EL PAíS

De Terror

 Por Horacio Verbitsky

Bajo la presión del G1, que por medio del GAFI amenazó a la Argentina con excluirla del G20, la Cámara de Diputados dio media sanción en la madrugada del viernes a un proyecto de ley de reforma del Código Penal, concebido con la misma técnica de ofertas de supermercado que el ex ingeniero Blumberg impuso en 2004. Un nuevo inciso al artículo 41 duplica la pena para todos los delitos del Código si se cometieran con la finalidad de aterrorizar a la población o de obligar a las autoridades públicas nacionales o gobiernos extranjeros o agentes de una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo. El reclamo de distintas organizaciones sociales y defensoras de los Derechos Humanos indujo al Poder Ejecutivo a una aclaración en el mismo inciso: ese agravamiento no se aplicará cuando los hechos se produjeran en el ejercicio de derechos humanos y/o sociales y de cualquier otro derecho constitucional. En verdad esa salvedad tiene más valor político que jurídico, dado que ya el artículo 34 del Código Penal declara que no son punibles quienes actúen “en el legítimo ejercicio de su derecho”. Con la misma finalidad de control de daños se reformó también un artículo del Código Procesal, para que estos delitos sean competencia de la justicia federal. Al menos eso limita la discrecionalidad de jueces provinciales que responden como sus gobernadores a intereses de los agronegocios o la minería, a expensas de los pueblos originarios o los pobladores pobres, como los de Gildo Insfran o Juan Manuel Urtubey que persiguen a los qom en Formosa o los wichís en Salta por defender sus tierras ancestrales. Si se pretende prevenir y reprimir el terrorismo, es absurdo agravar las penas para todos los delitos del Código Penal. Además el tipo penal que se crea es tan indeterminado y abierto que compromete el principio de legalidad. La ley debe ser clara y precisa al describir lo que se va a castigar y el bien jurídico que se protege. En este caso no lo es. La expresión “delitos dirigidos a aterrorizar a la población” es muy genérica y esto aumenta el riesgo de que las figuras penales sean utilizadas para criminalizar los conflictos sociales. Además crea un desequilibrio normativo porque con el incremento de penas previsto, aún delitos menores pueden terminar teniendo penas superiores a la de otras figuras más graves, lo cual altera la necesaria proporcionalidad. Al duplicar los mínimos, hay una enorme cantidad de delitos que si el juez interpretara que fueron cometidos con finalidad terrorista, pasarían a ser no excarcelables. Tanto el riesgo de ser procesado como de sufrir prisión preventiva tendría graves consecuencias para los militantes o referentes sociales acusados de querer aterrorizar. Dada la práctica oficial en los ocho años transcurridos desde 2003 es claro que el gobierno nacional no procura reprimir las protestas sociales, pero su criminalización en manos de los jueces no es desdeñable. Así ocurre en otros países de la región, como Chile, donde se considera terrorista al pueblo mapuche por el incendio de un bosque. Como ya ocurrió con la reforma Blumberg y con otras leyes de apuro (como la que amenazó con 30 años de prisión por el robo de un pasacasette, o aquella que agravó hasta 15 años de cárcel la pena por robar con un arma de juguete) fueron declaradas nulas o inconstitucionales por fiscales y jueces, aun antes de llegar a la Corte Suprema de Justicia, donde tienen pocas chances de pasar. Pero entretanto una persona puede pasar años privada de su libertad antes de llegar al juicio que, de todos modos, no reparará todo lo sufrido. Es cierto que la ley que ahora entrará al Senado sale favorecida en el cotejo con los esperpentos que por la misma presión se sancionaron en otros países americanos. Pero esto no puede servir de consuelo en el país y con el gobierno del Nunca Menos.

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