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Domingo, 12 de enero de 2003

PERSONAJES

Sólo se vive tres veces

Se ganaba la vida cantando hasta que el gobierno de Batista empezó a rondarlo. Entonces abandonó su nombre y, de incógnito, sobrevivió trabajando de obrero y de buzo (aunque apenas sabía nadar). Con la Revolución, volvió a los escenarios junto a las legendarias orquestas de Pacho Alonso y de Beny Moré. Cuando se retiró, en 1992, era uno de los últimos representantes de la música cubana, barrida por el jazz y el rock. Y cuando el futuro parecía ser una “jubilación decorosa”, apareció Ry Cooder, Buena Vista Social Club, el Grammy y una fama de magnitudes inimaginables. Tras una de sus habituales fiestas en La Habana, y a punto de sacar su segundo disco solista, Ibrahim Ferrer recibió a Radar y habló sobre los años de Batista, la Revolución, el tango, y sus días junto a Nikita Kruschev durante la crisis de los misiles. Entre otras cosas.

 Por Mariana Enriquez

Ibrahim Ferrer ya no vive cerca de la Plaza de la Revolución. Hace poco se mudó a una casa en la calle 31, una casa lujosa para los standards cubanos, con pisos relucientes, un porche que ostenta auto último modelo, paredes cubiertas por posters enormes de sus presentaciones en todo el mundo y una sala especial que cobija sus premios, con el Grammy en un lugar privilegiado. Desde que Ry Cooder lo llevó a la fama con Buena Vista Social Club, y más tarde con su primer disco solista, Buena Vista Social Club Presents Ibrahim Ferrer, se convirtió en un tesoro nacional, y ya no es un ciudadano común. Le gusta usar kimonos que compró en Japón, usar todas las joyas de oro que puede y le encanta recibir gente en su casa, donde pernocta habitualmente casi toda su familia, una línea interminable de hijos, nietos, bisnietos, hermanas y tías que sólo él puede enumerar.
En marzo de este año, Ibrahim Ferrer, de setenta y ocho años, lanzará su segundo disco solista, Buenos Hermanos. Estuvo tocando algunas canciones nuevas en Santiago de Cuba, su tierra natal, y, para despedir a periodistas invitados y empleados del sello que lo acompañaron, organizó una fiesta en su casa, otra más. En el patio del fondo, después de una cena suculenta preparada por las mujeres de la casa, excelentes anfitrionas, Ferrer se une con amigos soneros a cantar, acompañado por su hijo Ibrahim Jr., de profesión marino mercante, que vive en Hurlingham, Argentina, enseña danzas cubanas y visita a su padre para las fiestas de fin de año. Por eso, muchos nietos de Ibrahim bailan con camisetas de la selección argentina. Ferrer tiene un rostro extraño, donde se mezclan las sangres china, francesa y española, y canta con un hilo de voz pero con tanta elegancia y delicadeza que es fácil comprender por qué se deslumbró Ry Cooder con este anciano pequeño y pícaro de uñas largas y boina blanca. Cuando ya es tarde, incluso para él, Ibrahim Ferrer se acomoda en la sala de su casa nueva, cerca de la imagen de San Lázaro, el orisha del que es devoto (aunque Ibrahim Ferrer no es santero: lo de San Lázaro es una devoción que heredó de su mamá). Y desde allí despide a los periodistas, parientes y visitantes ocasionales que se van de una fiesta que parece no tener fin, y que continuará en la fiesta del santo, una semana más tarde, a mediados de diciembre, cuando se coma fruta y caramelos y Ferrer le ponga al santo de madera su miel, su traguito de ron, las luces y las rosas. “Yo le pido mucho a Lázaro y le agradezco. Me ha concedido muchas cosas.”
Se nota que le gusta mucho dar fiestas...
–Es que en mi casa en Santiago, en casa de mis abuelos, siempre se daban fiestas, los fines de año, en todos los cumpleaños, la Pascua, la semana de Navidad. Mi barrio siempre estaba de fiesta: en la esquina de mi casa había rumba, había comparsas, que nosotros le decimos conga. Están todavía, porque es tradición. Yo estaba en el medio de todo eso, me crié en ese foco, cantaba ahí con toda mi familia. Y cuando perdí a mi mamá a los doce años empezar a buscarme la vida con la música fue lo natural, era mi ambiente, lo que sabía hacer. El tiempo de ahora no es como antes, antes tenía usted que buscarse la vida. Ahora el gobierno se encarga de becar a la gente, darle un oficio o la posibilidad de estudiar. Antes si no estudiabas te embromabas. Cuando empecé a buscarme la vida hice un grupito que se llamaba los Jóvenes del Son. Pero desde pequeño cantaba, especialmente tangos, que era la euforia en Cuba en aquel tiempo. Aparte de Carlos Gardel, me gustaba Alberto Gómez y Agustín Irusta. Yo cantaba números de ellos: “Charlemos”, “Mi Buenos Aires Querido”... pero los cantaba como boleros, a los trece años. A mí se me ocurrió cantarlos así, no era muy común. Pero me dio resultado. Fueron los únicos boleros que canté en mucho tiempo, después siempre me hicieron cantar movidos.
¿Cantaba para turistas en Santiago?
–No, tocaba para todo el mundo. Para los norteamericanos tocaban las orquestas grandes, y en ese tiempo yo estaba solamente en grupitos. Éramos muchachos, tocábamos principalmente para las fiestas que se daban en el campo. Había que tocar de seis de la tarde a seis de la mañana, porque venía gente de las lomas, de las montañas. Yo no sé cómo he llegado hasta ahora con un poquitito de garganta, aunque ya la tengo bastante floja; era un tremendo esfuerzo. Los norteamericanos llegaban a Nizquero, cuando llegaba la flota a La Habanera, pero nunca canté pitoleando. Lo que sí, estuve cantando en un pequeño cabaret en Malimón, allí sí había norteamericanos. Pero tocábamos en una pieza y pasábamos el cepillo, la propina.
¿Por qué se vino para La Habana en el ‘57?
–Con sinceridad, por dos motivos. A esa altura ya estaba Pacho Alonso; canté con él desde 1953. Desde que Pacho armó el grupo fue con la idea de trasladarse para La Habana porque queríamos salir al extranjero y nadie iba a venir a buscarnos a Santiago. Además, en La Habana había más fuentes de trabajo musical, había muchos más cabarets y clubs. Y además porque tuve que salir huyendo, sin estar metido en nada. Estaba detrás mío la tiranía, la gente de Batista, nada más porque me negué a hacer un trabajo que no me convenía. Me acuerdo que el último día de carnaval me mandaron a trabajar por contrato a la carroza de la Segunda Dama. Yo terminaba de trabajar a las once de la noche. Pero un poco antes, cuando la carroza ya llegaba a la Plaza de Marte, me agarró Cañizares, uno de los esbirros, y me dijo “vamos a darles una sorpresa a los blanquitos”. Porque aquí siempre se creyó que los negros no estaban metidos en la Revolución. Cuando yo vi eso, le dije que no. Entonces me llamaron sus secuaces, Mano Negra, Polanco y Guaray; eran los tres tipos más asesinos que había en Santiago. Yo les dije que había terminado mi turno, que no trabajaba fuera de mi horario, que me iba a casa. Y me fui. El día que fui a cobrar me pagaron último, al tercer día; me dejaron hambriento: yo necesitaba ese dinero para comer, porque no había. A mí ni me gusta hablar de estas cosas, me da rabia todavía. Cuando por fin me pagaron, antes de salir, Mano Negra me puso el pie y me dijo “El general te quiere ver”. “¿Por qué, si acabo de verlo?”, le pregunté. “No importa, dice que vayas.” Yo fui, él va conmigo y le dice “general, mire, éste es el rebelde de aquel día”. Me acuerdo que el general fumaba un tabaquito, que se pasaba de un extremo a otro de la boca. Y yo ahí parado. Me dijo: “Tú tienes la cara de fidelista más que de otra cosa”. Decir Fidel era como que te maten. Me entró un escalofrío por todo el cuerpo. Yo le contesté: “Mire, general, no quiero ofender, pero si vamos a mirarnos por eso, aquí todo el mundo tiene tanta cara de Fidel como de batistiano”. Y se me echó a reír. Cuando me fui por la parte de atrás, Mano Negra me siguió hasta mi casa y vio que estaba mi señora esperándome en la puerta. Al otro día me llamó otra vez: ya iban dos veces. Había explotado una bomba y tenía que aparecer el culpable. Me encontró en la bodega donde yo compraba, en la esquina de mi casa, y ahí vivía casualmente un verdadero revolucionario que era amigo mío, su padre era mi padrino, y para colmo también se llamaba Ibrahim. Esa misma noche me fui para La Habana, llegué de madrugada con mis hijos, Ibrahimcito, el que vive en Buenos Aires, tenía seis meses. Y me quedé.
¿Y en La Habana consiguió trabajo como músico?
–Al principio, no. Trabajé en la construcción del túnel de La Habana, di pico y pala. Pero trabajé sólo quince días porque de hacerlo dieciséis tenían que ponerte fijo. También trabajé en la construcción del Habana Libre: ahí estuve más tiempo porque no usaba mi nombre, estaba de incógnito. También fui buzo en Dique Seco, sin saber bucear ni nada, sólo nadar un poquito. Pero aprendí rápido. Con el triunfo de la Revolución ya trabajé sólo de músico, con la orquesta de Pacho y con la de Beny Moré.
Con la orquesta de Pacho estuvo en Europa del Este...
–Ahí sí estuvo duro, porque fue en el ‘62, con la crisis de los misiles. Como tres días antes de empezar el bloqueo, Nikita Kruschev habló con Pacho, Carlos Carol y conmigo. Me tomó de la mano, la apretó y me pidió que se la apretase a él. Me preguntó: “¿Tú puedes apretar así un erizo con la mano?” Le dije que claro que no, cómo iba a cogerlo así, con las espinas que tiene. “Bueno –dijo él–, eso es Cuba hoy. Nadie la puede tocar.” Yo no sabía qué me quería dar a entender. El que lo entendió fue Pacho. “Tú sabes lo que quiere decir, que estamos amenazados por los norteamericanos.” Yo todavía no sabía bien de qué se trataba. Llegamos a Europa en octubre y nos volvimos en enero. Viajamos en el primer vuelo experimental que se hizo de Moscú a La Habana. Teníamos un miedo espantoso. Pasaban los misiles por todos lados. Para colmo tardamos muchísimo en tomar ese avión, porque siempre había problemas. Yo decía que si se pudiera ir a Cuba a pie, llegábamos más rápido. Y después empezó el problema en el aire. Tuvimos que atravesar por Birmania porque no se podía pasar cerca de Alemania; entonces nos pasaban los Migs por abajo. Con nosotros venían corresponsales rusos, alemanes y chinos: ellos nos explicaron que los disparos y todo lo demás eran por prevención, entonces nos relajamos. En el aeropuerto nos esperaba el ejército, todos con las ametralladoras. Ése fue otro momento. Según nos dijo esta gente, no se sabía si llegábamos y el ejército se preparó: si hubiera habido un fallo, nos derribaban ahí.
En los años ‘60, la música cubana prácticamente desapareció en la isla. Ferrer explica que entró una gran influencia del jazz y el rock, que todos se habían olvidado del son y el bolero. Él, sin embargo, siguió cantando, entre otros con la orquesta Los Bocucos. No sabía hacer otra cosa. Hasta que se jubiló, “con un sueldo decoroso”, en 1992. Cuatro años después lo vino a buscar a su casa Juan de Marcos González, arreglador y productor de Buena Vista, para grabar: ésa fue la conexión con Ry Cooder, y después llegaron el disco, la película y su primer álbum solista. Pero Ferrer casi les dice que no. “No quería cantar más. Estaba muy decepcionado. Nunca me dejaron cantar boleros. Fui muy maltratado en el aspecto musical. Les dije que mejor me quedaba en mi casa. Pero cuando me hablaron del dinero pensé, vamos, esto es otra cosa. Había necesidad.”
¿Todavía lo sorprende la popularidad internacional?
–Pero claro, yo no esperaba nada de esto. Si decían que mi voz no servía para boleros. Sentía que no era nadie, nada. ¿Cómo podía aspirar a un Grammy si yo no sabía ni lo que era eso, no sabía que existía ese premio? Yo tengo una pila de discos, vengo cantando desde los trece y la primera vez que sale mi nombre es en la tapa de Buena Vista. Casi a los cien años. La gente me reconoce por las calles hasta en Australia.
¿Cómo fue grabar con Gorillaz?
–¿Con Damon (Albarn, de Blur)? Buenísima gente. Al muchacho yo no lo conocía, lo conocí un día antes de la grabación en Londres. Él apareció con su hijita, y la trataba tan bien, ella era tan bonita y él parecía tan buen padre que cuando supe que tenía que grabar con él me puse más contento. Lo arreglaron en la compañía, yo no conocía la música de él, pero no me importó. Nos tratamos enseguida, parecía que nos conocíamos hace mil años, así de bien congeniamos. Muy buena gente, muy tratable, ¡y es un muchacho tan joven! ¡Y me conocía!
¿Cómo es “Buenos Hermanos”, su segundo disco?
–Tiene canciones nuevas que son viejas, pero son nuevas porque son números que se oyen por primera vez. Aunque tengan noventa años es como si acabaran de nacer. Este disco es más variado que el primero: aquél tenía bolero, guaracha y son, pero éste tiene canción, más boleros, números de la trova, pilón, cumbia y hay un número, “Boliviana”, que tiene música andina. Mi tercer disco creo que será todo de bachata, por ejemplo. Estoy tratando de meterme con otros ritmos. A mí este disco me gusta porque demuestra lo que soy y hasta dónde puedo dar. Durante la grabación estuve bastante afónico por problemas del catarro, me silba el pecho, y hay partes de la grabación donde se nota. Pero no me importa, lo dejé con intención. Se nota que es humano. Yo quiero que la gente sepa que al cuerpo humano le pasan estas cosas. Quería que quede natural, que no sea perfecto. No tiene por qué ser perfecto. Todos los cantantes quieren ser claritos, pero para mí no es así. Los técnicos, los productores quieren todo prolijo. No sé si estaré errado o no, yo no sé explicarlo, soy bruto, pero en esto hay más de inconsciente que consciente. Yo soy de los inconscientes. Y quiero que la gente escuche a un viejo cantando, no a un profesional. Además, no me siento un profesional. Yo soy un aficionado de la música. La traigo en las entrañas.

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