ESPECTáCULOS › LEON GIECO, DE VISITA EN LA TIERRA DE VAIROLETO

Siempre es fácil descubrir una canción verdadera

El autor de “Bandidos rurales” viajó a Mendoza para presentar su disco y luego visitó, en la localidad de General Alvear, la tumba y la casa de Juan Bautista Vairoleto, mito popular venerado en la zona y protagonista de la canción.

 Por Esteban Pintos

El auto recorre las calles de una Mendoza casi desierta, pasadas las diez de la noche del martes. León Gieco recién llegó de Buenos Aires y está bien dispuesto a empezar a cumplir un anhelo que ya superó una década: desde principios de los noventa y cada vez que viene a Mendoza, pregunta por Juan Bautista Vairoleto, quiere conocer el lugar donde descansan sus restos, a su familia. Luego de la edición de Bandidos rurales, el disco y la canción que hacen explícito el homenaje (Vairoleto es eje del relato), todo se hizo más evidente y la ocasión para la que llegó varios días antes de sus shows en la ciudad, inmejorable. En una casa de clima cálido y cocina extendida hasta el living, con vino, empanadas, pizza y alfajorcitos esperan Telma Ceballos (la viuda del gaucho gringo justiciero), una de sus hijas y todos los nietos que irán apareciendo a lo largo de la noche. Vairoleto (ésta es, asegurarán sus familiares más tarde, la forma correcta de escribir el apellido frente a las diversas acepciones que incluyen la B o la doble TT, o una combinación de otras tantas posibilidades) es uno de los mitos rurales más grandes construidos alrededor de una vida al límite y un final trágico-romántico único. Mató un policía en defensa propia, estuvo preso, conoció las ideas anarquistas, volvió a ser detenido y luego huyó hacia adelante, por el monte. Acumuló entonces –dicho en términos periodístico-policiales– “un frondoso prontuario” a la par que crecía su aura de justiciero popular, quitando a los ricos, dando a los pobres. Su poder mítico se extendió hasta nuestros días y, aun muerto, sigue haciendo algo por aquellos por lo que casi nadie hace nada. Menos ahora. En los años ‘20 y ‘30 Vairoleto dejó su huella de Robin Hood criollo en una zona que abarca el centro-sudoeste de la Argentina y que llegó hasta el litoral: La Pampa, Mendoza, San Luis, Neuquén, Río Negro y también Chaco, extensión provocada luego de la “cumbre” con Mate Cocido (otro bandido rural de peso) y el célebre robo conjunto a La Forestal. Se suicidó cuando, rodeado en su chacra de Gral. Alvear, supo que no tenía sentido intentar más resistencia pero sí salvar la vida de su esposa y sus hijas. “Vairoleto cae en Colonia San Pedro de Atuel/El último balazo se lo pega él/Vicente Gascón, gallego de 62/con su vida en Pico pagó aquella traición/Sol, arena y soledad, cementerio de Alvear/en su tumba hay flores, velas y placas de metal/El último romántico lo llora Telma, su mujer/Muere fuera de la ley, muere fuera de la ley”, reza una estrofa de la canción que es causa y consecuencia del encuentro que está por producirse.
El espíritu de Vairoleto está en la casa de la calle Moreno al 2800, en los noventa años llevados admirablemente por Telma y en las historias que ella relata con naturalidad y gracia. Por ejemplo, la manera en que lo conoció. “Ahí llegan los gauchos...” cuenta que oyó cuando tres jinetes se arrimaban al campo en donde vivía con sus padres y sus dos hermanas. “Nos arreglamos un poco la ropa, el pelo, nos cambiamos de alpargatas y ahí mi padre me mandó a cebarles mate... A mí me gustaba otro, pero él no me sacaba los ojos de encima”, dice la señora mientras se sirve de su propio vino, levemente cortado con soda. Un rato después, le dice a León que lo hacía más flaco por la tele y todos se ríen. El le cuenta cómo es que se interesó por la figura de Juan Bautista. “Siempre me gustaron las películas de cowboys, ésas donde los tipos llegaban de ningún lugar y después de hacer justicia, partían otra vez y con rumbo desconocido. Después, recuerdo un viaje a Australia en donde leí en la revista del avión la historia de Sundance Kid, y me pregunté si es que no habría en Argentina gente así... Hasta que conocí los libros de Hugo Chumbita y así empezó la historia.” Telma, su hija y los nietos escuchan atentos la historia que relata el que tal vez sea el músico popular más querido de la Argentina, justamente desde Ushuaia a La Quiaca. Todos parecen conmovidos por su presencia, sin reparar en que el conmovido es, justamente, León Gieco. Fabio Erreguerena, uno de los nueve nietos, cuenta que el trámite para que su mamá y su tía tengan –finalmente– el apellido paterno ya está hecho, y que habrá además una fiesta grande en el predio del rancho, el 14 de septiembre o el 11 de noviembre, las dos fechas (muerte y nacimiento) claves en el recuerdo popular de su abuelo. “Todo esto será como cerrar un círculo, algo que nosotros consideramos que la memoria de nuestro abuelo merece”, dice. Y enseguida inicia el relato de las últimas horas de Juan Bautista, destacando el gesto de su abuela: guardar la sangre derramada en un frasco de café –en una suerte de premonición sobre la posibilidad de un examen de ADN–, esconder el frasco que nunca más fue encontrado. Telma toma la palabra. Impresiona la sencillez y naturalidad que utiliza para recordar, con toda precisión, un episodio ciertamente importante de la otra historia argentina del siglo XX. Vairoleto sabiéndose rodeado, sin posibilidades de escape, pidiéndole a su compañera que no salga del pequeño rancho, que cuide a las nenas. Una suerte de inmolación en defensa de sus seres queridos. Telma dice que recuerda cada instante de ese día como si fuera hoy. Lo hace sentir así. Hay más: las armas de Vairoleto son atracción en el museo de la policía provincial, pero al menos un cuchillo quedó en manos de la familia. Telma se lo muestra a León, que realmente no lo puede creer, aunque en realidad todo lo que se habla en esta noche es lo que no debe poder creer. El emotivo encuentro concluye después de medianoche, pero antes... un nieto le regala una armónica porque sí, y otro ha traído una guitarra como quien no quiere la cosa, pero todos se quieren llevar un recuerdo más del huésped. Que, por supuesto, los complace. Sentado en un sillón, rodeado de amigos y familiares de Vairoleto, León regaló una hermosa versión de “Carito” que emocionó a todos. Cerraba una noche tan intensa como inolvidable.
La visita de León Gieco a Mendoza, esta vez, tuvo doble, triple y hasta cuádruple motivo. Además del encuentro con la familia Vairoleto y su visita a General Alvear, cumple con dos shows (anoche y hoy) en el Auditorio Angel Bustelo a beneficio de la Asociación Vida Infantil, una entidad única en su tipo que se ocupa de los niños infectados y afectados por el virus HIV. Toda una actitud de acción pública dentro de una sociedad mayoritariamente conservadora que prefiere barrer bajo la alfombra aquello de lo que no quiere ni oír (el sida, por ejemplo). Hoy por la tarde, cuando en la ciudad, entre otras cosas, se festeje como se pueda el Día del Niño o se viva el viejo clásico Independiente-Gimnasia, Gieco tocará gratis para una platea de niños carenciados del Gran Mendoza. Su presencia y estatura de artista verdaderamente popular se hizo sentir en la provincia en cinco días –con una escala en San Luis, donde tocó en la universidad–, porque a cada paso recibe el cariño de la gente. Miriam Boudemont, productora general de la visita, dice que la presencia de León y su reivindicación del bandido rural como hombre que pelea por causas justas, sirve hoy más que nunca para despertar la conciencia de los jóvenes y la sociedad en general sobre el futuro, sobre los chicos que necesitan crecer y comer en un mínimo contexto de dignidad y bienestar. “Es un regalo mutuo, de León para la gente y de la gente para con León”, dice pensando en todo lo que pasó en esta semana aquí, en la capital (con la desagradable paradoja de la visita del ex presidente Menem) y también en General Alvear.
La etapa General Alvear, una pequeña ciudad ubicada al sur de la provincia en donde descansan los restos de Vairoleto y desde donde se extiende en círculos concéntricos el poder del mito, es el gran momento de la visita de León Gieco a Mendoza. Así los viven todos quienes acompañan en el viaje y, por supuesto, la mayoría de los habitantes de la ciudad, conmovidos por la presencia. Ya nomás en la parada en el centro para comprar flores, antes de ir rumbo al cementerio, se puede comprobar. En la puerta de ingreso al camposanto, cuando el sol mendocino todavía alumbra plenamente, unas cincuenta personas que han llegado a pie, en auto o bicicleta, chicos, grandes, hombres y mujeres esperan por él. Elintendente en equipo de gimnasia, entre ellos, también. León habla para los medios locales. De Vairoleto, de sus canciones (“quiero que acompañen a la gente”, dice modestamente) y de Paul O’Neil. Le preguntan por el secretario del Tesoro de los Estados Unidos. “Es un mentiroso”, arroja. “Ahora exige que la plata que prestan no vaya a parar a ninguna cuenta en Suiza, cuando sabe que durante el gobierno de Menem así sucedía. No se quejaba en ese momento...” Los chicos y no tanto se amontonan a su alrededor, algunos le dicen algo, otros le piden un autógrafo, algunos lo miran de cerca y se quedan en eso. Uno trajo una guitarra para que la firme (téngase en cuenta el detalle). León, Telma, el intendente que no se despega, la gente del pueblo y los periodistas caminan de la entrada hacia la derecha y después hacia la izquierda. Debajo de un toldo celeste y blanco que opera como referencia cromática ineludible en un conjunto de tumbas uniformemente agrisadas por el paso del tiempo, se levanta el altar en que se convirtió la tumba de Vairoleto. Hay dos pequeños sostenes de madera para colocar flores (nunca deja de haberlas, cuentan) y sobre una pared de azulejos, decenas de pequeñas placas de bronce y otros materiales. Preside la escena una foto ya difícil de ver con claridad por acción de la luz del sol, en donde el Juan Bautista posa con su uniforme ¡de la milicia! Deliciosa paradoja. Andrés, uno de los nietos que han viajado desde Mendoza, parece un retrato del abuelo: los mismos rasgos de gringo de campo, los mismos ojos celestes. “El Juan era un poco más bajo, pero otro de mis nietos, que vive en Estados Unidos, es igualito”, le dice doña Telma a quien remarque los parecidos. Hay rosarios de madera que rodean el cuadro y las palabras “en agradecimiento” y “gracias” se repiten de este y del otro lado. Las placas son pequeñas y todas tienen algún significado: un favor que se pidió, una promesa por cumplir. León, Telma y unas cincuenta personas testigo rodean la tumba. El músico y la señora prenden dos velas y las dejan, encendidas, en el lugar predeterminado para que siempre haya alguna prendida. Vuelven. Alguien pide “Iturbe ¡trae la guitarra!” Iturbe es el pibe que se hizo firmar el instrumento. Ahora no sólo podrá mostrar la firma sino que contará que León, en persona, la tocó. Con la mirada atenta y emocionada de Telma, arranca con “Sólo le pido a Dios”. Susurra la letra que el 99por ciento de los argentinos sean ricos, pobres, grandes, chicos, buenos o hijos de puta conocen. Cuando termina, la gente aplaude, Telma le da un beso y el momento, mágico en un cementerio perdido en el medio del campo árido, justifica toda la movida para llegar hasta aquí. “¡No la laves más, compadre!”, en tono inocultablemente mendocino, le dice alguien al pibe que prestó su guitarra. Seguro que no lo hará.
El peregrinaje continúa, ahora con rumbo al predio en donde murió Vairoleto, a unos 8 kilómetros del cementerio. El colectivo llega hasta un pequeño puente sobre el río Atuel y no puede pasar. Hay que bajarse y caminar por un camino de tierra, con algunas casas, pibes en pata y radios AM a todo volumen con el partido de Boca. León Gieco acepta su enésima entrevista y habla mientras camina. La voz se ha corrido por todo General Alvear y más gente espera en el rancho, reconstruido de acuerdo a cómo lució al momento de los hechos. El río corre paralelo a la casita que destruyó a fuerza de ametralladora la partida policial que se atribuyó el “abatimiento” (la policía nunca aceptó el suicidio). Al ingresar, un cartel reza “Los que me lloran por muerto, que dejen ya de llorar. Vivo en el alma del pueblo. Nadie me puede llorar”. Hay más placas de agradecimiento. Al lado de la casa, se levanta un busto con la efigie del gaucho bandido-justiciero, traído por otros gauchos en diciembre del año pasado. Dentro de la humilde construcción, un gran cuadro de Vairoleto se ve acompañado de más placas, flores, velas. El regreso al centro de Alvear vuelve a demostrar el cariño de la gente: en un bar del centro esperan más de doscientas personas. El colectivo llega y estaciona pero se va. Regresa después de una vuelta: León baja y recibe, entre apretujones de afecto, más saludos, regalos, cartas, libros, cd y pedidos de autógrafos. Ya sehizo de noche, hace un poco más de frío pero nadie repara en el detalle menor del tiempo: hace calor en sus corazones.
León Gieco es un intocable, un símbolo del artista popular consecuente, comprometido y militante. La gente recibe el mensaje y lo devuelve hecho cariño y admiración incondicional. A lo largo de sus cinco días en Cuyo, una vez más, la afirmación pudo comprobarse fácilmente. Esta reivindicación de Vairoleto, uno de aquellos considerados por el sistema “fuera de la ley”, con el simple gesto de venir, ofrendar flores, encender una vela, cantar una canción, vale más que cualquier discurso de campaña y pulveriza cualquier pedido de mano dura que se haga desde la televisión. En estos días de música y compromiso en Mendoza, quedó claro que la realidad está en las placas de agradecimiento a un mito popular, en los chicos que saludan desde sus bicicletas, en la emoción de cientos de personas después de escuchar una canción, en el cariño hacia el trovador. Casi todo lo demás, pura irrealidad.

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León Gieco cantando “Solo le pido a Dios” frente a la tumba de Vairoleto, con Telma Ceballos a su lado.
 
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