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Martes, 9 de junio de 2015

LITERATURA › OPINIóN

El canto de lo material

 Por Jorge Monteleone *

Debo a un doble azar de curiosidad intelectual el encuentro con Saer: uno, a la visión del film de Nicolás Sarquís, Palo y hueso, que me llevó a la búsqueda de la nouvelle; otro, a la lectura de una reseña de Noemí Ulla en el diario La Opinión de La mayor, en 1976. La recordé siempre y poco tiempo después encontré el libro de editorial Planeta con la tapa del Campo de trigo de los cuervos, de Van Gogh, y ¡en una mesa de saldos!, la primera edición de El limonero real. Yo tenía poco más de 20 años y había descubierto a Proust y el episodio de la magdalena mojada en té a partir de cuya sensación se elevaba todo el edificio del recuerdo. Cuando abrí el libro de Saer leí que alguien mojaba una galletita en té, no en Combray sino en alguna cocina de suburbio, y esperaba recuperar un mundo y que de esa sensación no sacaba nada, decididamente nada, nada. De pronto, la literatura ya no era una memoria alzada en el despliegue imaginario sino algo más extraño, un recuerdo que nunca existió, una videncia de la nada, la ráfaga de una conciencia que se desmorona, y todo ello a través de una lucidez casi inhumana y una forma obnubilada por la luz del sentido, como la luz de un sol rabioso de verano. Tiempo después busqué y leí todos sus libros, desde el primero, En la zona, hasta Nadie nada nunca. Hasta que en 1984 escribí para la revista Sitio sobre El entenado. Fue como un período de formación en Saer durante los años de la dictadura, decisiva para comprender la posibilidad de una ética y una política de la literatura. Desde entonces nunca dejé de leerlo.

Si tuviera que pensar en un centro significante de la literatura de Saer, elegiría su libro de poemas El arte de narrar o también su voluntad poética, su persistencia poética, su saber poético disperso en los poemas recuperados hace poco en el tercer tomo de los Borradores inéditos. Considero a Saer un gran narrador porque el relato está atravesado y magnificado por ese saber poético, un poeta que narra. Parte de la originalidad de su literatura corresponde a esos textos híbridos y atípicos tan propios de la tradición literaria argentina: la poesía gauchesca, el Facundo y Operación Masacre, la escritura de Macedonio Fernández, las causeries de Mansilla, los ensayos de Borges y las ficciones que remedan ensayos; las aguafuertes de Arlt; “El Gualeguay”, poema narrativo de Juan L. Ortiz; la falsa lengua del siglo XVIII en Zama, de Antonio Di Benedetto. Saer declaró a menudo que su obra trataba de borrar las fronteras entre narración y poesía, combinando el rigor formal de la narración moderna con la percepción poética del mundo. Por mucho tiempo aspiró a escribir “una novela en verso”, deseo que autoparodió en su cuento “Recepción en Baker Street”, de Lugar, donde Carlos Tomatis resume su proyecto de escribir en verso una nueva novela policial. El lector habitual de sus textos admite con fruición la acentuada poeticidad de las narraciones, manifiesta en personajes que sostienen una mirada organizadora de un lugar conformado por un objeto o un conjunto de objetos que constituyen a la vez lo real y su deslizamiento hacia lo imaginario, por elusivo y borroso que sea.

“La noción de objeto está en el centro de todo relato de ficción”, decía Saer. Ese sujeto suele alcanzar, por un breve instante, una atención desmesurada que no sólo parece sacarlo de una habitual distracción y sumergirlo por un breve lapso en la “permanencia de lo que fluye” o “el devenir”, sino también obtiene en la ficción –es decir, en el ámbito de lo imaginario– su sentido verdadero. Ese particular estado psíquico suele cifrarse en un objeto, cuya descripción se demora y no produce un efecto de realismo sino un minucioso extrañamiento, donde la materia se manifiesta en su pura presencia, como una intemperada totalidad. Se trata de esos instantes epifánicos de las narraciones de Saer, donde el tiempo parece coagularse en una súbita iluminación de lo real o, mejor dicho, en un pliegue del tiempo, un instante donde se precipita la mortalidad como una redención en la forma. Esto, que parece tan abstracto, es muy claro en las narraciones cuando se relata, literal y minuciosamente, esa experiencia de la objetividad del mundo en un hecho nimio, una cosa aislada, un suceso común. Ese efecto de poeticidad de la narración suele situar el objeto en el centro de lo ficticio y volverlo, en cierto sentido, ilimitado e intenso. Saer llamaba a eso “el canto de lo material”, que supone una visión del todo poética del resplandor del mundo.

* Poeta y crítico.

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