EL PAíS

Las leyes del Talión y de Lynch

 Por Mario Wainfeld

David Moreyra tenía 18 años. Fue asesinado a golpes por una turba de personas en un barrio de Rosario. Lo “acusaban” de haber participado en el arrebato de una cartera a una joven como él. Lo golpearon sin piedad, entre muchos, y lo dejaron tirado en el pavimento. No es el único hecho similar registrado en Santa Fe en los últimos días, fue el más grave. Su familia aduce que no era un delincuente, dato que tiene su importancia, pero que no serviría para validar el linchamiento.

La Ley del Talión (vale la pena bajar tanto y remontarse tan lejos) fue un avance en la vindicta penal. “Ojo por ojo y diente por diente” es una condena proporcional, prefijada. Pone límites a la vendetta que se prolonga por generaciones o a la tabulación de la condena por quien se cree víctima. Y a la escalada de revanchas, por mano propia.

La Ley de Lynch es muy otra cosa, de eso hablamos en el siglo XXI.

La familia habló de donar los órganos de David. El periodista y escritor Martín Rodríguez dijo, inmejorablemente, que el cuerpo de ese pibe es una metáfora.

En el excelente blog Cosecha Roja se reseñan reacciones de terceras personas, comentaristas en redes sociales: no son más civilizadas que las del conjunto de los asesinos.

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Cuando un particular comete un homicidio culposo, se gradúa (social y legalmente) su responsabilidad tomando en cuenta su conducta ulterior. Quien mató por negligencia o desdén por las consecuencias tiene el deber posterior de hacerse cargo. Asistir o, así más no fuera, arrepentirse.

Un robo con violencia –un arrebato lo es– puede desencadenar reacciones emocionales, desbordes. Pasado el momento de furia, imperdonable en su dimensión, es dable esperar contrición, asunción de la culpa. Nada de eso ocurrió, hasta el cierre de esta nota.

La intendenta de Rosario, Mónica Fein, manifestó su “dolor” y repudió el hecho. Pocos dirigentes políticos, tan vivarachos para hablar de casi cualquier cosa, se hicieron eco.

Una visión del mundo, muy arraigada, divide el mundo entre “gentes” y “delincuentes”. Una muchedumbre ciega estigmatizó y condenó a David. “La gente” mató arrogándose la representación de la víctima de un delito contra la propiedad. La consecuencia estremece: Moreyra es víctima de un crimen.

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El cronista hace pocos días presenció un hecho similar, de consecuencias menos terribles, en una pizzería porteña. Hasta dudó en consignarlo, lo hace porque alimenta su (opinable) reflexión. Ocurrió un sábado, la concurrencia era de clase media-media o media-baja. El sorprendido fue un carterista. Fue tomado por varios hombres, le pegaron con saña. Lo tenían amarrado, le sacudían en la cara. Le gritaban “peruano de mierda”. Casi nadie los cuestionó, acaso lo hicimos cuatro personas entre cincuenta. Nos replicaron que había robado. Los mozos del lugar se empeñaban en contar eso como si fuera una justificación plena de una golpiza. No aceptaban otra visión, parecían no creer que un parroquiano con aspecto respetable (con cara de gente, digamos) pudiera objetar la venganza, por razones humanas. Nadie les proponía liberar al sospechoso, apenas llamar a la policía.

Al final se hizo: llegó con presteza, no hubo más que lamentar.

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Al cronista le impresiona cómo se han diluido eso que se apodan “códigos”. No pegar a un caído, no agredir a una mujer, muchos contra uno no vale, no patear en el piso. No son reglas pacifistas ni angelicales: apenas un repertorio de cómo dosificar ciertas formas de violencia.

Estremecen la vindicta colectiva, la furia de personas del común, su pérdida de frenos inhibitorios, que son signo de civilización.

Se están por cumplir diez años de la aparición fulgurante de Juan Carlos Blumberg. Hace poco tiempo, el diputado Sergio Massa replicó ese discurso y esas prédicas. Atajémonos, hablamos de debates sobre leyes, condenas, sistema penal. Son tópicos democráticos, en principio. Pero se asientan en imaginarios públicos salvajes, intolerantes, desmesurados.

La cuestión, dolorosa y compleja, excede desde ya el saber de un cronista. Consignar la gravedad del síntoma y la injusticia consumada es, supone, parte de sus deberes aunque no tenga la solución. Ni acaso, toda la explicación de lo que (nos) pasa.

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