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Secretos

Abrimos los ojos como huevos y nos internamos detrás de los arbustos: Rodrigo juraba que había un dinosaurio enterrado en la espesura del fondo de la quinta. Sin ocultar la sorpresa, los demás lo seguimos por entre los plátanos y las enamoradas del muro sin que ninguno se atreviese a tomar la delantera.
“¿Pero un dinosaurio, estás seguro?”, preguntamos mientras avanzábamos apartando las plantas. La gravedad de su expresión terminó de convencer a medias a los chicos. Yo en ningún momento había dudado de lo que decía. “Es ahí”, dijo él, mientras nos arrodillábamos frente a un montículo de tierra removida.
Por ser el mayor (ya había cumplido 12), Rodrigo sería el responsable de extraer de la profundidad las pruebas de que, alguna vez, una de esas temibles bestias que veíamos en las películas había habitado ese mismo suelo: “Ahí voy”, anunció mientras metía la mano en la montañita oscura y sacaba algo parecido a una vértebra. Lo hizo una vez más, y esta vez extrajo otro, chiquito y hueco. Yo, que asomaba la mirada por entre los bucles negros, lo miraba azorada.
“Para mí que salimos en los diarios”, dijo Luciano. Fernando y yo nos miramos en silencio. Lucila susurró: “Para mí que éstos son los huesos que enterró un perro. O el mismo perro muerto...”. Los chicos se rieron y Rodrigo chistó enfurecido. “Ni éstos son los huesos de un perro muerto ni vamos a salir en los diarios. Que les quede claro que de esto no puede enterarse nadie. Es un secreto –advirtió–. ¿Entienden lo que es eso, o no entienden? Es algo muy serio.”
Antes de que pudiéramos contestar, oímos al padre de Luciano que nos llamaba desde la distancia: “¡Los que quieran helado que vengan ya mismo!”. Lucila, Luciano y Fer se encogieron de hombros y salieron disparando en dirección a la mesa. Fue entonces que, con la inocencia de mis 7 años, balbuceé: “Rodrigo, a mí no me importa lo que digan los otros. Yo te creo siempre”. Pareció aliviado.
Cuando terminamos de desenterrar los huesitos, se acercó y pasó uno de sus brazos por detrás de mi cuello. Después sentí sus labios húmedos sobre los míos. Me miró con suficiencia: “Ahora, nosotros tenemos otro secreto más. Algo así como un tesoro escondido, de monedas de oro”. “Tenemos dos grandes secretos”, dije limpiándome la boca con la manga, con algo de vergüenza.

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