EL PAíS › OPINION

Una noche bipartidista

 Por Mario Wainfeld

“El sistema bipartidista consiste en la
existencia de un solo partido. Si existieran dos partidos, no habría sistema.”

Gilbert K. Chesterton

La noche del 26 de abril de 2000, un rato después de que el Senado hiciera ley la Reforma Laboral, varios comensales compartieron cazuela de mariscos, buen vino y brindis en el restaurante Vasco Francés. Fernando de Santibañes, Alberto Flamarique, Darío Lopérfido, Enrique Nosiglia, Antonio de la Rúa y Eduardo de la Rúa integraron el ágape. Eran horas de festejo, que no se repetirían. Era también la imagen de una coalición que reflejaba en lo que se había convertido la Alianza. La familia presidencial, su amigo personal y paladín de los intereses del sector financiero, un frepasista tránsfuga que cambiaba de líder, el eterno operador radical. Fue una bella noche, pero (ay) si no fue la última pegó en el poste. Luego vendrían tiempos desastrosos, crisis fenomenal, derrotas electorales y la eyección del poder. Fue, releída un largo lustro después, una “extraordinaria e irrepetible reunión”, que en su momento reflejó la crónica periodística, en éste y otros diarios.
También la menciona, como un dato de interés, el fallo del juez Daniel Rafecas. La rase “extraordinaria e irrepetible reunión” corresponde asimismo a la sentencia pero no menta esa simbólica cena, sino el desfile de senadores por la casa de su colega Emilio Cantarero, la misma noche. No iban, que se sepa, a cenar sino a cobrar. La investigación judicial, con encomiable minuciosidad, relata (prueba) un activismo fenomenal en la casa del legislador salteño que alegaba estar padeciendo un cruel ataque de asma. Pero las llamadas que entraban y salían –obtenidas de varias empresas telefónicas con la imparcialidad y distancia que caracteriza a las nóminas computarizadas– revelaban que ahí alguna otra fiesta había. Uno de los senadores, un peronista que supo ser de izquierda y renovador, Remo Constanzo, incluso llamó a su casa desde el teléfono de línea de Cantarero. Ya había hecho varias llamadas desde el celular. Tal vez había gastado demasiado. Tal vez, en una larga jornada de sesión, se le había gastado la batería. Como fuera, los compañeros no tuvieron mucha cautela ni prevención. Las banderas las arriaron hace mucho, pero cabría pensar que les compete la añeja sabiduría de no dejar huellas digitales. Cualquier lector puede preguntarse cómo es posible que hombres taimados y avisados se descuiden tanto. La respuesta, posible, se parece bastante a la que busca Su Señoría en una cita de los tratadistas Zaffaroni, Alagia y Slokar: “Se creían invulnerables, por su cercanía con el poder político-económico y tal vez por su dilatada experiencia en materia de impunidad creían que por más ostensible que fuera su comportamiento criminal su actuación no iba a ser captada por el sistema penal”.
El vívido, puntillista relato de las llamadas emitidas desde un lugar del que el más charro sentido común aconsejaría despegarse cuanto antes, la permanencia, la convocatoria a terceras personas (choferes, secretarios), dan cuenta de cuán fuerte era la sensación de impunidad que primaba por entonces en la corporación política. ¿Habrá cambiado algo tras los derrocamientos de Adolfo Rodríguez Saá y Fernando de la Rúa y del acortamiento del mandato de Eduardo Duhalde? ¿Habrá impactado algo el movimiento “que se vayan todos”? Quizá sí, opina este cronista, que ciertamente anhela esa respuesta.
- De muertos y sobrevivientes: Los procesados por Rafecas están muy extrañados del primer nivel de la política nativa. Los senadores no fueron reelectos, ni tienen cargos importantes, Flamarique mora en su Mendoza natal, dedicado a la actividad privada. Nosiglia anuda siempre (conserva un interlocutor de postín en el Gobierno) porque sus lazos trascienden la política y se ligan con otros modos de poder pero está en marcada baja.
Sólo un procesado, Ricardo Branda, conserva un cargo importante, el de director del Banco Central. Cuentan que se porta como una niña, que acompaña las decisiones de sus superiores sin meter bulla. Esa sagacidad básica de un pícaro no debería servirle de salvoconducto, ahora que está procesado. La formal estabilidad de la que goza no debería eximirlo de correrse de un lugar donde gerencia intereses importantes y percibe un sueldo generoso. Branda ha sobrevivido durante el gobierno de Duhalde y el de Néstor Kirchner merced a su buena relación con el gobernador Gildo Insfrán, impresentable aliado de los dos presidentes justicialistas. Sería deseable que Insfrán o alguien del Gobierno le pidiera a Branda su renuncia.
Sería un relámpago en una noche negra, porque dicho sea al desgaire, la omertà política de peronistas o radicales, como buen código de conducta, se aplica aun a los muertos. Ni el PJ ni la UCR han dicho media palabra respecto de sus ovejas descarriadas. ¿Descarriadas?
- El peor de todos: De la Rúa fue en efigie la hipocresía al poder. Dual, capcioso, elusivo, su discurso hueco lo espejó notablemente. “La patria”, “los consensos”, “la grandeza”, “la gran mesa de todos los argentinos”, todos los lugares comunes, poblaron su verba al servicio de la entrega del país y el vaciamiento de las instituciones. Entre sus palabras rimbombantes y sus acciones hubo un abismo. Si se permite un sarcasmo acaso excesivo, ni siquiera cumplió la promesa de ser aburrido. Demasiadas peripecias, lamentables algunas, trágicas otras hilaron su gestión.
Michel Foucault (a quien su Señoría cita en una sentencia memorable que tiene su barniz cultural y un adecuado tono de indignación republicana) se hubiera hecho un pic nic vinculando discurso y praxis del hombre que llegó demasiado en mala hora.
Nada les ahorró a los argentinos ese presidente a quien el juez quiere, con sobrados elementos, investigar a fondo. Lo sospecha (le sobran elementos para hacerlo) de ser el vértice superior, el factor común de acto de corrupción machazo que no fue un accidente ni una movida aislada sino un síntoma de un mal mayor. Radicales él y sus operadores, peronistas sus contrapartes, De la Rúa fue actor protagónico de uno de los peores sainetes del bipartidismo nativo.

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