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Domingo, 17 de noviembre de 2002

Generación Literal

por Héctor Libertella

Revista de culto si las hubo, Literal, como Martín Fierro en la década del ‘20, ejerció una extraña influencia en la Argentina de los setenta. Traía una novedad perversa: el lento destilado del psicoanálisis en la literatura, que unos años antes, de la mano de Oscar Masotta, producía la hibridez de un cruce entre el inconsciente y la letra. El resultado fue una propuesta extrema de la que muchos bebieron para esclarecer las cosas y producir textos. El secreto de “la generación Literal” (como luego los iba a bautizar la crítica académica) fue sencillamente retórico: desplazar fuerzas en el campo de las argumentaciones.
Sus integrantes eran un grupo de muchachos casi más sospechosos que aquellos jóvenes del Salón Literario de 1837. Los tiempos no eran mansos: la turbulencia de Cámpora en el poder, el regreso y muerte de Perón, el golpe militar del ‘76. Los antepasados ilustres estaban anunciados por Osvaldo Lamborghini en lo que él llamó “la casta del saber y de la lengua”, a saber: Macedonio, Girondo, Borges.
Germán García publicaba un epílogo a El fiord de Lamborghini, sí, pero lo hacía encubierto tras su segundo nombre (Leopoldo) y su segundo apellido (Fernández), acaso para no complicar el juicio por obscenidad contra su novela Nanina. El propio Lamborghini prometía escribir un invisible libro de imaginación crítica que nunca escribió. Su título coincide con el de este prólogo. Desde París, Sarduy lanzaba la más hermética definición del barroco: “Todo por convencer”, y Lacan completaba la propuesta con aquella magistral y no menos hermética clase sobre el barroco que apareció en la revista.
Con la cerviz inclinada sobre su escritorio, el editor Alberto Alba -”el negro dos veces Alba”, como lo llamaría Juan-Jacobo Bajarlía–, encargado de los primeros números, redactaba como cabalista el único libro que puede escribir un editor: su catálogo. Los avisos de ese catálogo sostenían, aquí y allá, como las piernas de un Yeti, la estructura financiera del conjunto. Los nombres que nutrían ese catálogo y esos avisos eran, poco más o menos, parecidos a los de la revista, en un canje donde adentro/afuera quedaban superados como diseño: El frasquito, de Gusmán; Telémaco, de César Guillermo Sarmiento; De este lado del Mediterráneo, de Tamara Kamenszain; Sebregondi retrocede, de Lamborghini, la Biblioteca de Psicoanálisis “Tiresias”...



La propuesta Literal duró apenas cuatro años y sólo aparecieron tres volúmenes. (“Las especies más sofisticadas –observaría algún Darwin– tienden más rápido a la extinción.”) Pero desde el número 1 y por las barras de los números 2/3 y 4/5 iba haciendo salto de rana una Argentina política, social y económica que hoy parece interminable. En este sentido, y sólo en éste, se podría calcular que Literal fue más longeva que Sur.
La composición de los sucesivos comités de redacción y dirección fue variando desde García, Lamborghini, Gusmán y Lorenzo Quinteros a Lamborghini, García, Gusmán y Jorge Quiroga, y a García solo. Esos comités, se podría decir, cambiaban como cambiaban ellos la arquitectura de la mirada. Otra velocidad de la luz del ojo. No al espejo: “La apología del ojo que ve y refleja el mundo funda el imperio de la representación realista”. No al realismo: “La literatura es posible porque la realidad es imposible”. Y, sin embargo, táctica de tácticas en el ghetto literario, en ninguna parte aparece la palabra vanguardia.
Muchas frases eran apodícticas: parecían saberlo todo. Detrás de ellas despuntaba sin embargo el gesto cómico del que quiere ser cortés con su interlocutor y prueba versos varios, variedad de retóricas. Una especie de actitud esforzada, heroica, que Lacan iba a recuperar del inglés para bautizar como “mock heroism”. Es decir, una forma grotesca de ser amable en el interior de una cultura, sin saber cómo serlo. Ni quererlo.



Alberto Alba tuvo que abandonar su participación y entonces lo reemplazó un editor de audacia y prestigio en el mercado argentino: Horacio García. El filósofo Eugenio Trías llegó de España y también perdió su firma entre las páginas de la revista. Dos colaboradores murieron en el trayecto (Marcelo Guerra y Horacio “Pepe” Romeu). Hubo muchas peleas personales porque nadie se reconocía en su lugar y todos cultivaban el célebre verso de Rimbaud: “Yo es otro”.
La política de tachar los nombres propios en la revista Scilicet –que dirigió Lacan en París– hacía lejano eco en Literal. Pero aquí se parecía más a esa leyenda criolla de las pancartas que después iban a invadir el casto urbano: SOMOS LA RABIA. Como francotiradores con pasamontañas en la cabeza, estos jóvenes cultivaban el anonimato (y esta antología da cuenta sobre todo de esa voluntad de NN). Aquí el anonimato no es hijo de ninguna tradición medieval que diga que el nombre es propiedad de Dios y nadie puede usurparlo. No. Aquí podría remitir a una cuestión de naturaleza tribal que la antropología estudió con máxima sofisticación.
C. L.-S. (a quien, para respetar también su anonimato, no llamaremos Claude Lévi-Strauss) cuenta de esta manera una investigación suya de campo: “Para ser Alguien, en aquella tribu todos hablan al mismo tiempo y se canjean unos por otro. Allí, el que calla y no se canjea es Nadie”. Y para respetar todavía más el anonimato constitutivo de la revista, no diremos que Josefina Ludmer y Lamborghini analizan treinta y cinco versos de “Elena Bellamuerte”, o que Germán García escribe “Por Macedonio Fernández” sin firma, porque acababa de aparecer su libro Macedonio Fernández: la escritura en objeto, y para qué duplicar. O que Lamborghini y García engendraban a cuatro manos “El matrimonio entre la utopía y el poder”, con el curioso procedimiento que consiste en escribir uno la frase del otro. O que Gusmán hacía intervenciones puntuales para transformar en un terceto ese dueto.
La ficción podía ser firmada o no, porque el imaginario –como dice François Wahl– es lo único real del texto, y a partir de ese soporte poco importa que exista o no el ornato de un apellido.
He aquí esa constelación de imaginarios, para un hipotético Diccionario del Who’s Who: Julio Ludueña / Ricardo Ortolá / Oscar Steimberg / Susana Constante / Oscar del Barco / Héctor Libertella / Eduardo Miños / Edgardo Russo / Luis Thonis / Alberto Cardín / Cristina Forero / Aníbal Goldchluk / Antonio Oviedo / José Antonio Palmeiro / Pablo Torre. (Para el listado exhaustivo, ver en este volumen “índice de índices de la revista Literal”.)



El tiempo en literatura es otro: se pliega literal, tal cual plegamos las páginas de un libro que estamos leyendo. Un Lewis Carroll puede estar agazapado en posición fetal en el vientre del Quijote, y en esa posición lo actualiza, le da juventud y longevidad. Los capítulos que siguen se recuperan en su versión original, sin ningún tipo de intromisiones gramaticales. Contienen de todo: manifiestos, poemas, homenajes, relatos, polémicas, sueños. Son páginas que pueden ser plegadas como si hubieran sido escritas hoy o, acaso, como los restos de un futuro que vuelve.

Buenos Aires, 2002

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