SOCIEDAD › LA HISTORIA DE AMOR DE UN CURA Y UN SEMINARISTA

Bajo la sotana

El documento del Vaticano que prohibió la ordenación como sacerdotes a los gays puso otra vez en escena la relación de la Iglesia con la homosexualidad. Aquí, un ex seminarista relata la relación que tuvo con su confesor. Amor en el convento, sexo y culpas. El homoerotismo en los seminarios.

 Por Cristian Alarcón

El pudo ser padre, cura, sacerdote, un alma entregada a Dios. Pero no. No quiso. Era un chico rubio, de ojos verdes, metro ochenta, setenta kilos, un seminarista brillante, adorado por el entorno del Opus Dei cordobés que lo había elegido como un posible numerario de la conservadora orden católica, cuando el amor por otro hombre comenzó a cambiar su destino. Ya no sería un sacerdote, ya no predicaría la palabra divina. Si hoy mismo ocurriera aquella historia, a nuestro hombre, ya grande, crecido y doctorado en Estudios Culturales en una universidad extranjera, ni siquiera le hubiera tocado decidir, optar por vivir el sacerdocio o no. El último martes, el Vaticano hizo público de manera oficial el documento en el que fija los límites para los muchachos que pretenden ser curas: les recomienda a los directores espirituales responsables de seleccionar a los “candidatos idóneos” que dejen afuera a todo aquel que muestre una firme tendencia en el deseo por otro hombre. Y algo inédito: se enfrenta a “la cultura gay”. De fondo, como un tibio viento del norte, campean los abusos a cientos de niños norteamericanos y de todo el mundo. La historia de nuestro hombre comienza hace unos años, cuando su confesor le rozó por primera vez la mano, de manera casual, una tarde de primavera.
O antes. Sí, un tanto antes, cuando sus abuelas catamarqueñas lo iniciaron en la práctica de la misa diaria y lo anotaron en un colegio que a pesar de ser público, laico y gratuito, lo obligaba a confesarse cada semana. Y los retiros espirituales en la montaña, donde el silencio se podía tocar con la angustia del aburrimiento. De familia católica, de padres burgueses, porteño pero radicado en el interior, nuestro hombre creyó desde siempre. A los dieciocho años, egresado con las mejores calificaciones, se convirtió en el alumno predilecto de los profesores en una universidad jesuita. Allí lo detectaron los varones del Opus Dei. Se dejó seducir, dice, por esa estética de limpieza sacra, de actos privados tan cuidados como el detalle de terciopelo y oro que custodia las hostias en el interior de los sagrarios. Le gustaba esa misógina comunidad de hombres en la que, cuando ellos iban a entrar a una habitación, si había mujeres adentro, debían tocar una campanilla para que se retiraran. El Opus lo eligió como un posible numerario (un miembro de número), alguien que debía optar por el voto de castidad, la vida en comunidad, la misa en latín, el humo que sale de los incensarios. Y al mismo tiempo la posibilidad de estudiar en las mejores universidades del mundo, abrazado por la hermandad.

Los confesores

Tal era la virginidad de nuestro candidato que a sus diecinueve años, aun en el círculo de actividades sociales que los miembros del Opus le diseñaban cada semana, no conocía, no tenía siquiera noción de lo que era el placer sexual. Tal era su inocencia que su propio confesor se mostraba sorprendido. Una vez le dijo: “Yo confieso todo tipo de gente. A vos te confieso nimiedades. Sin embargo, ellos se van a salvar y vos no”. Nuestro muchacho, sin pecado, se sentía un paria: “La lógica del católico no es que no peques, sino la redención. No quieren ángeles, quieren fieles. Si no, no funciona el esquema, que es que puedas pecar todo lo que quieras y Dios te va a perdonar. Siempre hay un proceso de culpa, remisión, perdón. Y otra vez: pecado, culpa, remisión, perdón. De manera que siempre estás necesitando salvación”.
Pero el entonces futuro sacerdote tardó un poco en comprender a su confesor. Tardó casi tanto como lo que le llevó comenzar a escapar del orden marcial del Opus, de su concepción teológica ultramontana, para preferir la reflexión de los jesuitas, y dentro de esa orden, de los más cercanos a la teología de la liberación. Fue, otra vez, una de las carcamanas tías catamarqueñas, la que le aconsejó a su nuevo oído cristiano: un confesor de 30 años, lleno de virtudes, sobre todo la inteligencia y la claridad discursiva. Nuestro chico pasó entonces a confesarse en la semioscuridad de una iglesia pequeña, ante un sacerdote sin sotana, de barba, más parecido a Jesús, con esos ojos grises que desde el primer día lo miraron sin misericordia.

El proceso

El no conocía el contacto personal. Por eso retiene en la memoria los primeros roces. “La caricia distraída”, la nombra. Comenzó a gustarle. Al oído atento, a la conversación religiosa, a los devaneos sobre teología moral, se les sumaba ese acercamiento afectivo que lo desconcertaba, pero que lo atraía. “Fue un proceso de un año. Comenzamos a salir.” Iban al cine, a ver películas que de tanto en tanto les mostraban en pantalla un beso ajeno, una historia de amor entre hombres y mujeres, tan lejana a la que no se podía dar entre ellos. Nuestro hombre sólo había tenido fantasías con varones, pero inmerso en el camino hacia el sacerdocio desde tan pequeño no conseguía imaginar el sexo real. Era racional y se había intelectualizado al extremo. El camino de la seducción fue lento. De pronto, un día, en la oscuridad de una première, el padre le tocó la mano. El no corrió la suya. El padre le tomó la mano. Así se quedaron a lo largo de la película, entre la vergüenza, el placer y el pecado. “Yo sabía que me seducía, y me dejé seducir, no fue nada forzado en ningún momento.”
El seguía vistiendo con la pulcritud del candidato a numerario del Opus. La remera de marca, planchada como un billete nuevo. El pantalón con la raya perfecta. El pelo, a un costado, como el último de los Harry Potter. Los lentes de marco fino. Su nuevo confesor, en cambio, al mejor estilo cura villero lo acicateaba: que por qué tan formalito, que por qué no una remera gastada, una camisa abierta y la cruz en el pecho. Parecían una extraña pareja en esas tardes cordobesas en que solían ir a la peatonal a tomarse un helado.
Ese idilio casi platónico tenía destino cierto. “Hubo un momento de fuerte seducción en el que ya no pudimos frenar el deseo y empezamos a besarnos. Yo ya estaba muy enganchado. El no paraba de hacer cosas muy sensuales.” El padre, quien ante su confesado no reconocía experiencia anterior con varones, sino apenas un escarceo con mujeres, tenía sus técnicas. De hecho, la estética sacra ayudaba. La iglesia en la que daba misa era muy oscura. Nuestro muchacho se sentaba en las filas del fondo. El padre, tras la comunión, saludaba a los fieles. Se acercaba, caminando, ahora sí con sotana, por el pasillo central, desde el púlpito. Cuando llegaba a él le daba un beso lento justo en la comisura. Lo extasiaba.

El temblor

¿Y la santa madre Iglesia? ¿Y la conciencia?
–¿Sentía que hacer eso lo inhibía para hacer el sacerdocio?
–Para mí era muy conflictivo. Yo llegué a pensar en meterme al sacerdocio sólo para estar en el mismo convento. Desde mi racionalidad tuve un último momento de fortaleza cristiana donde pensé “esto hay que pararlo”. No puede seguir para él ni para mí. No habíamos concretado. Sólo besos y manos. El me agradeció ese renuncio, yo me ponía por sobre su conducta desbocada.
Pero esa noche la locura pareció llenarlo. No pudo dormir. El cuerpo le temblaba. En sus disquisiciones, pensaban en los temblores analizados por Wilheim Reich, el científico que descubrió la lógica de la energía cósmica. Era un espasmo en el que parecían estallar todas las represiones de su vida. Era como un Parkinson descontrolado en el cuerpo de un adolescente. Al día siguiente volvió a verlo. El confesor, a hurtadillas, lo hizo pasar a los fondos del convento. En silencio llegaron a la celda de clausura, allí donde nadie, ningún ser humano, excepto el monje, puede ingresar. Tras las rejas hicieron el amor. El, por primera vez en su vida. Como si lo hubieran practicado siempre.
Astuta, inteligente, sabia, la Iglesia supo que a ese sacerdote debía trasladarlo. Nuestro muchacho lo supo con la desazón de una Camila O’Gorman en el momento de la huida hacia el campo. Desconsolado, enamorado, decidió decirle todo. “Entonces le escribí una carta. Yo era muy racional y discursivo: fueron diez páginas.” La respuesta del padre desde el nuevo convento fue corta: “No se necesitan diez páginas para decir te quiero”.

El perdón

Hasta allí la historia de amor, que no es poco. Pero qué pasaba con este candidato a cura, con esta conciencia extrema tras el temblor. “Me costó cuatro años volver a coger con alguien. Seguí por la senda de la castidad. Y durante esos cuatro años fue muy complicado para mí conciliar mi sexualidad con la Iglesia. Había sido muy lesivo seguir durante un año siendo un hijo de la Iglesia, un posible sacerdote y, al mismo tiempo, tener una relación homosexual con él.”
–En el documento del Vaticano hablan de inmadurez, al referirse a que un gay no es idóneo para ordenarse.
–Lo cierto es que el seminario siempre fue una alternativa válida para los chicos que tenían otra tendencia. Las instituciones religiosas históricamente fueron una vía de fuga para poder vivir el homoerotismo.
Era muy común y está muy documentado lo que ocurría en los conventos. En mi propia tesis doctoral he investigado el homoerotismo en Río de Janeiro durante los últimos siglos. En ese sentido, el convento era uno de los territorios más comunes. La misma Iglesia habla mal de algunas órdenes, como la de los jesuitas, cuando fueron expulsados: hay un famoso relatorio que da cuenta de lo que pasaba en los conventos, da nombres sobre las peleas que había por determinados mulatos.
–Todo lo que cuenta también se lo contó a su confesor...
–Claro, él no fue más mi confesor, no soportaba la idea de comulgar de la mano del tipo con el que me acostaba. Lo hice con otro, muy inteligente. Podría haberme dicho que había que cortar ya ese vínculo, pero fue muy astuto y dijo: “Esto va a pasar. Yo te voy a absolver igual. Venite a confesar todas las veces que sea necesario”. Entendió el momento de la pasión. Hay un punto donde tu voluntad escapa. En lugar de cortar con la Iglesia, me hizo esperar, y con la Iglesia seguí.
La correspondencia se puso tensa después de aquella carta de una sola frase. La siguiente declaración del sacerdote fue: “A mí me gustás mucho sexualmente, pero yo no te amo”. Fue el cierre que intentó darle a esa relación prohibida. Pero cada mes había un viaje, y en cada viaje un encuentro. La relación continuó durante un año y se fue transformando en un clandestino revolcarse lejos de la ley del Padre.
“Fue bastante cruel durante ese tiempo. Hasta que aprendí que no era el sexo lo que me había enamorado. Era hermoso el sexo, pero necesitaba eso otro, que no podía darme. Corté. Preferí dejarlo para siempre.” Al año siguiente, para las Fiestas, por estas fechas, a comienzos de diciembre, nuestro chico recibió una nueva carta con remitente de un convento. “Se había dado cuenta de que me quería. Me invitaba a que me fuera de vacaciones con él. Nunca le contesté. Ni sí, ni no. Durante años, él me siguió haciendo la misma propuesta.” Todos los diciembres. Cada verano.

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