ESPECTáCULOS › ENTREVISTA A DANIEL BURMAN Y A DANIEL HENDLER,
EN EL FIN DEL RODAJE DE “DERECHO DE FAMILIA”

Con la mirada puesta más lejos del Once

Trabajan juntos hace más de una década y trasladan mucho de sus vivencias a las películas que compartieron. “Había que salir del Once y contar otras historias. No todo lo que hagamos tiene que estar impregnado de nuestro judaísmo”, dice Burman, cuando acaba de terminar el rodaje de su quinto largometraje.

 Por Julián Gorodischer

Daniel Burman está harto del Judiómetro. Se acostumbró de a poco a escuchar el reclamo de la señora con cartera que mide la verdad de sus narraciones sobre judíos. “¿Por qué retratás a los judíos –le decían– tan decadentes?” Burman es el director que contó los dilemas de la familia disfuncional en una posible trilogía que incluye a las películas Esperando al Mesías, El abrazo partido y Derecho de familia (recién terminada de filmar). Es el que inauguró ese arquetipo de joven cineasta hecho a sí mismo, precursor en la apertura de una productora independiente (BD, junto a Diego Dubcovsky), portador de ese combo tan difícil que se le retacea a la mayoría: un tema y un estilo. Daniel Hendler, su actor fetiche, impuso –por su parte– una vacilación en la actuación, un estar en el mundo dubitativo que impregnó sus protagónicos en las de Burman, pero también en El fondo del mar (de Damián Szifrón), Sábado (de Juan Villegas) y 25 watts (de los uruguayos Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll). Burman eligió a Hendler para expresar, cada vez, algo de su propia vida.
Si hasta aquí los suyos fueron héroes diletantes, hijos de una clase media venida a menos, de una generación marcada por la apatía y el desconcierto, el protagonista de Derecho de familia (Ariel Perelman) será un joven padre de familia más asentado, al ritmo de la biografía del director (que ya es un joven padre de familia más asentado), de profesión abogado y un poco menos judío que sus precursores, casado con una chica católica, sin énfasis en su religión tal vez para, de una vez por todas, dejar de escuchar ese lamento repetido de la señora con cartera o del asiduo concurrente a templos y/o clubes. “Nene –reprochaban–, ¿por qué nos ubicaste en esa galería tan fea?” (la de El abrazo...). “¿Y qué quieren –les responde Burman, enfático–, que cuente las historias del country Lagartos? Siempre las mismas...”
–¿Así se decidió “la salida” del tema judaico?
Daniel Burman: –Hubo pequeños sucesos después de El abrazo partido que me provocaron el deseo de correrme un poco de la temática. Si ahora hago una historia de abogados (la de Derecho de familia), no creo que vengan 1500 abogados, o que me llamen, o me manden cartas diciéndome que donde figuraba la palabra sentencia en realidad debería ir dictamen. Ese es un pequeño vicio, en el cual me incluyo, y que consiste en pensar inmediatamente si un hecho narrado que se relaciona con la cultura judía es correcto o incorrecto.
Daniel y Daniel seguramente preferirían no divagar demasiado en torno al judaísmo y derivados. Hartos también, siempre predispuestos a saturarse de discursos y retóricas variados, de la inauguración de lo judío como moda (el jewcy) a raíz de la conversión de Madonna al culto de la Cábala. Pero el tema vuelve con la biografía de los dos, tan reconocibles como “buenos chicos judíos” desde la cuna, en la Argentina o Uruguay (la patria de Hendler), conectados a los grupitos de Hebraica (“¿Viste que todos los de Hebraica tenemos la misma cara?”, dice Burman), descubridores del Once antes de que desembarcaran los Agulla y los Baccetti a continuarlo (en Mosca y Smith en el Once) como fenómeno de marketing publicitario. Derecho de familia, hay que decirlo, borró “la marca” de la pantalla y eligió contar una historia más allá de Callao, donde se termina el mercado de telas y el griterío, y empieza la vida del abogado joven en busca de un camino alternativo al de su padre, también abogado. “Somos judíos de la diáspora –sigue Burman– y eso hace que por un montón de motivos sea necesario formar parte de la sociedad. Para mí estar integrado, o no, no es un dilema: es una reflexión que presupone que uno esté afuera, una presunción que yo no hago. Y no todo lo que hagamos los judíos tiene que estar impregnado de nuestro judaísmo.”
–¿Sintieron que tenían que escaparse de los límites del Once?
D.B.: –No me interesaba encasillarme y ser redundante con una cosa que ya había contado. Ya me ocupé de esas historias del Once, marcadas por una mirada melancólica de las cosas que viví, ese folklore que hacía que uno tuviera un compañero de banco descendiente de mapuches, coreanos y los cinco judíos de cada curso.
Daniel Hendler: –Salir del Once es bárbaro, escapar de ese ruido enloquecedor. Aunque Tribunales no es ninguna maravilla. Al llegar por primera vez uno persigue un estereotipo, y cuando se afloja puede encontrar su propio personaje: cada uno está en su propio mundo, sin tanto contacto, sin la sociabilidad del Once, esos encuentros y choques. Acá hay algunas charlas de bares, pero durante el trabajo todo es mucho más individual, a su ritmo y en su mundo.
Y se sigue desplegando esa subjetividad furiosa que reaparece en la entrevista cada tanto. Son fugaces ráfagas de escándalo en las que Burman o Hendler se entusiasman con una suave diatriba dirigida a fanatismos de cualquier tipo. El resto del tiempo cultivan el escepticismo sobre el mundo, ese estado de distancia que los inhibe de plegarse a la última tendencia en directores del Nuevo Cine Argentino: armar discurso sobre sus películas.
–Vieron que a veces hay más discurso que película...
D.B.: –¿Vos te creés que cuando vuelvo a mi casa, después de doce horas de trabajo, tengo ganas de hablar de la utopía, o del profundo valor metafórico detrás del argumento de mi película? Reflejar la realidad no es tomar sólo la versión que uno pueda dar de lo propio... realidad no es sólo lo que uno ve....
–¿El cineasta se vuelve cada vez más autorreferencial?
D.B.: –A mí me aburre hablar de cine en general, y sobre lo que hago ni te cuento. Una lectura depende de qué se haya leído ese día y/o de cómo se componga tu familia. Reflexionar sobre lo que hago no me sirve de nada, ni antes ni después, porque ya lo hice, y los errores cometidos no son los mismos que vendrán en la película siguiente.
Daniel y Daniel giran por el mundo recorriendo festivales, llevando ese modo de ser judío al sur del continente americano que se ofrece como una golosina exótica a la mirada de franceses y alemanes. Hendler también apareció fugazmente en la reciente Whisky (de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll), aclamada en Europa como ficción, pero a la vez como testimonio. A los dos les toca, además de recrear una fantasía, acercar una realidad que en Nueva York o Berlín podrá sonar insólita: ¿cómo se vive la diáspora en el Río de la Plata? “En Europa –cuenta Burman– mostrás el Bar Mitzvá de tu primo y dicen que refleja la crisis argentina. Yo no le doy bola a eso, pero entiendo que así como yo trabajo de hacer películas –sigue–, el periodista francés trabaja de escribir sobre lo que yo hago. Antes me enojaba y pretendía juzgar el trabajo del otro; ahora me di cuenta de que los discursos sobre mi discurso son todos verdaderos, aunque no me gusten.”
Hay algo poético en la idea de que las películas acompañan las vidas de los dos, filmadas cada dos o tres años como una crónica del crecimiento compartido, de los cambios en el cuerpo y en la familia (pasar de vivir con los padres a tener un hijo). Hay algo que se expresa más allá del cine en esta relación de pareja amistosa que cuenta sus vidas como jóvenes adultizados “que no van a Pachá –dice Burman–, cuya máxima salida es dejar a los nenes con la suegra para ir al cine y a un restaurante”. En Derecho de familia se verá ese punto en que el joven adulto urbano “no cool” mira a su padre y descubre que se está haciendo viejo, ese momento de retorno en que el otro ya no tiene que ponerse armaduras o máscaras y se empieza a mostrar un poco más entero. Ese padre abogado (también el de la vida real de Burman) ingresa a la película porque, otra vez, lo pequeño es hermoso y lo cercano: ¡un mundo!, en la obra de este director y de su actor fetiche.
–Suena bien eso de acompañar la vida con películas, con tanto en común entre actor y director con los personajes...
D.H.: –Más que los parecidos y coincidencias casuales (la edad, el origen), en el personaje aparece el propio cuerpo del actor, con su sistema nervioso involucrado. Salvo que sea un asesino serial, con el que seguro no tendría rasgos asociados, uno toma cosas de la relación con su padre, para después investigar más allá de eso. La historia personal es siempre el mejor punto de partida.

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Burman y Hendler, con el Palacio de Tribunales a sus espaldas.
 
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