EL PAíS › OPINION

Las cosas de siempre

 Por Eduardo Aliverti

En pocos días, como mucho, los ataques a Londres habrán desaparecido de la escena mediática. Como corresponde a este espeluznante vértigo informativo que se deglute lo que sea. Y, sobre todo, como corresponde al acostumbramiento mundial en torno de que algunos gobiernos terroristas de Occidente están en guerra con algunas redes terroristas de sede incierta, inventadas o potenciadas por ellos mismos. En pocos días, una mayoría de la prensa local e internacional, que tanto se conmueve por los muertos en la capital británica, que tanto se quedó sin adjetivos novedosos para aludir a los atentados, que tanto habla de las bestias atacantes y tan poco de las generadoras, volverá a sus paisajes habituales y Londres pasará a ser un antecedente a citar, junto con Nueva York y Madrid, cuando las bombas escojan Roma o Copenhague, o el lugar que fuere en tanto y en cuanto se trate de una capital o ciudad o zona de buen rating para lo que alguien definió como la información blanca.
En pocos días o en este mismo momento, las patrullas de Bush, Blair y Cía. continuarán masacrando a iraquíes, si es necesario a valores humanos, diarios, iguales o mayores a las víctimas inglesas oficialmente reconocidas. Es decir, como ya ocurre desde que los asesinos seriales que comandan Estados Unidos intensificaron la cruzada universal, en nombre de la libertad del petróleo y de sus intereses estratégicos. Sólo que, en el caso de esa barbarie y de esos muertos, los canales de televisión no entrarán en cadena, ni habrá mensajes de repudio y solidaridad de todos los gobiernos, ni se hablará de “horror”, ni los periodistas pondrán cara y voz de circunstancia. En pocos días, también se olvidarán del tema muchos de quienes, incluso desde posiciones progresistas, cometen la enorme equivocación de justificar ataques como el de Londres. Olvidan o descuidan lo elemental: el terrorismo merece llamarse así cuando se trata de masacres indiscriminadas, y por tanto la condena no se basa en un humanismo estúpido sino profundamente ideológico; pero además, en casos como éste, el terror no hace más que reproducir la lógica conveniente a las apetencias del loco con carné que virtualmente preside el mundo, para haberlo convertido en un infierno de miedo. Así que en pocos días o ahora mismo, y en estas lejanas pampas del sur del Sur, por ejemplo, la atención periodística volverá a concentrarse en la interna peronista y en una preocupación realmente notable, como es el hecho de que las nóminas de candidatos no parecen listas sino elencos. Sin embargo, una ligera recorrida de los postulantes electorales, de los partidos y fuerzas tradicionales, muestra que lo frívolo es en realidad aquella preocupación.
Entre el bramido del “que se vayan todos” de hace apenas poco más de tres años y el discurso kirchnerista (pero también generalizado) de que la acción y los nombres políticos deben renovarse, las listas y perspectivas para octubre merecen un vistazo, cuyos resultados involucran tanto a la sociedad –o por lo menos a sus sectores más dinámicos– como a su clase dirigente. Cristina Fernández, que se lanzó acusando de mafioso a Eduardo Duhalde, será secundada por José Pampuro, hombre del riñón de Eduardo Duhalde y médico personal del matrimonio Duhalde. Vuelven Domingo Cavallo y su señora esposa. López Murphy, ministro de la Alianza echado a patadas por una movilización popular al proponer un bestial programa de ajuste en las cuentas de los pobres y de la universidad pública, va en yunta con Mauricio Macri. Carrió puso en cabeza de boleta a un aristócrata ahijado de Fernando de la Rúa. Con los radicales basta y sobra con repasar los listados de 1983, porque no hay mayores diferencias. Y la izquierda, obviamente, se presenta en cuatrocientos pedazos.
La pregunta natural es cuál viene a ser entonces el escándalo o la sorpresa por las candidaturas de Moria Casán, Dorys del Valle, Nito Artaza o Claudio Morgado. En primer lugar, como si se tratase de algo novedoso en un país donde Palito Ortega y Carlos Reutemann llegaron a gobernadores. En segundo término, como si supusiesen una nivelación hacia abajo respecto de nóminas electorales sobresalientes por la estatura ética y profesional de sus integrantes. Y por último, como si la pertenencia a un ámbito ajeno a la militancia partidaria implicase per se la invalidación del nivel político. De manera que lo oprobioso no son (la mayoría de) esas apariciones, sino el hecho de que responden a una bastardización conjunta de la actividad política.
Sin demasiados temores a incurrir en deducciones traídas de los pelos, bien puede establecerse una escala semántica entre la Londres y la Argentina de estos días. En ambos casos, y aun con la distancia pavorosa entre hablar de atentados terroristas y candidaturas legislativas de un remoto país subdesarrollado, no se está llamando por su nombre ni a las cosas ni a sus cosos.

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