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Viernes, 28 de diciembre de 2012

MUSICA › LA TEMPORADA 2012 DEL TEATRO COLóN ESTUVO MARCADA POR EL DESEQUILIBRIO

Los errores salen cada vez más caros

El teatro dirigido por Pedro Pablo García Caffi mostró una programación errática y una política de precios equivocada. En la polémica Colón-Ring y en I due Figaro, independientemente de sus discutibles méritos artísticos, se gastó en forma innecesaria.

 Por Diego Fischerman

Mirar hacia atrás es, también, mirar para adelante. Un balance, más allá de la recapitulación de momentos memorables, por las buenas razones o por las malas, debería servir para ayudar a planificar el futuro. En ese sentido, la mirada sobre la actividad del Colón, y su análisis pormenorizado, en tanto se trata de un teatro público, sostenido en aproximadamente un 80 por ciento por los aportes ciudadanos, se vuelve indispensable. No sólo su presupuesto es el más alto que Buenos Aires –y, en rigor, el país– destina a la cultura, sino que, en 2012, fue el más pródigo de su historia reciente. Hubo, durante este año, algunos espectáculos magníficos y otros que no lo fueron. Cualquier lectura que considerara sólo unos o los otros, dejando de lado que el equilibrio de la programación es precisamente uno de los méritos buscados, pecaría de incompleta. Tanto como lo haría cualquiera que no tuviera en cuenta, además, la relación entre lo gastado y lo producido y, lejos del último lugar en importancia, lo que el teatro hizo o no para que esa política redundara en beneficio de la Ciudad.

En ciertos aspectos, la mayor inversión cultural de la Argentina es prisionera de los errores de los comienzos de la Gestión Macri, que, por un lado, desmanteló un teatro en funcionamiento (y tardó unos dos años en volver a ponerlo de pie) y, por otro, impulsó una Ley de Autarquía que tenía como uno de sus principales objetivos sacar al Colón de la órbita del Ministerio de Cultura de la Ciudad. Pensada por unos y negociada por otros (precisamente la cuestión de la independencia del área de Cultura se perdió en el camino), debió ser llevada adelante, ya sin convicción, por terceros. Y, en los hechos, nada de ella se respetó, salvo lo que se había sacado: que las decisiones sobre el Colón permanecieran alejadas del despacho de Hernán Lombardi. Que las autoridades del Ministerio de Cultura no puedan opinar sobre lo que sucede en lo que debería ser su instrumento político preferente es, desde ya, un disparate. Pero responde, más que a una decisión meditada, a la salvaje interna del macrismo. Rodríguez Larreta, Gabriela Michetti y operadores fantasmas pero poderosos, como el ex intendente Carlos Grosso, aun cuando en muchas ocasiones se encuentren incapacitados para comer la torta, o siquiera para saber qué hacer con ella, se ocupan de vigilar celosamente que no sea otro el que hinque allí su tenedor y su cuchillo. Como consecuencia, la Ciudad entrega un presupuesto fastuoso a una institución sobre la que, en el presente, no ejerce control alguno, dado que en la estructura vigente de hecho, sobre el director del Colón no se encuentra nadie familiarizado con el tema de las políticas culturales, nadie capaz de juzgar los éxitos ni los fracasos, tanto desde el punto de vista estético como financiero.

Siempre que se introduce la cuestión económica en el medio, aparecen quienes, de inmediato, oponen la calidad artística como argumento. La oposición es obviamente falaz. Conviene reparar en dos de los casos ejemplares de la temporada de este año, el meneado Colón-Ring y la contratación de un elenco completo extranjero, incluyendo una orquesta juvenil y un coro mediocre para que Riccardo Muti dirigiera I due Figaro, un título justamente olvidado de Saverio Mercadante. En ambos casos, e independientemente de los méritos artísticos o su escasez, se gastó innecesariamente. En el primero, de las cinco walquirias, que apenas participan, sólo una era argentina. Papeles como los de Gutrune o las Hijas del Rhin, de ninguna manera necesitan de cantantes extranjeras, de cachets internacionales ni del pago de hoteles durante cinco semanas. En el segundo, si se traía a Muti debió haber sido para algo trascendente y, si se trataba de un título menor, bien podría haberse hecho, como hace unos años La ocasión hace al ladrón, de Rossini –que fue montado por la desaparecida Opera de Cámara del teatro–, con un presupuesto mucho más acotado.

El control en los gastos, y una evaluación adecuada de la relación entre ellos y el interés artístico, no habría llevado a un Colón más pobre o menos brillante sino, por el contrario, a la posibilidad de un título más, de algún encargo o, incluso, a la contratación de alguna otra estrella, director, cantante o solista, en un lugar donde se notara. Y, aunque huelgue decirlo, no es lo mismo un error barato que uno carísimo. Embarcarse en un experimento como la versión reducida de la Tetralogía de Wagner, dañando una obra maestra en pos de nada, ya que el espectáculo resultante no era mejor pero, tampoco, más llevadero o popular o atractivo para el público no familiarizado, fue una mala idea. Pero gastar en ello una cifra mayor que la que podría pagar toda la temporada de otro teatro argentino, es un despilfarro. Si bien la oficina de prensa del teatro se negó a dar informaciones acerca del debe y el haber de este capricho malhadado, fuentes confiables hablan de un costo cercano a 18 millones de pesos y una venta de alrededor de ochocientas entradas (para apenas dos funciones y en una sala con capacidad para más de 2500). El precio de las mismas –más de trescientos pesos las más baratas, en paraíso y de pie durante nueve horas, y tres mil las más caras– excluía cualquier posibilidad de que el espectáculo estuviera pensado para conquistar nuevos públicos y, en los hechos, la Ciudad gastó lo que podría haberse destinado a más y mejor programación a la inadmisible mutilación de una obra que es parte del patrimonio de la humanidad, y a un fastuoso servicio de comida y bebidas, destinados a millonarios e invitados, muchos de ellos también millonarios, aunque lo suficientemente previsores como para no comprar sus entradas.

La presencia de grandes solistas y grupos de cámara en el Abono Centenario también fue víctima de la programación errática y de una política de precios equivocada. Con entradas de mil quinientos pesos, las plateas estuvieron casi vacías –o llenas de invitados que jugaban con sus celulares– en actuaciones deslumbrantes como las de Arkadi Volodos, el Trío Guarnieri de Praga, András Schiff y Renée Fleming. Y, al igual que en el caso del Colón-Ring, no hubo acción alguna –a la manera del Abono para la Juventud del Mozarteum– tendiente a convocar nuevos espectadores o, mínimamente, a melómanos menos ricos. El director del Colón, Pedro Pablo García Caffi, en un reportaje concedido a otro diario, atribuye el poco éxito de sus programaciones a una causa curiosa. “No me perdonan que sea un folklorista”, explica. Sus acciones parecen tener poco que ver, sin embargo, con el hecho de que haya integrado el Cuarteto Zupay y las reacciones que esto podría despertar en el público más reaccionario. Más bien se trata del manejo de la cosa pública como si fuera privada, de una casi inexistente tarea de divulgación, de una política de precios ineficaz, de la falta de políticas de difusión y de la carencia de acciones destinadas a atraer y facilitar el acceso de estudiantes (incluso de música) y de una audiencia como la que convocan masivamente el festival de cine independiente o el del teatro, que, en principio, debería considerarse afín por lo menos a algunas de las facetas de lo que el Colón ofrece.

Y, también, de una programación carente de equilibrio: en 2012 no hubo títulos de Mozart ni de Puccini, pero se presentaron pegadas dos óperas cercanas al belcanto –I due Figaro y La cenerentola, de Rossini–, hubo tres títulos de mediados del siglo XX y, en el caso de la Filarmónica, que mantiene un público fiel y que aparece bien conducida por Arturo Diemecke, a pesar de sus excentricidades, tampoco se vislumbra un concepto que guíe la elección del repertorio y que haga de los conciertos algo más que poner varias obras juntas, una después de la otra.

En otro sentido, la sala principal del Colón no encarga obras a artistas vivos (salvo la extraña designación de su ex director musical Mario Perusso, como compositor residente) y tampoco paga –desde hace años– lo que adeuda a Argentores (derechos a libretistas y coreógrafos) y al Fondo Nacional de las Artes, por lo que subvierte de manera absoluta su función como instrumento del Estado, transfiriendo recursos exactamente al revés de lo que debería. De los pobres a los ricos, consiguiendo que todos paguen un teatro al que logran acceder sólo los más pudientes, y de los vivos a los muertos, destinando a otros usos aquello que debería ser cobrado por artistas que trabajan en su escenario. Por otra parte, fuentes reservadas aseguran que el Colón trabaja en este momento con una agencia de representantes cautiva, la que administra en España la ex cantante argentina Adriana Molina, con un pariente cercano del director como socio local y por cuyas oficinas pasaría una gran parte de las contrataciones del teatro. En ese marco, detenerse en qué títulos estuvieron bien o mal cantados resulta casi una frivolidad. Sí resultan positivos, en cambio, la nueva conducción del Centro de Experimentación (CETC), que logró devolverle su lugar protagónico en la cultura de Buenos Aires, y el ciclo Colón Contemporáneo. En ambos casos, la afluencia de público, además del interés de sus programaciones –con hitos como las obras de Pablo Ortiz y Sergio Chejfec y la de Martín Liut en el primero, o el demorado estreno de la Sinfonía Nº 4 de Ives y de Dos hombres orquesta, de Mauricio Kagel, en el segundo–, lograron el círculo virtuoso entre lo que se ofrece, a quiénes se les ofrece y el precio al que se ofrece, que resulta deseable en cualquier teatro y que en la Sala principal hasta ahora no ha sido encontrado.

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El Colón-Ring tuvo un costo de 18 millones de pesos y una venta de alrededor de ochocientas entradas.
 
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