ESPECTáCULOS › “CABEZA DE PALO”, DEL DEBUTANTE ERNESTO BACA

Silencios de pura elocuencia

Por L. M.

“¿Qué es lo que impulsa a uno a corromperse aun involuntariamente, como si se lo obligara a la fuerza?”, se pregunta en su prólogo este film paradójicamente silencioso, sin palabras. En los apretados, lacónicos 65 minutos de Cabeza de palo –la ópera prima de Ernesto Baca, que se conoció originalmente en el Bafici 2002, pasó luego por diversos festivales internacionales y ahora es rescatada para Buenos Aires por el Centro Cultural Ricardo Rojas– no se escucha una sola línea de diálogo y, sin embargo, la película consigue una rara elocuencia, que le permite intentar esbozar una respuesta para la pregunta particularmente difícil que el film mismo se plantea.
No hay nada explícito en Cabeza de palo, pero la violencia y la fatalidad están siempre latentes, como una amenaza, como un destino trágico del que los personajes no parecen poder escapar. El protagonista es un colectivero, que recorre diariamente una autopista que conecta los suburbios de Buenos Aires con el centro de la ciudad. Pero si hay algo de lo que el film de Baca huye, como de la peste, es del costumbrismo o de las pinceladas de color local. Se diría que, por el contrario, el director prefiere en cambio el camino de la abstracción, no sólo por la ausencia absoluta de diálogos sino también por la elaboración de sus planos, siempre precisos, muy pensados, pero no por ello fríos o simplemente estilizados.
Hay una poderosa fuerza narrativa en cada uno de esos planos, que le permite al film ir retratando a la familia del colectivero –su mujer, su pequeña hija– y todo un mundo, que es el del conurbano bonaerense, con sus calles de tierra, sus perros hambrientos, sus bares dudosos, sus personajes “pesados”, que acechan al protagonista, presumiblemente para cobrarle alguna deuda.
La autopista, con su trazado geométrico; la red siniestra que forman los cables del alumbrado; las laboriosas bombas de agua que alimentan las canillas de las viviendas precarias –planos aparentemente vacíos, inspirados acaso en el cine de Ozu– hablan a su vez de un universo paralelo hecho de objetos hostiles, de un camino y una mecánica inapelables que no le ofrecen escapatoria a ninguno de los habitantes de Cabeza de palo, ni siquiera al protagonista, cegado por la ilusión de una vida tan fácil como seguramente efímera.
Ese determinismo que plantea el film es sin duda su propuesta más inquietante, su base más sólida, de la misma manera en que sus puntos más débiles están en su periferia, en esos relatos paralelos que van acompañando al tronco central y no alcanzan a enriquecerlo. Hay apuntes sobre la droga, sobre el micromundo del cine pornográfico, sobre la prostitución, que no siempre parecen justificar su pertinencia. A pesar de esas digresiones (e incluso gracias a ellas), Cabeza de palo se erige como una experiencia infrecuente, fuera de norma, que se suma a la línea más esquiva y oculta del nuevo cine argentino, esa que comenzó con Picado fino de Esteban Sapir y Ciudad de Dios de Víctor González, otra película lumpen, subterránea, que se hace necesario recuperar.

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