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Domingo, 27 de mayo de 2007

NOTA DE TAPA II

Made in Japan

 Por Rodrigo Fresán

Los argentinos tenemos a Martín Fierro, los norteamericanos tienen al Tío Sam, los franceses tienen a Marianne y los japoneses tienen a Godzilla. El ser nacional como monstruo radiactivo nacido de la inolvidable memoria de las derrotadas cenizas atómicas de Hiroshima y Nagasaki para erguirse y destruir, con aliento de lanzallamas, todo lo que se le ponga al alcance de las garras y, por supuesto, de las patas.

Y es que aquí el tamaño importa. Mucho. Y el nombre del monstruo japonés por excelencia y definición proviene de dos palabras grandes que, mezcladas, producen algo aún más grande: gorira (gorila en japonés) y kujira (ballena) resultando en gojira; y de ahí a Godzilla hay un pequeño paso de pata descomunal. Una leyenda urbana asegura que Gojira era el alias de un musculoso empleado de los cinematográficos Toho Studios, pero nadie ha reclamado semejante honor, por lo que la historia parece improbable: no hay japonés –por más zen que sea– que se pueda privar de aullar a los cuatro vientos el honor de haber inspirado al sacro maxilagartoide.

Godzilla –su idea surgió de la noticia de un buque pesquero de atunes expuesto a la radiación– comenzó siendo considerado una especie de metáfora de la potencia destructora de USA. De ahí que los norteamericanos –a la hora de la exitosa importación– retocaran el film original de 1954 insertando escenas nuevas con Raymond “Perry Mason” Burr y se limaran las críticas al Pentágono. Pero, con el tiempo, Godzilla se ha erigido en símbolo del orgullo Made in Japan y en opción existencial a ciertos hábitos miniaturizantes del homo-nipón. Así, Godzilla como la revancha contra el transistor y la apología del Extra Large en tierras con poco espacio libre y –para quien quiera saber más– leer los muy recomendables The Unauthorized Biography of “The Big G”: Japan’s Favourite Mon-Star de Steve Ryfle y esa magnífica y en más de un momento desopilante historia oral que es Monsters Are Attacking Tokyo!: The Incredible World of Japanese Fantasy Films de Stuart Galbraith IV.

Y, de acuerdo, es Kong quien inaugura la compulsión turística de todo grandote visitando el Empire State; pero es Godzilla la que acaba de imponerla como conducta inevitable destrozando una y otra vez la torre televisiva de Tokio, seguramente la metrópoli con mayor velocidad y capacidad de reconstruirse en toda la historia de la humanidad. Y, generosa, es Godzilla quien envía –en el clásico multicrash Destroy All Monsters! (1968)– a Rodan a Moscú (adiós Kremlin) y a Gorasaurus a París (adieu Arco del Triunfo) mientras ella se da una vueltita por New York y la polilla Mothra no me acuerdo a dónde vuela y vaya a saber uno por dónde andaban Anguirus, Manda, Ghidorah, Kumonga, Baragon y Minilla, el hijito de Godzilla. Seguramente –todas ellas criaturas mutantes con nombre de rapper peligroso o de chica gangsta-chic; Eminem o Beyoncé podrían ser apelativos de monstruos japoneses– golpeando la Torre de Pisa, El Taj Mahal, el Cristo Redentor, el Big Ben, la Muralla China y, si se descuidan, el Obelisco a falta de Altar de la Patria y Monumento al Descamisado que –según planos y maquetas– hubieran dado mucho más juego escenográfico.

Pero lo más interesante de Godzilla no es sólo su transformación física, sus variables en cuanto tamaño, su capacidad regenerativa, su cambio de sexo (tema conflictivo para fans y especialistas; para mí siempre fue hembra), su aumento de poderes varios (que van del “aliento atómico” al “rayo espiral” pasando por la habilidad para “emitir campos magnéticos” así como un admirable manejo de las artes marciales), las alzas de su coeficiente intelectual, sus dobles y triples incluyendo a una Godzilla mecánica, otra cósmica, una más llegada desde el futuro, una “milenarista”, una versión cartoon producida por Hanna-Barbera, otra comic by la Marvel y, last but not least, la polémica encarnación norteamericana de 1998 que indignó a los hijos del Sol Naciente y en la que la responsabilidad del estropicio la tienen las pruebas atómicas francesas. Lo verdaderamente destacable de Godzilla es la alteración de su carácter y personalidad. Y es que Godzilla comienza siendo apenas una máquina refleja y automática de destrucción para –con el correr de los años y el rodaje de más de 28 películas– revelarse, en más de una ocasión, como súbitamente patriótica. Y defender los intereses de sus paisanos de la amenaza de criaturas extranjeras o extraterrestres incluso poseída, en una ocasión, “por los espíritus de los soldados muertos en la Guerra del Pacífico”. Eso sí: al combatir contra los visitantes –entre tanta caída y llamarada y salto– Tokio vuelve a ser destruida.

The Host –un tan obvio como original desprendimiento de la Galaxia Daikaiju (o Monstruo Grande)– seduce y divierte haciendo comulgar los lugares comunes del género con la sensibilidad las ficciones de Haruki Murakami honrando por primera vez con el primer plano no a científicos de pacotilla, militares absurdos y presidentes ridículos e insoportables duendecillos gemelos sino a esa mayoría más aullante que silenciosa tan indispensable como maltratada en todo film con engendro gigante: los extras, las víctimas, los aplastados. Es decir: toda la pobre inocencia de la gente. En este sentido The Host –narrando las desventuras de Gang-du y los suyos enfrentándose a un nuevo ecomonstruo cruza de pollo con renacuajo con la planta carnívora– es una película tan intimista y “de familia” como La novicia rebelde, El Padrino o Fanny y Alexander. Films todos donde la unión hace la fuerza y, por el camino, se deshacen tantas cosas.

En el 2004, luego del estreno de Godzilla: Final Wars, los Estudios Toho decidieron “congelar” la franquicia por un tiempo, probablemente hasta el 2014, cuando se cumplirá el 60 aniversario de la criatura. No importa: Godzilla permanece en todas esas malas películas buenísimas, en una canción de Blue Öyster Cult, en un episodio de Los Simpson, en múltiples videogames, en un brillante ensayo de Rick Moody (“Destroy All Monsters!” incluido en Writers at the Movies) y en los planes de un tal Thomas Pynchon, que –se dice– llevaría varios años escribiendo una de sus meganovelas en su honor y para su eterna e indestructible gloria.

Y, muy especialmente, Godzilla sobrevive en los ojos de todo pequeño que la ve, enorme, por primera vez. Y que, de inmediato, comienza a pensar en colosales cosas raras. Fue Tim Burton quien recordó en una entrevista: “De pequeño yo soñaba con, cuando fuera grande, ser el actor dentro del traje de Godzilla. Y poder ventilar toda esa furia contenida en mi interior y mi sueño era destruir ciudades enteras”.

El problema, claro, es que después crecemos y descubrimos que el rol que nos ha deparado la vida es el de correr y tropezar e incorporarnos y mirar hacia arriba y, entonces, nuestro primer y único y último primer plano –-nuestro contado minuto de fama– con la boca bien abierta por un grito.

Y entonces aparece Godzilla.
Y Godzilla mete la pata.
Y es una pata grande.
Y pisa fuerte.
A nosotros.

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