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Domingo, 28 de abril de 2002

Mantra

Por Rodrigo Fresán

Recuerdo que Martín Mantra nos fue presentado a todos una mañana lluviosa durante un recreo en el que no pudimos salir al patio inundado y cubierto por una alfombra descosida de hojas muertas que se las había arreglado para tapar los desagües. Nos quedamos adentro del aula intercambiando revistas. Yo me encontraba viviendo ese conflictivo momento de la vida-cómic en que comenzaba a preocuparme menos por Lois Lane y más por Vampirella.
El director del colegio (un hombre de aspecto amenazante y voz bestial que, sin embargo, fumaba femeninos cigarrillos Lavinia Smith’s) lo puso a Martín Mantra de espaldas al pizarrón y lo hizo girar un poco, a izquierda y derecha, como si exhibiera una pieza valiosísima antes de sacarla a subasta. Nos dijo su nombre, nos dijo que había nacido en México (“Como el héroe cuyo nombre homenajea este establecimiento educativo”) y que, a partir de ahora, iba a ser nuestro compañero, nuestro “compañerito”. Después le pidió al profesor de Historia (al taciturno y casi autista “Buenosdíasprofesordinúbila”; así, todo junto) que lo acompañara a su despacho por unos minutos, que tenía que comunicarle “algo”. Algo –lo supe después, lo supuse entonces– que tendría que ver con Martín Mantra o –imaginé ahí, confirmé enseguida– con su status especial dentro del colegio. Recuerdo haber pensado que Martín Mantra no lo iba a tener nada fácil con nosotros: llevábamos juntos desde primer grado –algunos incluso nos conocíamos desde el prehistórico Jardín de Infantes– y hasta ahora no habíamos tenido la experiencia de un extraño en nuestro clan y, para peor, extranjero.
El director salió del aula y Martín Mantra se quedó frente a nosotros, y nosotros, desde nuestros pupitres, lo observamos sin siquiera pestañear y en silencio. Algunos, seguro, pretendían adivinar el potencial de Martín Mantra para el fútbol: el equipo de nuestro curso tenía el tan absurdo como abarcativo nombre de Los Vampiros Mosqueteros de Mompracem, donde se pretendía conciliar las diferentes lecturas de sus jugadores. Otros se preguntaban si pertenecería a la casta de los intelectuales o de los delincuentes o de los afeminados, que son las castas en las que se divide todo grupo de alumnos de todo colegio primario. Yo dibujaba, yo era muy bueno dibujando. Lo que me permitía desplazarme cómodamente por todos los grupos porque –ésta siempre ha sido la bendición y el estigma del dibujante– yo los retrataba a ellos exactamente como ellos querían que yo los retratara y yo obedecía sin demora cuando uno me pedía una feroz caricatura de otro.
Martín Mantra sonrió una sonrisa leve pero que parecía involucrar la sutil acción de demasiados músculos. Martín Mantra nos miró a todos, a uno por uno, antes de sacar del bolsillo de su delantal un revólver, abrirlo con el mismo movimiento seguro con que se quiebra una rama o el espinazo de un animal pequeño pero peligroso, ponerle una bala en el tambor, hacerlo girar, cerrarlo, llevarse el largo caño a la boca sin arruinar su sonrisa rara y apretar el gatillo. No pasó nada, pero el sonido del percutor golpeando sobre el azar de una recámara sin munición nos pareció más poderoso que el de varios truenos, porque se trataba de un momento importante, iniciático, sagrado. Era la primera vez que muchos de nosotros nos enfrentábamos de frente a la cotidiana posibilidad de la muerte que estaba en todas partes.
Después, enseguida, Martín Mantra –con una voz inesperadamente dulce y extendiéndonos su mano y su revólver, como si fueran una ofrenda y una bienvenida– preguntó quién iba, quién quería, quién se atrevía a ser el próximo.

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