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La conciencia

 Por Gustavo Fernández Walker *

Hace no mucho tiempo, cuando Eduardo Lorenzo “Borocotó” decidió alejarse del PRO, el espacio por el que había ingresado a la Legislatura porteña, para sumarse a las filas del Frente para la Victoria, su actitud recibió una condena prácticamente unánime, y hasta se acuñó el neologismo “borocotización” para referirse a la defección política, a la traición a los votantes, a la lisa y llana falta de escrúpulos. Apenas unos años más tarde, en las vísperas de unas históricas sesiones en el Congreso, cada voto de un diputado o un senador oficialista en contra de la propuesta de su propio partido era celebrado como un triunfo de la democracia. Más aún, cuando el mismísimo vicepresidente de la Nación condenó al fracaso la propuesta que su (nuestra) propia Presidenta había enviado al Congreso, se lo saludó como la imagen viva de las virtudes republicanas.

Evidente diferencia de criterio a la hora de evaluar conductas y fidelidades (con la excepción de Osvaldo Bayer, quien no dudó en acusar a Julio Cobos de “borocotear” a la Presidenta en una contratapa en PáginaI12), cuya explicación puede buscarse en el peculiar sentido que la palabra “conciencia” adquirió en el lenguaje político o mediático –es muy difícil hoy establecer esa diferencia– en estos últimos tiempos.

“Un voto a conciencia”, para la lógica mediática imperante, es un voto en contra del Gobierno. Un voto a favor del oficialismo, por el contrario, es un voto logrado a través de “presiones”, o sencillamente, “comprado”. Así, no sería lo mismo traicionar al votante de conciencia libre (ese que siempre vota en contra del oficialismo, y particularmente de este oficialismo) que traicionar el voto de una pobre víctima del clientelismo, cuya posibilidad de reclamo se termina cuando probó el último bocado del choripán. Además de tratarse de un discurso violento y clasista, lo peor de la cristalización de esa diferencia de criterios es que clausura la posibilidad de considerar que un voto a favor de una propuesta del Gobierno pueda ser un voto “a conciencia”, y más curioso todavía, la posibilidad de que corporaciones poderosas y grupos empresariales que manejan miles de millones de dólares no puedan “presionar” o directamente “comprar” conciencias y voluntades.

Pero lo que resulta, en última instancia, lo más curioso de todo es la novedad de que los grandes empresarios del campo que ocupan bancas en el Senado puedan votar un proyecto que afecta directamente sus intereses sin que los defensores de la república levanten siquiera un atisbo de duda sobre la legitimidad de ese voto. Se nos dice que no hay nada que temer, porque esos legisladores votan “a conciencia”.

Nada más cierto: eso se llama “conciencia de clase”.

* Profesor de filosofía.

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