EL PAíS › NORMA MORELLO, UNA DOCENTE CORRENTINA SECUESTRADA POR DOS DICTADURAS

Memorias de una maestra rural

Distinguida por la Ctera como “maestra de la vida”, Norma Morello trabajaba en el campo en 1971, cuando fue secuestrada por el Ejército, uno de los primeros casos de detención ilegal y tortura denunciados en el país. La liberaron tras cinco meses, pero en 1976 volvieron a buscarla. Desde hace 16 años trabaja en alfabetización, lo que le permitió rescatar su memoria perdida.

 Por Andrea Ferrari

Cuando el mes pasado le dieron la distinción como “maestra de vida”, Norma Morello se acordó de su tía Catalina, la primera que le sugirió ser docente. También recordó la iluminación que significó para ella el curso de maestros rurales que hizo a los 23 años. La oscuridad vino después, cuando fue secuestrada por el ejército en Goya. El de Morello fue uno de los primeros casos de detención ilegal y tortura denunciados en el país, durante la dictadura de Alejandro Lanusse. El terror que le quedó en el cuerpo tras aquellos cinco meses no se le había ido aun en 1976, cuando volvió a ser secuestrada. Esta vez el cautiverio fue más corto y apenas pudo dejó el país con su familia hacia un exilio difícil. Ahora Morello lleva dieciséis años trabajando en un programa de alfabetización, una experiencia que, dice, le permitió recuperar la memoria que le habían quitado.

Sus padres se habían ido a vivir al campo. Para poder ir a la escuela, Norma se quedó con su tía Catalina en Goya, la misma que cuando la veía jugar a la maestra le decía que ésa era su vocación. Hizo el primario con las Carmelitas y el secundario en la escuela normal y cuando recibió su título, a los 17 años, tuvo que enfrentar un grupo de alumnos que eran más altos que ella.

–Era otra época, había que plantarse delante de ellos y darles con el puntero. Yo a los 17 no tenía carácter para eso.

Empezó entonces a trabajar en un colegio como ayudante de clases prácticas. El cambio en su vida vendría con el curso de maestros rurales que hizo algunos años más tarde.

–Cuando volví de ese curso sentía una luz adentro, creo que me enamoré de esa causa. Estaba muy entusiasmada, al obispo Devoto lo volví loco con que teníamos que armar un movimiento para los campesinos. Y armamos el Movimiento Rural de Acción Católica en Goya.

Empezaron a trabajar en el campo y en las parroquias, donde la gente ponía en palabras de a poco algunas de sus necesidades: la falta de escuela o de caminos.

–Al principio eran cosas chiquitas. Creo que ellos mismos no se daban cuenta de que su hambre era una necesidad a plantear. Después empezamos a ver el tema del trabajo.

Con los tabacaleros formaron una asociación de plantadores que vigilaba la entrega del tabaco a las empresas para evitar los engaños y se organizó una movilización. Eso hizo, cuenta Morello, que el gobierno enviara a ciertos “personajes” a hablar. Los campesinos se atrevieron entonces a plantear la situación.

–Eso fue un gran paso. Nunca me olvido de uno de ellos, el más pobre y humilde, cómo se paró delante de todos y dijo: “¿Cómo es que nosotros trabajamos todo el año, todos los días, toda la familia y siempre terminamos con deudas?” Eso marcó un momento en el camino. Pero mucha gente terminó yéndose porque no había alternativas.

En 1979 Morello fue invitada a Centroamérica por el Movimiento Internacional de Juventudes Agrarias. A lo largo de un año y medio, trabajó en El Salvador y Guatemala, en iniciativas conducidas por la Iglesia.

–En El Salvador dormía en los cantones (áreas rurales), con las ratas pasándome por encima. Ese país es lo más pobre que yo he visto. Allí hacíamos unos cuestionarios y una vez preguntamos cada cuántos días comían carne: todos empezaron a reírse, porque no comían nunca. Lo poco que tenían nos los daban a nosotros, que éramos los visitantes. Yo estoy convencida de que en ese viaje no les di nada a ellos, pero aprendí un montón.

La noche

Cuando volvió al país se dedicó un tiempo más a dar cursos de alfabetización y capacitación para grupos de trabajadores rurales. Pero estaba cansada, dice. Ya no quería seguir haciendo y deshaciendo valijas: necesitaba asentarse en una comunidad. Buscó trabajo y consiguió una suplencia en una escuela rural a donde sólo se llegaba a caballo. De ahí pasó a otra escuela, ubicada en una estancia. Y en ese lugar estaba la noche en que llegó el Ejército a buscarla.

–Primero me llevaron a un lugar en Goya, la subprefectura. Luego me vendaron los ojos y me trasladaron en un avión a Rosario: creo que era como una granja, se oían animales. Toda la parte de la tortura física, con picana y golpes, fue en el campo. Me pedían que les diera nombres de comunistas, que dijera dónde estaban las armas. Al principio yo me decía que me estaban haciendo una broma. No tenía idea de qué iba la cosa. Sabía que tenía compañeros que habían pasado a Montoneros, pero yo nunca había tenido contacto con la lucha armada.

Dice Morello que aunque sabía que sus captores habían llevado sus carpetas con todos los nombres del grupo rural, se impuso no nombrar a nadie.

–Uno es fuerte cuando está solo. Yo no tenía hijos, no estaba casada. Me decía: más que este cuerpo no me van a quitar.

A eso siguió una nueva etapa de interrogatorios donde le hacían repetir las mismas cosas una y otra vez, cientos de veces, mientras amenazaban con matarla. Dice que su cuerpo no daba más, pero no podía dormir. A veces oía gritos de otros detenidos y simulacros de fusilamiento. El 31 de diciembre de 1971 la llevaron a una comisaría y por primera vez le sacaron la venda. Todos le miraban la cara, probablemente por las ojeras.

–Uno me preguntó si me había pintado. ¿Cómo me iba a pintar?

Entre enero y mayo estuvo encerrada en una celda de castigo de uno por dos metros. A esa altura, su situación era conocida: tras golpear muchas puertas, su familia sabía dónde estaba. Había habido reclamos públicos, protestas de las Ligas Agrarias y el 2 de mayo la revista Primera Plana puso el caso en su tapa. La presión era insostenible y la liberaron. Nunca se había presentado un cargo en su contra.

La segunda vez

En Goya le prepararon una gran recepción: amigos y maestros formaron una caravana que la esperó a su llegada.

–El sentimiento que uno tiene al salir es que el mundo está terminado. Fue como ir resucitando de a poco. Ese cansancio que ellos te producen no es gratuito, saben cómo cansarte intelectualmente de una manera que uno sale de ahí sin saber quién es. Al principio yo creía que estaba bien, pero estaba muy rota por dentro. No podía centrar mis ideas, decir por qué había pasado todo. Hasta vino gente del New York Times a verme, pero yo no recuerdo haberles dicho nada estructurado, no podía. A mí me llevó muchos años después saber quién era.

Se quedó poco tiempo en Goya. No podía trabajar.

–Y mucha gente no estaba a favor mío. Mis antiguas compañeras de trabajo me miraban como alguien que fue usado de idiota útil. Creo que no pude soportar sentirme no querida.

En Buenos Aires la gente del movimiento rural la ayudó económicamente durante varios meses. Luego se puso de novia con Eduardo, quien sería su marido. Pero seguía aterrorizada.

–Pobre mi marido. Yo me daba cuenta de que el miedo me controlaba. No quería ir los encuentros públicos, le decía que fuera él. Todo eso a mí me jugó en contra, aparecí como que me había pasado al otro lado, esas cosas que se decían en los grupos. Yo creo que nunca renuncié a lo que creía, sino que no pude desarrollarlo en aquel momento.

El golpe de 1976 los encontró ya con una hija de dos años, Angélica. Eduardo se había quedado sin trabajo y se trasladaron de La Rioja a Goya, donde la familia de Norma los podía ayudar.

–Pero la gente temía juntarse conmigo. La señora de la guardería me dijo que no la llevara a mi hija porque tenía miedo. Era insoportable.

Se fueron otra vez a Buenos Aires. Y la primera noche allí, en casa de los padres de Eduardo, ambos fueron secuestrados. Esta vez fue una banda civil armada con ametralladoras la que irrumpió en el departamento.

–Nos esposaron y echaron toda la casa abajo. Mi suegra tenía alzada a mi hija Angélica y yo le gritaba que se la diera a mi hermana, porque pensaba que nos iban a matar. Como mi hermana mayor no tiene hijos quería que se quedara con ella. Después, cuando pasó todo, mi suegra me contó que nunca oyó lo que le dije.

Con los ojos vendados fueron conducidos a un lugar donde, recuerda, se oían sirenas de barco. Los interrogaron dos días, pero esta vez no los torturaron. A ella la presionaban una y otra vez con detalles del testimonio que había dado tras su anterior cautiverio.

–Creo que querían que me desdijera, pero yo no podía. Después de eso nos dejaron libres en una calle y nos dijeron que tal vez al día siguiente nos volvían a buscar. Fuimos corriendo a la casa. Yo pensaba: “¡Voy a ver a mi hija otra vez!”. Tenía miedo que pasara algo en el ascensor y no llegara nunca.

En los días siguientes anduvieron de casa en casa, hasta que salieron hacia Uruguay. Allí abordaron un barco que los llevó a España. Norma recuerda que era un trasatlántico gigantesco y que cuando se separó de la tierra, todo el mundo lloraba. En los quince días que duró el viaje apenas habló con la gente.

–Uno no sabía con quién estaba. Y yo tenía un terror tan grande. Una vez me miró un mozo y le dijo algo a otro. Yo enseguida me imaginé que esa noche me iban a buscar y me tiraban por la borda. Estaba segura de que me mataban.

Exilio y regreso

En España las cosas no fueron fáciles. Norma había partido embarazada y allá descubrió que tendría mellizas. Se instalaron en la villa de Palomeras Bajas de Madrid.

–No eran casas de chapa, sino unas casitas que se levantaban en una noche. Ahí vivía gente de todo el interior de España y había una gran solidaridad. El día que nacieron las mellizas todo el mundo nos trajo regalos. Parecíamos la Virgen y José.

En los años que siguieron el trabajo siempre escaseó. Por eso cuando en Argentina se empezó a hablar de la democratización, pensaron en volverse. Tampoco les resultó fácil reintegrarse. Norma tenía 44 años al llegar y no pudo incorporarse como maestra en la capital. Sólo consiguió suplencias en la provincia. Por todo eso, reivindica el proyecto de ley de indemnización para los exiliados.

–Nadie salió del país si no tuvo su vida en peligro. Me parece injusto que para combatir esa ley se diga que también hubo exilio interno. Los que nos fuimos perdimos todo, tuvimos que empezar de nuevo.

En 1991 ingresó al programa de alfabetización de adultos, en el que sigue trabajando hoy.

–Siempre voy a darle las gracias a Marta Iovanovich, la coordinadora, porque ella le dio al programa de alfabetización el carácter de educación popular. Yo desde el principio me sentí como un pez en el agua. Con este trabajo reedité mi pasado y recuperé la memoria de lo que había sido. En 1992 me despertaba a las tres o cuatro de la mañana y me asaltaban los recuerdos: lugares, nombres. Entonces me encerraba en el baño, para no molestar a nadie, y escribía. Así pude publicar mi testimonio. Recuperé la memoria que me habían destruido.

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Imagen: Bernardino Avila
 
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