SOCIEDAD › EL NUEVO LIBRO DE LA PSICOANALISTA EVA GIBERTI

“Adopción siglo XXI: leyes y deseos”

La psicoanalista Eva Giberti acaba de publicar Adopción siglo XXI: leyes y deseos (Sudamericana), donde recorre los problemas de la adopción en el país a partir de su vasta experiencia en consultorio e intervención institucional. Aquí, la destacada especialista presenta su obra. “La adopción no es sólo un tema ‘de familia’. Está enclavado en las políticas de un país, como un alerta encendido, capaz de caldear la vida de una familia y de los chicos adoptados”, advierte.

 Por Eva Giberti

Sandra Cartasso

De las trampas inspiradas
por el “mucho amor para dar”

Los reclamos que se escuchan permanentemente coinciden en una misma línea: “En este país no se puede adoptar porque hay mucha burocracia y pasan años antes de que se ‘consiga’ una criatura”. Esa es la afirmación de los adultos, inscriptos en los registros oficiales, que añaden: “Yo me inscribí hace seis años y nunca me llamaron. En cambio, a unos amigos que sólo esperaron unos meses, la semana pasada les dieron un bebé”. Esta modalidad es responsabilidad de algunos jueces que argumentan el interés superior del niño para elegir a determinados candidatos que solicitan la guarda de un niño. La aplican a pesar de que en los registros existan –esperando su turno– personas que tienen las mismas calidades que los seleccionados.

O bien: “Una gente que conocemos se contactó con una mujer que quería entregar a su bebé. Por medio de un abogado se arreglaron con ella y después de un año de criarlo consiguieron la guarda porque el juez dijo que no se los podía sacar aunque no habían hecho ningún trámite, porque separarlo de esa familia podía ser traumático para el chico”. Esta modalidad se llama “guarda puesta” y es prima hermana del tráfico con niños.

No falta quien les aconseje a quienes quieren adoptar: “Yo conozco una señora que siempre viaja a la provincia XX y allí tiene conocidos. Nosotros fuimos a buscar a nuestro hijo con ella y lo anotamos como propio, como nacido en la provincia. Es cuestión de poner unos pesos”. Eso se llama tráfico con niños. En otras oportunidades la reclutadora establece el contacto con la madre de origen y con algún abogado conocido y los candidatos a adoptar se presentan ante el juzgado provincial llevando una carpeta con “sus datos”, que son estudios pagados por los consultantes, realizados por agencias privadas (erróneamente habilitadas como si fueran ONG), en las cuales se describen las maravillosas características de estas personas para convertirse en excelentes padres. Tanto las decisiones de algunos jueces, las denominadas “guardas puestas” y el tráfico con niños, cada uno con sus propias variables, no sólo corrompen la adopción como noble práctica proteccional para los niños, sino que generan dolores y frustraciones crónicas para quienes, inscriptos en el registro correspondiente, esperan la guarda de una criatura. Son prácticas habituales protagonizadas por aquellos pretensos adoptantes que eligen saltearse la ley acompañados por profesionales y avalados por algunas decisiones judiciales. O sea, las postergaciones no resultan de la burocracia, sino de los propios preadoptantes cuyas estrategias –a veces producto de la desesperación– interfieren el orden de las inscripciones en los registros provinciales y en la Ciudad de Buenos Aires.

Si se entrevista a quienes “consiguieron” un hijo de acuerdo con estas prácticas afirmarían que tienen una familia muy feliz. No es lo que nosotros, los profesionales, encontramos cuando asumimos sus psicoterapias o sus consultas por dificultades crónicas en la convivencia. No es sencillo educar hijos que provienen de la transgresión de la ley y esos padres saben que iniciaron su familia a partir de un engaño o de la ilegitimidad.

Este es un problema al que le dedico varias páginas en el libro Adopción siglo XXI, leyes y deseos, que acabo de editar en Sudamericana.

La discriminación oficial

Este libro incluye denuncias (simbólicas y de las otras) y describe situaciones que implican rozar la carne viva de los adoptantes. El clima que rodea la experiencia actual de la adopción no es el mismo. El mundo se globalizó, se modificaron los estilos de vida, así como se resignificaron los sentidos de palabras tales como responsabilidad y solidaridad. No era posible que la adopción y la demanda de hijos permaneciera coagulada en las ideas y propuestas de la modernidad. La filiación, a caballo de “lo privado y lo público”, adquirió una visibilidad inesperada merced a las nuevas técnicas reproductivas y asumió entidad política. Formando parte de ella, los niños para quienes el Estado debe buscar una familia que los adopte, encarnan la figura de aquellos que deben ser incorporados en el espacio jurídico-estatal que los legalice filialmente, porque provienen de la “parte de los sin parte”, como diría Ranciere, ajenos a los organismos y organizaciones funcionales al ordenamiento social.

Los bebés y niños que conocí hace 50 años se convirtieron en adultos y algunos de aquellos padres adoptantes, en abuelos. Muchos de ellos mantuvieron contacto conmigo y comentaron recuerdos referidos a la discriminación por el hecho de ser adoptivos. Introduzco entonces la discriminación contra los adoptivos, habitualmente encubierta (más allá de los hechos cotidianos, por ejemplo los que surgen en algunas escuelas de la mano de ciertas maestras que afirman: “Este chico va a tener problemas de aprendizaje porque es adoptivo”). Pude rastrear las discriminaciones que hijos y padres adoptantes han padecido en los textos de las leyes y decretos que se refieren a ellos.

El primer ejemplo lo denuncié en Página/12 en febrero de 1997, cuando se aprobó la ley de adopción. En su redacción, los legisladores utilizaron la expresión “realidad biológica”. Cuando la ley apunta reiteradamente a la idea de padres biológicos lo hace debido a una idealización del positivismo que la conduce a centrarse en la biología. El positivismo de comienzos del siglo XIX es el hijo predilecto del naturalismo derivado de la idea de naturaleza o de la teología. Se afirma que esos niños son diferentes porque no han sido engendrados del mismo modo que otros, a los que se les reconoce un origen, un tránsito histórico y social previo a su nacimiento. Mediante esa diferencia que centra la figura del adoptivo en “lo biológico”, es innegable el disvalor que introducen, asemejándolo a una cría animal que proviene “de otra gente “que no es como uno”.

La segunda discriminación oficializada apareció en la creación del Registro Unico Nacional de Aspirantes a Adopción, según un decreto-ley en el año 2005, que incorporaba criterios discriminatorios lo suficientemente ostensibles como para que fuera necesario enfrentarlo con un amparo en favor de los niños. Amparo que obligó a rehacer el decreto original tal como Página/12 publicó detalladamente.

De las innumerables discriminaciones que contenía, solamente cito la idea de mantener “lo biológico” en la identidad del niño, desconociendo su origen histórico como sujeto. Y hablando además de los niños “dados” en adopción. La utilización del verbo “dar” refiere a “dar algo”. Un sujeto de derecho no es dado ni recibido. Es un lenguaje propio del tutelarismo estatal o de la beneficencia privada que al ser utilizado desconoce los artículos 28 y 99 inc. 2 de la Constitución nacional y el art. 3 del Pacto de San José de Costa Rica, ya que, en tanto persona, el niño no puede ser dado o recibido por acto jurídico como objeto de decisiones de los adultos. El decreto pretendía también que existiera una nómina de niños dados en guarda o en adopción, y una caracterización de los niños en situación de adoptabilidad, violentando la privacidad de los niños. Y registrando a los hijos adoptivos como diferentes de aquellos que no lo son.

Además, las autoridades de aquel antiguo Registro del año 2005 pretendieron sugerir a los profesionales que entrevistaban a los pretensos adoptantes a hacerse cargo de las denominadas “opciones”, una nómina de preguntas que habría que realizar a los consultantes. Una de ellas: “¿usted aceptaría un niño hijo de un enfermo/a mental?”, pregunta violatoria de los derechos humanos que ningún profesional aportaría en una entrevista. La más grave de las “opciones” evidenciaba la discriminación encubierta: “¿acepta amplio aspecto físico?”, que traducido se lee: “¿aceptaría que el niño fuese un “negrito”? Se pretendía que desde el Estado se introdujese a las futuros guardadores en el pensamiento discriminatorio contra los pueblos originarios de los cuales provienen nuestros niños y niñas.

Estas sugerencias corrieron la misma suerte que el decreto original. Aquel debió ser modificado por un amparo. Estas opciones fueron denunciadas por mí como violatorias de los derechos humanos y también desaparecieron del mundo de la adopción.

Merece subrayarse que tanto el lenguaje utilizado por los legisladores para redactar la ley de adopción cuanto el decreto 383/05, relativo a la creación de un Registro destinado a quienes aspiran a una guarda, cuanto las sugerencias a los profesionales, todas las intervenciones oficiales fueron discriminatorias.

Los chicos “grandes”
también pueden adoptarse

Este libro dedica un capítulo a la adopción de los denominados “niños mayores”, que se clasifican entre los 3 y los 15 años. ¿Quiénes quieren adoptar niños que no sean bebés? Imaginar la adopción de una muchachita de quince años es complejo, particularmente si transcurrió parte de su vida en institutos. Este es un punto clave: con seguridad esa adolescente hubiera podido ser adoptada a los cuatro o cinco años, si hubiese existido una supervisión de las criaturas institucionalizadas por parte de quienes los tienen a su cuidado. En cambio, quedan acumulados en instituciones aun encontrándose en estado de adoptabilidad; algunos de ellos solamente precisarían que la Justicia declarase la pérdida del ejercicio de la patria potestad de una madre o un padre negligentes. Esta es una parte del problema. El capítulo se dedica a describir, mediante el análisis de los diálogos entre estos niños y sus madres, las fantasías y realidades que viven cuando ingresan en una familia a partir de los siete u ocho años, despues de haber vivido con sus padres de origen hasta ese momento. Adoptar “niños mayores” forma parte de las adopciones que pueden recomendarse para quienes no dependen de la ilusión de que criar a un niño desde que es bebé garantizará que en el futuro se les parezca culturalmente.

Los adolescentes adoptivos

Capítulo complejo, producto de los años transcurridos escuchando adolescentes de ambos géneros. Algunos de ellos retornados durante su juventud para decirme: “¿Vos me acompañarías a leer el expediente con mi historia, cuando me adoptaron?” Cuando tienen 13, 14 años hasta la temprana juventud, no sólo el origen como duda puede tornarse incandescente, también la propia capacidad reproductiva que ha adquirido nivel consciente y que se expresa de manera concreta en las fisiologías de ambos género potencia los interrogantes referidos: ¿quiénes estuvieron en el origen?

Los adolescentes se presentan claramente divididos según conductas habituales en los distintos géneros. La experiencia en el trabajo con ellos nos ha enseñado que el temor que se siente frente a los hijos adoptivos cuando crecen y se convierten en personas decididamente extrañas dentro del hogar constituye una variable que, además de causar sufrimiento en los padres, los desestabiliza como adultos con autoridad. La provocación constituye uno de los andariveles preferidos por los adolescentes: por ejemplo, cuando sostienen “yo debería denunciarlos a ustedes porque mi adopción no fue totalmente legal. Ustedes se entendieron con la mujer que era mi madre, le pagaron y por eso yo estoy aquí. El juez lo que hizo fue aceptar lo que ustedes le dijeron. Y seguramente algo también le pagaron a él”. Innecesario es aclarar que ésta es una de las provocaciones que resultan de las denominadas “guardas puestas”.

Las madres de origen y las
adopciones monoparentales

Los orígenes de los niños adoptivos se asocian sistemáticamente a la mujer que los engendró; muy difícilmente se menciona al varón corresponsable. Los trabajos referidos a aquélla son numerosos y en este volumen dedico varios capítulos a describir no sólo su situación en distintos niveles, sino su relación con el deseo de hijo y el derecho de la mujer que no quiere aceptar a la criatura para maternarla y busca una familia que el Estado deberá proveerle. La rigurosa crítica a la idea de abandono del bebé que pulula en el imaginario social y en los códigos del derecho desemboca en una nueva lectura de las decisiones de estas mujeres que se convierten en “la otra” con quien la adoptante protagonizará un rito de pasaje.

Adoptante que puede ser una mujer denominada “sola” cuando en realidad es una mujer que no muestra su pareja o no la tiene. Sin que exista razón para demandársela. El capítulo dedicado a adopciones llamadas monoparentales analiza estas situaciones en paralelo con el derecho de los varones para adoptar del mismo modo.

“Tengo mucho amor para dar.” ¿También desde los países proveedores a los receptores?

Dedico un capítulo a esta frase que escuché durante décadas en boca de quienes aspiran a una guarda. Y que leí en cartas dirigidas a jueces, de manera reiterada. Frase que como una letanía –sin mediación afectiva anulada por la repetición– escuchamos en boca de quienes esperan lograr una adopción y que enarbolan quienes esperan una criatura, pero que yo jamás escuché cuando el hijo, que ya no es un bebé, despunta el lenguaje y la independencia. Cuando encuentro adoptivos maltratados me pregunto dónde quedó aquella letanía destinada a ser escuchada por quienes la pronuncian en determinado momento de sus vidas, saturadas por angustias que las esperas desesperanzadoras multiplican.

Ese “mucho amor para dar” analizado semánticamente en el libro constituye el soporte del tráfico y de las “guardas puestas” y no se lo reconoce cuando estos guardadores se presentan ante el juzgado para solicitar “devolver” a quien fuera el destinatario de aquel amor. Nos tropezamos en nuestra memoria con la frase ya olvidada por los adoptantes cuando el chiquilín, trasladado desde una cultura a la otra, reclama por los recuerdos que le corresponden a su etnia y a su país de origen, uno de los países proveedores. Desde allí fueron transportados hacia los países receptores cuyas historias son interesantes porque permiten diferenciar a aquellos países que se desprenden de sus niños habitualmente, de aquellos que han padecido una catástrofe o una guerra y solicitan auxilio para sus criaturas. Tema que nos conduce a la adopción internacional, que ocupa un lugar destacado en este libro.

Otros temas, propios de la experiencia en consultorio y otros obtenidos durante intensos años de intervención institucional, compaginan este libro diferente de mis anteriores producciones referidas a la adopción. Después de observar durante los últimos treinta años la lucha por rescatar a los hijos apropiados por el terrorismo de Estado, presenciar hoy los manejos a que son sometidos los niños exige algún nuevo intento de información.

Me preguntaron si el libro les servirá a los padres adoptantes. Probablemente sí. Ha sido escrito para exponer, después de 50 años de práctica, estudio y convivencia con familias adoptivas y chicos y adultos adoptados, que la adopción no es un sólo un tema “de familia”. Está enclavado en las políticas de un país, como un alerta encendido, capaz de caldear la vida de un familia y de los chicos adoptados. También de mostrarnos cómo ellos pueden ser usados para satisfacer ruindades mediante el ejercicio del poder.

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