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¿Cambio o gatopardismo?

El acercamiento prenunciado a Estados Unidos y a gobiernos europeos trae malos presagios. Sin renacionalizar lo que privatizó el menemismo y sin cambiar las reglas de juego de la economía, es poco lo que se podrá lograr en la redistribución de la riqueza.

 Por Atilio A. Boron

En El Gatopardo el Príncipe Fabrizio Salina, personificación de la decadente y amenazada aristocracia siciliana, pronuncia una frase que haría historia: “Algo tiene que cambiar para que todo siga igual”. La irrupción de este recuerdo no es para nada casual. Qué nos espera: el cambio que se nos promete, ¿no será para que todo siga como está?

El solo hecho de que la mayoría de los ministros de CFK procedan del gobierno saliente (¿“saliente”?) y que gran parte del elenco que ocupa el segundo escalón en la jerarquía del Estado tenga la misma procedencia abona un cierto escepticismo. La presidenta electa declaró que el cambio, en relación con anteriores transiciones, será que esta vez no habrá cambio. Las poquísimas ideas que se ventilaron en la campaña presidencial –un déficit de todos los candidatos– fueron de tal nivel de vaguedad que impiden discernir, mucho menos ilusionarse, con un proyecto de cambio. En resumen: las mismas ideas y el mismo personal. ¿Cambio?

La novedad más promisoria es la creación del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, a cuyo frente se designó a Lino Barañao, un científico de renombre pero cuyas desafortunadas declaraciones sobre la conveniencia de promover la producción de “biocombustibles” (más correctamente “necrocombustibles”, porque como lo recuerda Frei Betto tienen mucho más de muerte que de vida) es muy preocupante. De todos modos, para que este ministerio pueda cumplir su cometido será preciso dotarlo de suficientes recursos, cosa que hasta ahora no ha ocurrido. Desde el menemismo hasta la actualidad (según los datos de la propia Secyt), la inversión en ciencia y tecnología de la Argentina no se ha movido más allá de una ínfima proporción: el 0,4 por ciento del PBI. Es cierto que en ese lapso éste creció y mucho, pero ello no modificó la intensidad del (poco) esfuerzo que el país hace en esta materia. Para comparar: en estos últimos años Brasil destina a ciencia y tecnología cerca del 0,9 de su PBI (además, mucho mayor que el argentino), mientras que en Chile esa proporción oscila en torno del 0,6 por ciento. Ninguno de estos casos se acerca a los niveles de Japón (3,17 por ciento de su PIB) o los demás países desarrollados, todos por encima del 2 por ciento. Por eso hay muchísimo que hacer en este rubro.

Por otro lado, tampoco son demasiado reconfortantes las expectativas que despierta la política internacional que insinúa el gobierno entrante. Parece razonable suponer que habrá un nuevo acercamiento a los Estados Unidos, sobre todo si se produjera el triunfo de Hillary Clinton en las elecciones estadounidenses del año próximo. Y ya sabemos en qué terminan estas aproximaciones. Al mismo tiempo es evidente el interés de la futura presidenta por estrechar lazos con algunos países europeos gobernados por el mal llamado “centroizquierda” (un cóctel insípido con mucho de lo primero y nada de la segunda) y con sus epígonos latinoamericanos, con los cuales la futura presidenta mantiene cordiales relaciones. La posible presencia de CFK en Davos, donde se reúnen para afinar sus estrategias de dominio y control los principales responsables del holocausto social y ecológico del planeta, no es un signo alentador, como tampoco lo ha sido el mensaje enviado a las privatizadas y, en general, al capital transnacional, en sus viajes al exterior. El mutismo de la Casa Rosada ante el incidente ocasionado por la intemperancia del rey de España en la última cumbre de Santiago ha sido muy elocuente. Lo fue más el hecho de que al día siguiente el matrimonio gobernante recibiera a Rodríguez Zapatero en la Casa Rosada.

Otra novedad es la designación del futuro ministro de Economía, Martín Lousteau, a quien el consenso multimediático se encargó de definir como un “heterodoxo”. No obstante, el elogio de sus maestros y mentores académicos como Roque Fernández o Ricardo López Murphy, nombres que nadie en su sano juicio categorizaría como heterodoxos en ningún sentido de la palabra, conspira contra tal definición. Idéntica conclusión se desprende de su prolongada afiliación institucional con los santuarios más ortodoxos de la economía neoclásica, como las universidades Di Tella o San Andrés; de su colaboración con Alfonso Prat Gay cuando éste fue presidente del Banco Central entre 2002 y 2004, o de su coautoría del libro Sin atajos junto con su tutor en materia económica, Javier González Fraga.

Por eso, la supuesta heterodoxia del nuevo ministro no parece ser tal: si Keynes revolucionó la política económica al hacer del gasto público y el déficit fiscal instrumentos virtuosos de crecimiento económico, por su formación y trayectoria Lousteau parece más inclinado a preservar la vigencia de dos artículos de fe del catecismo neoliberal: moderar el gasto público y mantener el elevado superávit fiscal de los últimos años, lo que en un país con tantas necesidades insatisfechas y con un Estado destruido es un absurdo imperdonable. La mayoría de los países europeos no sólo ignoran esos consejos de la ortodoxia sino que hasta el propio Tratado de Maastricht tolera el déficit fiscal a condición de que no exceda el 3 por ciento del PBI, lo cual no atenta contra la competitividad de los europeos en la economía mundial, muy superior a la de la Argentina.

En todo caso, en los próximos días se conocerá cuál es la agenda de prioridades nacionales que tiene el Gobierno y cómo las piensa encarar. Claro que esto dependerá bien poco de las preferencias u orientaciones teóricas del ministro de Economía, dado que la experiencia reciente demuestra que la cabeza real de dicho ministerio se encuentra en la Casa Rosada y no en el Palacio de Hacienda. Entre esas prioridades la más importante y urgente es atacar seriamente el problema de la pobreza y la concentración de la riqueza, lacras que se mantienen en niveles indecentes e intolerables –sobre todo para un régimen que se pretende democrático– luego de cinco años ininterrumpidos de “tasas chinas” de crecimiento económico. Habrá que avanzar resueltamente en una reforma tributaria integral, que ponga fin a las escandalosas inequidades impositivas de la Argentina, donde quienes más ganan y tienen aportan menos, en términos proporcionales, que los que poco o nada ganan y tienen, y que premia la especulación financiera mientras penaliza la producción. Será necesario recuperar sin más dilaciones los recursos básicos del país (mineros, hidrocarburíferos, etcétera) malvendidos en los años del menemismo y que continúan dando lugar a un verdadero saqueo económico y una aberrante depredación ecológica ante la total pasividad –¿o complicidad?– gubernamental. Las recientes medidas elevando las retenciones a las exportaciones agrícolas y de hidrocarburos intentan captar una parte de la renta extraordinaria generada por esos sectores; se trata de una medida que si bien va en la dirección correcta es insuficiente. Como dirían los ingleses, too little and too late. También es imprescindible que el nuevo gobierno revise todo lo actuado con las privatizaciones y renacionalice las empresas que incumplieron con sus obligaciones contractuales, o las que sean declaradas de interés nacional. Para todo ello tendrá que reconstruir al Estado, destruido por el fervor neoliberal y la corrupción de los noventa, pues sin su eficaz presencia el saqueo de la economía argentina (por ejemplo, del petróleo, que se está exportando descontroladamente sin que exista ninguna agencia estatal que verifique este proceso) continuará hasta el completo agotamiento de nuestros recursos naturales. Además, si es serio en sus lamentos sobre la calidad institucional deberá normalizar cuanto antes la situación del Indec y garantizar que no se repetirán los bochornosos episodios de los últimos meses. El nuevo gobierno tendrá también que hacer un enorme esfuerzo para recomponer la debacle en que se encuentran la salud y la educación públicas y proceder a derogar, sin dilación alguna, dos perversas criaturas de la dictadura que inexplicablemente siguieron en vigor durante el gobierno de Kirchner: la Ley de Entidades Financieras, pergeñada por Martínez de Hoz, y la siniestra Ley de Radiodifusión, que potencia hasta niveles incalculables la gravitación ideológica y política de los oligopolios nacionales y extranjeros que, en su ardiente retórica, el Gobierno dice combatir. Además, deberá otorgar la personería jurídica a la Central de Trabajadores Argentinos, que expone a la Argentina a reiteradas recomendaciones de la OIT, hasta ahora desoídas por la Casa Rosada.

Para que esta apremiante agenda sea enfrentada con alguna chance de éxito CFK tendrá que abandonar definitivamente las políticas neoliberales aún vigentes y hacer una clara apuesta a favor de fórmulas heterodoxas. Cuando el Gobierno lo hizo, con los bonos de la deuda, le fue muy bien y la economía registró un crecimiento sin precedentes. Pero como el resto de la política económica continuó atrapada en las premisas del Consenso de Washington, el efecto redistributivo de tan formidable desempeño fue apenas marginal. Los frutos del crecimiento fueron acaparados por las clases dominantes; algo llegó hasta los sectores medios mientras que el resto de la sociedad tuvo que conformarse con migajas. La audacia en el manejo de los bonos de la deuda fue neutralizada por la irritante pusilanimidad manifestada en las demás áreas de la política económica. Dada la evidente continuidad entre ambos gobiernos y la poca determinación exhibida para atacar los problemas de fondo de la Argentina, no hay demasiado espacio para la esperanza. Lo más probable es que el “gatopardismo” frustre, una vez más, las expectativas de cambio de nuestro pueblo. Ojalá que nos equivoquemos.

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