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“Una Venecia magica”

El tenor que protagonizará en el Colón el estreno sudamericano de Muerte en Venecia, de Britten, habla de la obra, de su personaje y de la puesta de Alfredo Arias, en la que la ciudad se impregna “de soledad y muerte”.

 Por Diego Fischerman

Lord Benjamin Britten terminó de escribir su última ópera en 1973, poco antes de ser internado para una cirugía a corazón abierto. Muerte en Venecia, con libreto de Myfanwy Piper y basada en la novela de Thomas Mann, era, en cierto modo, también su despedida. Se estrenó ese año, tres antes de la propia muerte de Britten, y allí el final de la vida y, también, la homosexualidad e, incluso, la fascinación por los niños estaban en primer plano. Lo que en sus obras anteriores no llegaba a formularse con claridad –la relación entre Billy Budd y el capitán en su adaptación del texto de Melville, la del niño y el fantasma en La vuelta de tuerca–, aquí se planteaba sin tapujos. Y lo que en la novela de Mann era ambiguo, sobre todo en su referencia a Platón, para Britten era explícito. Y la muerte estaba presente, como personaje, desde el primer momento, presentándose ante Aschenbach como un gondolero misterioso y como un viajero que lo aborda en el cementerio. “Aschenbach, en el libro, es un hombre que ha perdido a su mujer y de quien puede presumirse que ha tenido un matrimonio maravilloso. Para Britten resultan centrales las ideas de pérdida y de muerte”, explica el tenor Nigel Robson, que representará el personaje en el estreno sudamericano de esta ópera, el próximo martes en el Teatro Colón.
Con una importante experiencia en el terreno de la ópera inglesa contemporánea, Robson ha participado de las versiones dirigidas por Richard Hickox de Troilo y Cressida, de William Walton, y The Rape of Lucretia, de Britten. También fue parte del registro de Idomeneo de Mozart y de L’incoronazione di Poppea y las Vespro della beata Vergine de Monteverdi, con la conducción de Sir John Eliot Gardiner. En cambio, en su repertorio está casi ausente lo que conforma el núcleo central del repertorio convencional: el siglo XIX. “No tiene mucho que ver conmigo”, sintetiza este músico que, además, fue parte durante su juventud de Opera Factory, un grupo que seguía de cerca la estética de Peter Brook y las enseñanzas de Grotowski. Sobre esta puesta en particular opina que “la idea de Arias de situar la acción en San Marco me pareció genial. Es una especie de requiem de Aschenbach por sí mismo. O de un recuerdo. No se trata de una mirada naturalista, Aschenbach es aquí un personaje envuelto en el misterio, en la ensoñación; es alguien que, tal vez, mira su propia muerte. O la revive.”
La escritura musical de Britten construye ese clima cuidadosamente. Una orquesta usual contrasta con la exigencia en cuanto a instrumentos de percusión, a cargo de cinco intérpretes. Y es que la percusión tiene a su cargo el mundo del otro: Tadzio, sus amigos y su familia. Estos personajes, en la ópera de Bri-
tten, no tienen voz, no pueden comunicarse con Aschenbach de acuerdo con las convenciones de la ópera. No cantan. Son sombras, obsesiones. Y plantean, de manera permanente, la tensión entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Robson, por su parte, también recuerda Venecia y, en particular, San Marco: “Hace unos años, hicimos un film para la BBC, con Gardiner, en el que registramos las Vespro de Monteverdi en la catedral de San Marco. Fueron dos conciertos y, después del segundo, volvimos a San Marco a medianoche, para hacer la filmación. La catedral estaba vacía y fue realmente nuy extraño. Terminamos a las cinco de la mañana y, cuando salimos, las góndolas golpeaban, solas, la superficie del agua del canal. Algo de ese clima aparece en esta puesta. Es una Venecia mágica, impregnada de soledad y muerte. El otro aspecto brillante de esta concepción escénica es la manera en que está concebida la danza. No hay un ballet, como en la puesta de Glyndebourne, por ejemplo, sino una integración absoluta con la escena y con la música. Cuando llegué aquí y empecé a trabajar en la puesta no pude creer la suerte que había tenido”.
El otro elemento que tuvo que ver con la composición del personaje de Aschenbach fue más misterioso aún y se relaciona con el regreso de sus padres, para escucharlo en una puesta de Billy Budd, también de Britten, a una ciudad escocesa en la que habían estado en su juventud. Ese clima de viaje plagado de recuerdos, que el padre plasmó en un poema es, para Robson, el de “este hombre que llega a Venecia para asistir a su muerte. Allí están las gaviotas, y el mar, y el viento”. En la puesta de Arias, por otra parte, Tadzio está lejos de acercarse al modelo que en el imaginario fijó la película de Visconti. En esta versión, él y sus amigos son gimnastas –de hecho, la ópera imagina unos juegos olímpicos en la playa, frente a Aschenbach–. “Muerte en Merlo”, bromea el régisseur, que reconoce en su visión del personaje “una fuerza telúrica, algo argentino que no puede evitarse”. La admiración de Robson por Peter Pears, el tenor que estrenó el personaje y que fue compañero de Britten hasta su muerte, forma parte, también, de los sentimientos del cantante hacia esta obra. “Cuando tenía 19 años, mi padre me regaló un disco y me dijo ‘escuchalo, te va a gustar’. Era la Serenata para tenor, corno y cuerdas de Britten y cantaba Pears. Había allí un cierto aire folklórico, una sencillez melódica maravillosa. Yo no escuchaba mucha música en ese entonces y tampoco se me había ocurrido, hasta ese momento, ser músico. Pears, cantando de esa manera, que nada tenía que ver con los vibratos de los cantantes de ópera italiana, me estaba hablando a mí. Ese fue el momento en que decidí ser cantante.”
Robson habla de esas líneas de Keats con las que comienza la Serenata de Britten, de Thomas Hardy y de Paul McCartney. Canta la primera estrofa de Blackbird. Y reflexiona acerca de la melancolía en la canción inglesa y de la manera en que allí se conectan las tradiciones altas y bajas. “De manera natural, como en el teatro de Shakespeare”, dice. Le interesa el teatro, es claro, y piensa que en la ópera actual hay bastante poco. “Es muy difícil que puedan suceder cosas demasiado interesantes en los grandes teatros de ópera”, opina. “El futuro, posiblemente, esté en las salas más pequeñas, que tienen un mayor grado de independencia de los dictados del mercado. Allí están las raíces del teatro musical y quizás esté el porvenir. El Colón, en realidad, es una sala muy inusual, porque es grande pero, realmente, cuando uno canta allí, se la siente pequeña. Tiene intimidad. Uno puede sentir allí que le habla a cada uno de los asistentes. Y, por otra parte, también corre riesgos interesantes en la programación y esta puesta es una prueba de ello.”

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