías que sucedieron a los reyes católicos, austrias y borbones. El gallego Manuel Fraga Iribarne, el único ministro de Franco que le sobrevivió políticamente durante treinta años de democracia, fanfarronea que él siempre ha dicho verdades sin condón y morirá sin ponerse uno en parte alguna. Todo ha vuelto a su orden natural y ya sólo queda espacio para el cachondeo. El que quiera celeste que le cueste y el que peque la pague.
Inconsistencia y zigzagueo
En la misma ciudad y en la misma semana, otra rectificación. Adolfo Francisco Scilingo dice ante el tribunal que lo juzga por torturas, terrorismo y genocidio que nunca mató a nadie, que todo fue un invento y que de joven quería ser actor. Estuvo en la ESMA, pero no tenía acceso al grupo de tareas y sólo se enteró de lo que ocurría años después leyendo la prensa. Un día dice que la Izquierda Unida le pagó para contar la historia de los vuelos, en términos acordados con el juez Garzón. Al día siguiente, que lo hizo para vengarse de Massera, quien había ordenado secuestrar a su hermana, que era militante y que debió pasar a la clandestinidad y por ello enfermó y murió. También pretende que se autoinculpó para que se investigara. Igual que el Episcopado español, Scilingo parte en desventaja frente a la sociedad, por la inconsistencia y zigzagueo de sus posiciones. Los españoles lo conocieron en 1997 cuando llegó desde la Argentina y en un programa especial de televisión contó su pesar por los dos vuelos sobre el mar en los que arrojó al agua a 30 personas. España conoció salvajismos semejantes entre 1936 y 1939 cuando, según Bernanos, se fusilaba como quien tala árboles. Pero ésa fue una guerra civil de verdad y nadie contó cómo había matado a personas dormidas. “Soy un asesino”, dijo entonces Scilingo, fragmento que Indira García repitió ahora en su Informe Especial de Antena 3 después de escuchar con admirable paciencia a la mujer del marino, que cita códigos y tratados como un ave negra, pero es incapaz de contestar la pregunta más elemental sobre sus sentimientos ante los hechos.
De la tragedia al esperpento
El periodista español que entrevistó entonces a Scilingo, Vicente Romero, declaró al tribunal que el marino era un hombre con una necesidad desesperada de confesarse. Es lo mismo que sentí en la docena de entrevistas que tuvimos entre noviembre de 1994 y febrero de 1995 y los espectadores que lo vieron por televisión en la Argentina. Scilingo fue el primero y hasta ahora el único militar en asumir a fondo la dimensión trágica de los crímenes en los que participó y por vía de la confesión intentó recuperar al menos parte de la humanidad perdida. Al principio su planteo era casi gremial: si todos habían hecho lo mismo, ¿por qué algunos eran premiados con el ascenso y otros, como Pernías, Rolón y Astiz, castigados con la interrupción de su carrera? Recién después de muchas horas se quebró ese caparazón y apareció la motivación profunda, la culpa devastadora que no pudo mitigar ni con la religión, ni con el alcohol ni con las drogas, los rostros dormidos y los cuerpos desnudos que lo acosaban en sueños. Aquello que las jerarquías eclesiásticas consultadas por la Armada habían llamado “una forma cristiana de muerte”.
¿Cómo conciliar a ese personaje trágico con el esperpento simulador que hace diez días desmintió con los hechos la idea de que pudiera tener algún talento para la actuación? Aun en el momento de la retractación hizo todo mal, como para que no quedaran dudas de cuándo dijo la verdad y cuándo mintió. Después de seis semanas de presunta huelga de hambre entró a la sede de la Audiencia Nacional caminando, mientras conversaba con los guardias que lo conducían. Pero en cuanto debió sentarse en la silla de los acusados, fingió mareos y desmayos que no le permitían oír ni hablar. Los médicos que lo revisaron dictaminaron que esos eran fenómenos producidos por su voluntad. Entonces anunció que estaba dispuesto a declarar y lo hizo con tal energía que los jueces debieron hacerlo callar.
Las cartas
Cuando me tocó testimoniar, de frente a los tres magistrados, sentía los movimientos nerviosos de Scilingo en su silla, a mis espaldas. Recordé el reportaje que le hice al mes de publicada su confesión, cuando dijo que se sentía aliviado y que “todos los que cometimos estas barbaridades deberíamos estar presos”. Hablé de la compulsión con que decidió viajar a España, pese a que sus abogados le hicieron saber que no conseguiría el status de testigo protegido, porque no era testigo sino partícipe. Conté que después de ser detenido me llamó desde su primera celda en Carabanchel: se lo escuchaba conforme, como quien ha logrado una meta tan anhelada como temida. Llamé la atención del tribunal sobre una serie de cartas intercambiadas entre Scilingo y distintos organismos de la Armada, que ya había entregado al juez instructor cuando testimonié en noviembre de 1999 y que destruyen los argumentos con los que Scilingo intentó rectificarse. En una de ellas, en papel con membrete y sellos de la Armada, Scilingo implora a la Junta de Calificaciones que no trunque su carrera negándole el ascenso. Allí narra “un suceso que me ocurriera durante un vuelo que realizara en un avión Skyvan de la Prefectura Naval Argentina en el año 1977 en el que cumpliendo tareas relacionadas con la guerra contra la subversión y mientras la aeronave tenía su compuerta abierta, perdí pie y estuve a punto de caer al vacío, hecho que fue evitado por la rápida intervención de uno de los tripulantes”. La Armada acepta el argumento y decide postergar por un año la decisión sobre su ascenso. ¿Alguien puede creer que en ese avión preferido de los paracaidistas, sacaban a pasear a los presos y abrían la portezuela para que tomaran sol y respiraran el aire fuerte del mar? Esa carta, cuya autenticidad Scilingo reconoció ante los magistrados, fue escrita en 1985, casi diez años antes de que yo me cruzara con él en el subte de Buenos Aires y comenzara a escuchar su historia, once antes de que los argentinos residentes en Madrid pusieran en marcha la acusación popular que dio lugar al proceso español.
Motivaciones
Me preguntan si alguien más escuchó las confesiones de Scilingo. Sí, la compañera de Rodolfo Walsh, Lilia Ferreyra, quien trabajaba conmigo en aquella época. También el actual fiscal del Tribunal Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo. Según Scilingo lo había ido a ver para contarle su historia, pero no quiso escucharlo. Moreno Ocampo me dio otra versión. “Vino con la mujer. Primero dijo que sólo había llevado a algunos detenidos a marcar compañeros por la calle. Pero después contó que también intervino en un secuestro. Y cuando le tocó participar en un vuelo, descubrió que el hombre que él había secuestrado estaba a bordo del avión. Pese a la inyección ese prisionero se despertó, semiinconsciente se resistió a ser tirado y casi lo arrastró al vacío. Después de la Obediencia Debida y del indulto no había posibilidad de abrir una investigación judicial. Me pidió que lo pusiera en contacto con la revista Somos, pero preferí no meterme. Tenía motivaciones muy cruzadas: el recuerdo le impedía dormir, la Armada lo estaba sumariando por algo que había hecho y además quería plata por contar su historia.”
Scilingo también dijo que llevó su historia a Somos y no sólo la rechazaron sino que además dieron aviso a la Armada. Pero el ex director de la revista, Raúl García, lo niega. Dice que Scilingo ofreció contar su historia por diez mil dólares y que cuando le pidieron plazo para decidir, desapareció. A mí nunca me pidió dinero. Uno de los abogados de la acusación popular me preguntó si Scilingo me había formulado algún reclamo por el libro en el que consta la confesión que ahora niega. Nunca, respondí. Incluso me ha seguido escribiendo desde la cárcel de Alcalá Meco, hasta hace pocos meses, sin desdecirse de nada. El presidente del tribunal, Fernando García Nicolás, se asombra y me pregunta si conservo esa carta. Cuando se la entrego llama a Scilingo al estrado.
–¿Usted escribió esta carta?
–Sí, es mi letra.
–¿Y usted se la envió al testigo?
–Sí señor.
En realidad no es una carta sino dos. Una muy atenta para mí y otra para el nuevo jefe de la Armada, su compañero de promoción Jorge Godoy, cuya difusión me pidió. Scilingo le pregunta cómo pudo decir en su discurso del 3 de marzo de 2004 que supo por la Justicia las aberraciones que ocurrían en la ESMA, cuando ambos las habían conocido de primera mano y habían estado de acuerdo en que ése era el método correcto para lo que la dictadura llamaba “lucha contra la subversión”. El magistrado Jorge Campos Martínez, el mayor de los tres, quien hace poco fue operado de un aneurisma y dormita sin que nadie lo incomode durante la audiencia, advierte que algo importante está ocurriendo y concentra su atención. El magistrado ponente, José Ricardo de Prada, el más joven del tribunal, observa con la inteligencia que da el conocimiento de los hechos, la presencia de una nueva prueba que desmorona la retractación. La idea del desconocimiento de los hechos que pretende instalar ahora Scilingo no resiste el cotejo con esa carta. Los tres jueces no llevan la peluca blanca de los abogados británicos que vi durante una audiencia del juicio a Pinochet en Westminster, pero visten las togas negras de los grabados de Daumier, con sutiles bordados de pasamanería de hilo blanco en las mangas. El toque de modernidad lo da el asistente en mangas de camisa a quien encargan que saque copias de la carta para acusadores y acusado.
El hombre del ascensor
La desmentida de Scilingo tampoco se sostiene frente al testimonio de una sobreviviente que transmití al tribunal. Scilingo había dicho que una vez entró al casino de oficiales donde funcionaba el centro de detención y torturas para reparar un ascensor y allí conversó con una mujer embarazada. Un video grabado por la BBC de Londres, que también hice llegar al tribunal, sugería que esa mujer podía ser la catequista María Marta Vázquez Ocampo, secuestrada en mayo de 1976, y cuyo destino nunca se conoció. La filmación reproduce el diálogo de Scilingo con la madre de María Marta, que no ha cejado en su búsqueda. Hace pocos meses, el hermano de María Marta, José María Vázquez Ocampo, actual secretario de asuntos técnicos militares del Ministerio de Defensa, localizó a Marta Remedios Alvarez, quien le contó que fue ella quien habló con Scilingo en febrero de 1977. Con su panza de ocho meses había sido alojada en un camarote del tercer piso, frente a la maquinaria del ascensor. En febrero de 1977 estaba en ese cuarto con la puerta abierta, un salto de cama color rosa y grilletes en sus pies. Un hombre con el uniforme azul de verano de la Armada subió a arreglar la maquinaria del ascensor. “Me mira y me pregunta mi nombre y para cuándo esperaba mi bebé. Estuvo aproximadamente dos horas realizando las reparaciones”. En marzo de 1995, cuando Scilingo cobró notoriedad pública, Marta Alvarez reconoció en él al hombre del ascensor. “En esas dos horas pudo observar el constante tránsito de los secuestrados, conducidos al baño o a las salas de interrogatorio, encapuchados, esposados y engrillados”, le dijo al hermano de María Marta. La acusación popular pedirá que se cite a Marta Alvarez a declarar por videoconferencia en Buenos Aires ante el juez federal Claudio Bonadío.
El careo
El defensor de oficio de Scilingo pide un careo para aclarar contradicciones. García Nicolás asiente y una vez más, Scilingo cede ante los duros hechos. Dice que le pagué 3500 pesos por las entrevistas para el libro. Cuando respondo que sólo le di 200 pesos a su mujer, mucho después de publicado el libro, porque necesitaba comprar un remedio para una hija enferma, él admite que no había sido un pago por el libro sino “un gesto de buena voluntad”. El magistrado lo mira con el mismo desconcierto que cuando reconoció la carta a Godoy y más que preguntar comenta:
–Si no se trató de un pago, ¿qué importancia tiene si fue una suma u otra?
El defensor quiere saber qué me sugiere el hecho de que Scilingo y yo hayamos militado en bandos opuestos. “Cuánto ha cambiado la sociedad argentina para que ese diálogo haya sido posible”, respondo. También puso en duda que entre noviembre de 1994 y marzo de 1995 hubiera podido ordenar todo el material del libro. Le expliqué que difundí el primer trabajo sobre la ESMA en forma clandestina el mismo año 1976 y que cuando conocí a Scilingo llevaba dos décadas de publicar artículos y libros sobre la guerra sucia, que tengo archivos bien ordenados, incluidos en El Vuelo junto con la transcripción de las cintas grabadas. El juez le da la palabra a Scilingo. “Las fechas son las que expuso el testigo”, dice, contradiciendo a su defensor. Se refugia entonces en su última trinchera, la más inverosímil de las coartadas para su retractación. Dice que nunca le presté la menor atención a la historia de su hermana, que no quise escucharlo. Todo lo contrario, digo, esa historia constituye el remate del libro. Textualmente:
“¿Yo le conté que mi hermana estaba con los montoneros? –preguntó.
–Nunca.
–Militaba en la universidad. Con papeles, sin armas. Era noble e idealista. Discutíamos mucho. Se burlaba de mí, me decía que yo no entendía nada. Traté de convencerla de que se apartara. No me hizo caso y siguió. Por suerte no le pasó nada. Después llegamos a ser muy amigos, más que hermanos.
–¿Y ahora?
–Murió de un cáncer, a los 42 años.
Al evocarla sonríe, beatífico, como si aún fuera incapaz de imaginar la posibilidad del encuentro entre la víctima anónima y el burócrata de la muerte, a bordo de un Skyvan de la Prefectura o un Electra de la Armada.”
Fin del libro.
El tema recibió el realce que merecía, porque pone de relieve la fractura profunda que llegó al interior de muchas familias. Pero la hermana de Scilingo murió once años después de la dictadura, de una enfermedad cuyo nexo con la clandestinidad fue argüido por Scilingo mucho después y sin ninguna prueba, junto con su presunta inquina contra Massera. Lejos de abrigar sentimientos vengativos hacia Massera, en los años de la persecución a su hermana sentía por él “total y absoluta admiración. Al año siguiente de estar en la Escuela de Mecánica hubo una cena y por casualidad me hicieron cenar al lado del almirante Massera. ¡No se imagina lo orgulloso que estaba!”
Los juicios pendientes
La burda simulación del primer día de audiencias, el reconocimiento de la carta a la Junta de Calificaciones en la que hablaba de su participación en los vuelos ya en 1985; de la carta que me envió sin desmentidas ni reproches aun después de retractarse; de la carta a Godoy de marzo de 2004 donde menciona el conocimiento y la aprobación de los métodos que se empleaban en la ESMA, sugieren que, a pesar de la ingenua táctica sugerida por el defensor privado Fernando Pamos de la Hoz, que Scilingo contrató y vaya a saber quién pagó luego de la detención en Londres de Pinochet, sigue prevaleciendo sobre cualquier otra actitud la culpa por lo que hizo. La confesión de Scilingo en 1995 puso en movimiento una sucesión de hechos que culminaron en 2001 con la nulidad de las leyes de punto final y de obediencia debida, solicitada por el CELS al juez Gabriel Cavallo, y la detención de un centenar y medio de ex funcionarios de la dictadura militar. La previsible condena de Scilingo, en un procedimiento de cooperación entre los sistemas judiciales de la Argentina y España, sugiere que los autores de ciertos crímenes odiosos para toda la humanidad no podrán encontrar refugio en ningún rincón del mundo y que su única defensa es el uso desnudo de la fuerza, al margen del derecho, como la que Estados Unidos ejerce para eludir el alcance del Tribunal Penal Internacional creado por el Tratado de Roma. Su texto dice que esa jurisdicción es subsidiaria y corresponde cuando los crímenes no sean juzgados allí donde se cometieron. Ya sólo falta que la Corte Suprema de Justicia confirme la nulidad de las leyes de Alfonsín y los decretos de Menem, para que los próximos juicios se celebren en la Argentina. El tiempo es ya.

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