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Martes, 9 de junio de 2015

LITERATURA › OPINIóN

La lucha por la forma

 Por Juan José Becerra *

En 1968, Juan José Saer y Borges compartieron un viaje en tren desde Retiro a la ciudad de Santa Fe, donde Borges iba a dar una conferencia sobre James Joyce organizada por Saer. Una larga conversación entre ambos fue publicada por la revista Crisis varios años después. Allí Borges, con su legendario susurro de perdonavidas, destrozó a Poe y a Baudelaire por “prejuicio y afán ético”, dijo que los artificios de Faulkner y Proust “acabarán por cansar” y, cuando Saer le recordó su sentimiento hostil por el peronismo, Borges le contestó: “Creo que la palabra hostil es un poco débil. Yo siento repugnancia”. Pero la mejor anécdota de ese día fue recordada por el poeta Hugo Gola, quien contó que durante el viaje en tren Saer le preguntó a Borges qué pensaba de la poesía de Juan L. Ortiz. La descalificación de Borges no se hizo esperar: no le gustaba porque hacía “una poesía impresionista muy diluida, en la línea de los simbolistas”. Saer intentó convencerlo de lo contrario con el mismo resultado con que la lluvia intenta penetrar el diamante.

Las cosas no quedaron ahí. Saer sacó a relucir la tradición pescadora del río Paraná y en un momento del viaje, cuando el episodio había quedado atrás, recitó unos versos en voz alta. Borges los elogió y le preguntó: “¿son suyos?”. “No –le contestó Saer– son de Juan L. Ortiz”. Podemos imaginar al surubí, imponente, colgando por una vez del anzuelo. El modo de Saer de hacerle frente a Borges sin dejar de admirarlo se concentró en la defensa de un código de lectura diferente al código borgeano. Las diferencias están claras en “Borges francófobo” (1990), donde Saer dice que la anglofilia de Borges sólo es comparable con su francofobia. ¿Francia vs. Inglaterra? Más bien la lucha imaginaria de un imperio insular contra un continente en forma de guerra de gustos. Pero hay otra cuestión, más importante, y es la fricción en el campo de la obra. En 1968, la literatura argentina era un protectorado de Borges. A las costas de ese sistema de ocupación territorial con control de fronteras y estricto orden interno, no llega todavía la novela moderna argentina. Lo único que Borges había dicho de ese tipo de manifestaciones narrativas fue recién a fines de los años ‘50 y no sonó alentador. Entonces dijo que El juguete rabioso era mejor que la obra de Mallea y que la escena de la traición “está bien”.

En 1968, Saer tenía 31 años y había publicado tres libros de cuentos y dos novelas, a las que se podría agregar una tercera en camino. En esos libros ya se asomaba la composición de un universo fundado en las antípodas de Borges: la tradición de la novela moderna que rebotaba contra él como una pelota de goma. Su costumbrismo artístico, por llamar a las modulaciones de su prosa organizada por los encuentros entre percepción y reflexión con un nombre que no suene rancio, fue una toma de partido contra las ordenanzas borgeanas (reflexión contra percepción) que se anticipó varios años al costumbrismo pop de Manuel Puig. En ese viaje en tren que sigue oliendo a emboscada, Saer no se presentó ante Borges como un mero fan, que sin dudas lo era. Lo hizo como un par que venía a plantearle problemas y tal vez a pararle un poco el carro, reconociéndole la autoridad de su obra extraordinaria, pero dispuesto a disputarle un espacio en la lucha por la forma en la que, aun hoy, siguen trenzándose sus obras.

* Escritor.

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