SOCIEDAD › LA VIDA DE CLAUDIA AMURA, LA JUGADORA DE AJEDREZ ARGENTINA QUE LLEGO MAS LEJOS

El blanco y el negro

Aprendió a los siete años, mirando. Antes de los ocho ya jugó su primer torneo. Claudia Amura dedicó su vida al ajedrez, con la excepción de los seis meses que pasó en un convento. Aquí, la primera argentina que obtuvo el título de gran maestra en ajedrez cuenta su vida entre tableros.

 Por Andrea Ferrari

La primera vez que Claudia Amura se sentó a participar en un torneo de ajedrez su contrincante quiso hacerla echar: creía que esa nena de siete años estaba usurpando la silla de un verdadero jugador. Ahora recuerda riendo esa época en que aprendió, sin saber bien cómo, el deporte que iba a marcar su vida. No sólo porque llegó al puesto doce del ranking mundial femenino ni porque se convirtió en la primera mujer iberoamericana en tener el título de gran maestra, sino porque aun en su vida privada los tableros estarían siempre presentes: se casó con el número uno del ajedrez de México, con quien tiene cuatro hijos, dos de los cuales –por supuesto– ya mueven las piezas. Quizás el único paréntesis de esa dedicación fueron los seis meses en los que largó todo y se recluyó en un convento, una noticia que dio la vuelta al mundo con una repercusión mediática que aún hoy le parece desmesurada e inquietante. Y aunque a los 36 años dice estar “semirretirada” de las competencias, su vida sigue girando en torno de los tableros reales o virtuales, a través de la escuela que tiene en Merlo o del sistema que ideó para enseñar el ajedrez cantando y que cada tanto la hace tararear –Internet, micrófono y cámara de por medio– para chicos que la oyen al otro lado del mundo.

El comienzo fue extraño, dice Amura. Su padre, un aficionado, le estaba enseñando el ajedrez a su hermana mayor, por entonces de diez años, y ella miraba. Una noche hubo una cena en el club Jaque Mate a la que fue toda la familia. Después del postre, ella entró a la sala donde estaban los tableros y se puso a jugar con un hombre que luego sería maestro internacional. Cuando el padre la vio temió que pudiera estar rompiendo algo. Pero el otro jugador le aclaró las cosas.

–Le dijo a mi papá que yo sabía jugar. Se ve que había aprendido.

Poco después la empezaron a anotar en torneos. No había cumplido todavía los ocho cuando fue al Gran Prix, donde jugaban más de 300 personas. Recuerda que era en los grandes salones del Banco Ciudad y que le tocó una partida contra el maestro Oscar Cuasnicú. El hombre había leído que su contrincante era Amura y supuso que se trataba del padre de Claudia. Pero entonces vio que quien estaba sentada frente al tablero era una nena que llevaba un pato de caramelo. Llamó al árbitro para que la echaran.

–Pensó que me había sentado en el lugar de mi papá, pero el árbitro le dijo que la jugadora era yo.

En aquellos torneos, dice Claudia, no se concentraba. Entre jugada y jugada iba a entretenerse con el ascensor, que tenía una manija muy divertida. O en las escaleras. Aun así, hizo tres puntos y medio. Iba al colegio Sagrado Corazón, pero cuando los torneos terminaban pasadas las dos de la mañana, faltaba al día siguiente. En los años que siguieron, los viajes la obligaban a faltar dos o tres meses, por lo que se anotó en un colegio público para poder tener licencia deportiva. Las materias las aprobaba con lo justo: “Zafaba: era alumna de siete para abajo”, admite.

Luego vino la decisión sobre la escuela secundaria y su padre le dijo que lo pensara. Si iba a dedicarse al ajedrez tendría que estudiar mucho. Muchísimo. Entonces decidió dar el secundario libre.

Criterios de normalidad

A los trece años Amura ganó su primer campeonato: era un infantil en el que, sobre 32 participantes, sólo dos eran mujeres.

–Ese fue el torneo que marcó mi carrera: empecé a jugar casi siempre con hombres.

Sin ir a la escuela, con viajes constantes, la suya no fue una adolescencia muy típica. Algunos le decían que no era normal.

–Sí, no tuve una vida de adolescente normal en cuanto a ir al cine con las amigas. Pero yo me divertí jugando al ajedrez. A mí, por ejemplo, no me llamaba la atención el viaje de egresados, porque yo vivía viajando.

Su momento más alto llegaría en 1991, cuando alcanzó el número 12 del ranking mundial de mujeres, un puesto que hasta ahora no ocupó ninguna jugadora de Iberoamérica. Venía jugando mucho con hombres y eso, dice, le quitó presión: no siempre estaba obligada a ganar, cosa que sí sucedía con las mujeres si quería mantener el puesto. A la hora de pensar en la reducida presencia femenina en ese mundo, Amura habla de lo difícil que es para una chica avanzar en un ámbito tan masculino y con tan pocos apoyos. Pero aun así, ¿por qué se destacan más los hombres en un deporte que no requiere fuerza física?

–Creo que en eso tiene razón Kasparov, que dijo una vez que el ajedrez también es un deporte físico. Tiene un porcentaje físico, como otros deportes tienen una parte cerebral.

Ella llegaría a jugar con muchos de esos campeones mundiales. Pero aún le faltaba atravesar un período difícil.

De Córdoba a México

Corría 1996. Claudia ya se había ido a vivir a San Luis con sus padres y no andaba bien con la Federación Argentina de Ajedrez. Nada bien.

–Sucedían cosas que viéndolas a la distancia fueron increíbles. Se hizo la Olimpíada y por primera vez no mandaron al equipo femenino. Se hizo un campeonato del mundo para el que yo estaba clasificada y no me avisaron. Ahora uno sabe todo por Internet, pero en esa época si la Federación no te avisaba no te enterabas.

La religión siempre había sido una presencia importante en su vida. Entonces tomó la decisión de recluirse un tiempo en el convento de las hermanas mercedarias, en Córdoba. Sólo que nunca imaginó la repercusión que tendría ese paso.

–Se dio la posibilidad de realizar un retiro vocacional. Yo estaba en una etapa de crisis y decidí hacerlo. Lamentablemente se le dio una trascendencia que no esperaba. La noticia dio la vuelta al mundo, se hizo mucho amarillismo con eso. En verdad, ella nunca había pensado en dedicar su vida a la religión. Dice que sólo pretendía tomar un poco de distancia. Pero la repercusión la excedió. A los seis meses de haber llegado, decidió irse a México a visitar a su hermana. Y allí se reencontró con Gilberto Hernández, su actual marido.

Se habían conocido tiempo atrás en los campeonatos. Hernández viene de una familia de ajedrecistas: sus dos hermanos se destacaron en el deporte y él es el número uno de su país. Se casaron en México, donde nació el mayor de sus hijos, Gilberto, que ahora tiene ocho años. Poco después, Amura obtuvo su título de gran maestra.

–Yo ya tenía el nivel de gran maestra desde el año ’90, pero no tenía oportunidades. Es un poco resultado de vivir en un país tan alejado de los centros ajedrecísticos mundiales.

En los años que siguieron tuvo oportunidad de enfrentarse a campeones como Mikhail Tal, Gari Kasparov, Anatoli Karpov. Dice que en esos casos trató de dar lo mejor de sí: “Recuerdo especialmente las partidas con Kasparov, que para mí es el más genial de los ajedrecistas de la historia”.

Dolor en la ruta

En 1998 la vida de Claudia Amura sufrió un golpe feroz, que produjo un camionero al quedarse dormido en la ruta. Un golpe que quebró a su familia.

Volvían del torneo abierto en Mar del Plata y se dirigían a San Luis. En medio de la ruta, vieron esas luces que se les venían encima.

–Fue como si me sumergiera en el fondo del mar. Enseguida supe que mis padres habían muerto.

Su marido y su hijo salieron ilesos. Ella sufrió una fractura de cadera y debió ser operada.

Volvió al ajedrez luego de unos meses. Todavía llevaba muletas cuando fue a jugar a Villa Martelli el quinto campeonato sudamericano que ganó. No mucho más tarde decidieron irse a vivir a España y allí nacieron sus tres hijos menores. Tras el regreso se instalaron definitivamente en Merlo. Con cuatro hijos, Amura ahora juega pocos torneos. Se dedica a enseñar ajedrez en diversos ámbitos: su propia escuela, la Universidad de la Punta y por medio de Internet, en escuelas rurales españolas. Inventó un sistema que, dice, facilita las cosas para los más chicos: cantar las reglas.

–Porque a los cuatro o cinco años las reglas son difíciles de enseñar. Que el caballo mueve en ele, el alfil en diagonal... Cantando los chicos lo aprenden rápido. En el CD que edité en España hay once canciones, una por cada pieza, y algunos rudimentos de juego.

También viene organizando encuentros virtuales entre escuelas de San Luis, España y Venezuela, donde los chicos juegan y charlan a través de Internet. Su propia escuela, dice, por ahora no le aporta muchos recursos.

–Generar talentos es un lujo. Pero me gusta tenerla. Y también van mis hijos...

No oculta que le gustaría que alguno de los cuatro siga los pasos de sus padres.

–Pero no para seguir algún objetivo trazado –advierte–, sino para que sean felices. A mí el ajedrez me ha hecho muy feliz.

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