SOCIEDAD › COLECCIONISTAS DE OBJETOS VINCULADOS CON LA GASEOSA MáS FAMOSA

El tesoro en una lata

Publicidades, botellas, merchandising: un mundo que cruza la rareza y la historia del capitalismo. Los fanáticos de objetos vinculados con Coca-Cola tuvieron aquí su primera convención.

 Por Soledad Vallejos

Fue como una reunión de amigos pero con una obsesión en común: el coleccionismo de objetos a medio camino entre la historia del capitalismo del siglo XX y el valor de la rareza. “A veces creen que estamos locos, pero yo digo que existe el gen del coleccionista”, explica uno de ellos. Otro ejemplifica: “Yo antes coleccionaba boletos, muñecos de hipopótamos, monedas, billetes. Después todo eso lo dejé”. Y por eso estaban ayer en tres salas del Centro Cultural Recoleta: porque un buen día todos los caminos los condujeron a rastrillar el mundo en busca de packaging, merchandising, publicidades, productos improbables, lo que fuera que llevara el nombre de la gaseosa más famosa del mundo. Tan intensa es la pulsión que las más de dos mil piezas que acarrearon para la primera edición de la Convención Internacional de Coleccionistas de Coca-Cola de Latinoamérica –sí: regional– es apenas una ínfima parte de lo que puede llegar a tener cada una de las personas detrás de los objetos.

“Debo tener más de quince mil piezas”, evalúa Javier Petrera, menos por petulancia que por el afán de demostrar cuánto puede pasar en casi tres décadas de perseverancia. Pasaron 27 años desde el día en que su –entonces– esposa le regaló una lámina enorme enteramente compuesta por imágenes de botellas y vasos coleccionables de la marca de gaseosa. El tenía 28 años, coleccionaba otras cosas. La imagen era “toda colorida”. De tanto mirar los colores, las formas, de tanto observar las rarezas de las piezas que aparecían en la lámina, un día le dio por buscarlas él mismo. Ahora, al borde de los 55 años, dice: “Nunca parás”. “Lo primero fueron las latas. Buscaba latas con dibujitos, unas ediciones ecológicas. Ahora no, porque no tengo espacio.” Para demostrar que no exagera, explica: su colección, la más vasta del país, le ocupa parte de su casa “y un galpón”. Pero así como con los años empezó a entender el valor de la economía de los espacios, también fue desarrollando el paladar para formas exquisitas de la rareza histórica. Petrera dice que entre sus piezas favoritas están “los cheques cubanos”. Camina hasta una pared, señala un cuadrito. Son, efectivamente, cheques de la época en la que la compañía tenía una embotelladora en Cuba, cuando la isla era territorio de Batista, y un poco antes también: uno, fechado en 1954, otro, en 1928. Entender los momentos de la historia que pueden condensar en algunos objetos enriquece a las personas. Algo así dice Petrera. “Ves los cheques, las latas, no sé, de Tanzania, una reproducción de una botella especialmente hecha para la convención de 1961. Todo eso te abre la cabeza”.

Matías Dagostino dice que no tiene tantas piezas como Petrera.

–¿Cuántas?

–Unas diez mil.

De esa enormidad de objetos, dice que le costaría horrores elegir sólo uno para destacar. Todos tienen una historia, todos le costaron esfuerzo, tiempo, trabajo, dolores de cabeza. Aun ilícitos, porque llevado por la necesidad de poner a salvo alguna pieza ajena, reconoce, ha llegado a esgrimir a escondidas un destornillador para bajar algún cartel increíble de la calle. Sin embargo, una es su pieza más adorada, tan querida que sólo una vez la sacó de su casa “y todo el tiempo, en esa exhibición, la tuve a no más de dos metros de donde estaba yo”. El tesoro en el que Dagostino tiene puesto el corazón es un cartel de vidrio verde. Alemán, para más datos.

“Era de una pareja de alemanes que escapó de la Segunda Guerra Mundial y vino acá. Ellos allá tenían una fiambrería. Se trajeron el cartel de recuerdo. Acá, pusieron un almacén en Florida y colgaron el cartel. Un cartel verde, de vidrio biselado. Una belleza. Yo soy de zona norte; camino siempre mirando no el piso, sino las vidrieras, los negocios, uno nunca sabe qué puede encontrar. Y un día pasé por casualidad por ese almacén, lo vi. Entré y se lo pedí. Les dije que se lo compraba, que cuánto querían. No querían nada, no querían venderlo. Meses estuve: pasaba todos los días, todos los días entraba y les decía lo mismo. A la segunda, tercera vez, me contaron la historia del cartel y la historia de ellos. Seguí yendo. Les llevaba fotos mi colección, les explicaba. Eran muy ancianos ellos. De repente, un día, la señora no estaba más: se había enfermado. Estuvo ausente 15 días; después falleció. Al otro día lo vi al viudo. Yo ya ni se lo pedía, entraba y lo saludaba nada más. Pero después de que la señora murió, un día el señor, muy anciano también, lo descolgó y lo empezó a envolver en diario; me dijo que me lo vendía. Era fin de mes y yo tenía 20 pesos en el bolsillo. No valía eso el cartel. ‘Voy a buscar plata y vuelvo’, le dije. No quiso: me dijo ‘Tenés 20 pesos, dame eso. Es simbólico. Te lo doy porque me muero y esto termina en la basura’. Murió pocas semanas después”.

El amor por el objeto puede exceder a la historia que ese objeto traiga a cuestas. No necesariamente una pieza condensa algo más que lo que en ella pone el coleccionista. Dice Fabián De Simone que a veces el gusto, en cierto modo, está en la victoria sobre la adversidad. Lo explica con sonrisa de oreja a oreja y cintura para esquivar los chuceos de sus amigos coleccionistas, que dicen que no le envidian lo que atesoró con los años sino “que a los 51 años tenga todo ese pelo, ¡pelo de caniche!”, por lo enrulado y largo. La adversidad puede ser un remate en e-Bay que de buenas a primeras se perdió; la victoria, comprender que el adversario es la propia familia, que sin decir agua va le arrebató el objeto de las manos, lo escondió meses y se lo regaló en el cumpleaños. También, la victoria es saber que, otra vez, la propia familia, enterada de que él negociaba un objeto por Facebook, supo espiar los datos con mucho disimulo, comprarlo a escondidas y, otra vez, dárselo para un cumpleaños. “Son piezas que quiero por cómo llegaron”, resume, y las señala: “Un botellón de jarabe, del que se usa en los dispensers, pero de los años 60, y un expendedor argentino viejo, también”. “No son muy importantes como piezas, pero mirá vos lo que hicieron”, dice. Sonríe.

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Los fanáticos pueden tener hasta 15 mil piezas, conseguidas en años de obsesión.
Imagen: Pablo Piovano
 
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