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Domingo, 12 de enero de 2003

DEVOCIONES

¡Idolo!

Cerca de cincuenta años atrás, un adolescente judío, pelirrojo y enclenque entraba a un cine de Nueva York y sufría una verdadera revelación. La película era Un verano con Monika, de Ingmar Bergman; el espectador deslumbrado, Woody Allen. Medio siglo después, el romance continúa. El director de Manhattan explica por qué.

POR MARK KERMODE

Todo lo que sé de la “alta cultura” lo aprendí de la cultura popular. Es así. Nunca hubiera oído hablar de Heidegger, de Kant o de Nietzsche si sus nombres no hubieran aparecido en esa canción brutal de los Monty Python que incluía el maravilloso pareado: “René Descartes era un borracho perdido / Bebo, luego existo”. Nunca hubiera leído Los hombres huecos de T.S. Eliot si Marlon Brando no hubiera irrumpido farfullando el poema en el momento culminante del Apocalypse Now! de Coppola (versión, por otra parte, de El corazón de las tinieblas de Conrad). Y jamás me hubiera conectado con las películas del autor sueco Ingmar Bergman si mi comediante norteamericano favorito, Woody Allen, no se hubiera empecinado en salpicar sus películas y entrevistas con alusiones al maestro.
Casi treinta años después de salir de la proyección de La última noche de Boris Grushenko con el ardiente deseo de leer Los hermanos Karamazov y ver El séptimo sello (logré concretar sólo uno de los dos objetivos), sigo en deuda con Allen por haberme llevado hasta Bergman. Es un legado que a Allen le cuesta aceptar. “En primer lugar, no puedo concebir que mis películas puedan llevar a nadie a ver las películas de Bergman”, dice Allen entre divertido y desconcertado, con esa manera perpleja de subestimarse que es su sello de fábrica. “Pero si tuve alguna influencia en esa materia, tal vez sea porque fui uno de los primeros devotos de la obra de Bergman en Nueva York. Me sumergí en él con pasión, a una edad muy temprana, y en las muchas entrevistas que concedí a lo largo de mi vida profesional, como actor y como director, siempre hablé de su obra y de su genio, y siempre invité a la gente a que viera sus películas. Tal vez en ese sentido haya hecho mi pequeña contribución publicitaria.”
Es una “contribución” que Allen sigue haciendo al día de hoy. Al punto de que, embarcado en la campaña de lanzamiento de su última película, La maldición del escorpión de jade, se tomó su tiempo para volver a la carga con Bergman. En una industria célebre por sus altos índices de egocentrismo –un síndrome del que Allen se ocupó prácticamente en todas sus películas, entre Stardust Memories y Hollywood Ending–, un gesto de nobleza tan explícito puede sonar como un acto de insólita delicadeza, pero se trata de una deuda que Allen siempre reconoce con felicidad. En los años setenta, cuando Annie Hall ganó el Oscar a la mejor película, el propio Allen se encargó de señalar que la falta de música incidental de jazz –inédita en él– se debía en parte a cierta declaración de Bergman en la que afirmaba que ponerles música a las películas podía llegar a ser un acto de “barbarie”.
Luego vinieron las significativas colaboraciones con algunos colegas de Bergman, desde Max von Sydow, que juega al ajedrez con la muerte en El séptimo sello y tiene la mejor línea de diálogo de Hannah y sus hermanas –hablando del Holocausto, el personaje de Von Sydow dice: “La pregunta no es ‘¿por qué?’. La pregunta es: ‘Siendo como somos, ¿por qué no sucede más a menudo?’”, hasta el iluminador Sven Nykvist, a quien Allen reclutó para filmar Otra mujer y Crímenes y pecados tras haberse deslumbrado con su trabajo en películas como Gritos y susurros: “Es hipnótico: esa manera de mover la cámara, de entrar y salir suavemente de esas habitaciones... Uno queda como hechizado”.
¿Cómo empezó este largo romance? “Estaba despidiéndome de la adolescencia cuando vi Un verano con Monika”, recuerda Allen con auténtico afecto, “y La noche desnuda –cuyo título original era Aserrín y oropel–, y me di cuenta de que eran claramente superiores a las demás películas. Es como cuando un tipo con talento musical, un verdadero genio, sopla una trompeta o toca el piano: simplemente suena mejor que cualquiera, y la razón es esa ‘grandeza’ inefable, que no se puede definir.”
“Al principio, Bergman dedicó ese notable talento a poner en escena dramas y emociones humanas; el resultado fue de una intensidad arrebatadora, sorprendente. Después, en Las fresas salvajes, El séptimo sello y El mago, consagró su enorme talento dramático no sólo a las emociones humanas –a las que, sin embargo, nunca perdió de vista– sino también a problemas filosóficos que para mí eran importantísimos. Bergman dramatizaba cosas que yo había leído en Kierkegaard, en Nietzsche: grandes preguntas, preguntas existenciales. De pronto, un director de cine hacía películas que trataban esa clase de problemas y resultaban intelectualmente estimulantes, no pedantes sino entretenidas, en el mismo sentido en que un policial, o una comedia musical, o cualquier film liviano resultan entretenidos.”
Ese sentido del “entretenimiento” es, según Allen, el gran triunfo de las películas abiertamente filosóficas de Bergman. “El hecho de que tenga esa cabeza y ese intelecto y haga películas consistentes –películas con sustancia, filosóficas, profundas a un nivel humano–: eso es genial. Pero, primero y principal, Bergman es alguien que entretiene. De modo que uno no ve sus películas como quien hace los deberes. No es como esas películas que uno oye decir que son geniales y después va a verlas y dice: ‘Bueno, sí, es genial, seguro, pero me aburrí como una ostra’. Para nada. Las películas de Bergman son tan cautivantes como una película de suspenso o como el drama más intenso.”
“Si querés gastar 10 dólares en una película y lo único que querés es pasarla bien, yo te recomendaría que te olvidaras de los mensajes y los problemas que plantea Bergman, y que simplemente veas sus películas para entretenerte. He hablado con gente que vio El mago, que nunca en su vida había leído a Kierkegaard ni tenía la menor idea de lo que estaba en juego en la película. Y me decían: ‘Guau, no sé de qué se trata, creo que Bergman simplemente la estaba pasando bien, pero es una película tan cautivante... Me pasé toda la función sentado en el borde de la butaca’. Y creo que ésa es quizá su fuerza más grande.”
En cuanto a su Bergman favorito, El séptimo sello, que lanzó al mundo una representación de la Muerte –una horrenda segadora armada con una guadaña– luego masivamente parodiada, Allen concluye que la belleza de la imagen reside “en su simplicidad”. “Se ha hablado del enfrentamiento con la muerte de tantas maneras distintas. Pero la eficacia de su dramatización y su sentido teatral son tan notables que te cortan el aliento desde que la película empieza. Te chupa: es así de simple.”
“Y el tema último, el debate existencial más profundo es: ¿existe Dios o no? Si Dios no existe, ¿cómo hacemos para vivir, y qué podemos hacer? ¿Por qué las cosas no son lo suficientemente terribles como para paralizarnos? Todas esas preguntas, profundamente insolubles, por otra parte, Bergman las explora con una enorme teatralidad. De modo que al final es como una buena cena, una de esas comidas que te dejan muy satisfecho.”
Es curioso, considerando la trayectoria cinematográfica del propio Allen, que pasó de las comedias bulliciosas (Bananas, Robó, huyó y lo pescaron) a indagaciones más filosóficas (Interiores, Septiembre, Crímenes y pecados), que la única zona de la obra de Bergman con la que Allen no se muestra tan efusivo sean sus “primeras películas, las divertidas”. Después de haber leído sesudas comparaciones críticas entre Comedia sexual de una noche de verano y Sonrisas de una noche de verano (“Yo no veo ninguna comparación posible”), ¿cree Allen que Bergman pueda hacer comedias? “Bueno... si quiero una comedia, sé que hay mejores lugares donde encontrarla”, dice con una increíble impasibilidad. “Personalmente no creo que Bergman sea un maestro del humor, o al menos no es eso lo que me interesa de él. Sonrisas de una noche de verano, que algunos consideran su ‘obra maestra cómica’, es un film encantador, muy cálido, pero no es mi preferido. El Bergman que prefiero es el que viaja por abismos oscuros y paisajes desolados, y el que toca temas tenebrosos. Ése es, creo, el Bergman reputado, y el que sin duda ha hecho historia.” ¿Y qué hay de esa cumbre, ahora célebre, en la que Woody e Ingmar se encontraron finalmente cara a cara? “Oh, comí con él una noche en Nueva York, en su suite de hotel, años atrás –dice Allen sin darle mayor importancia– y tuvimos un par de largas conversaciones telefónicas. Bergman no tiene nada que ver con esos genios exóticos y pretenciosos. Es como todos los otros buenos cineastas que he conocido. Habla con el lenguaje de la calle, con la jerga de la gente que trabaja; habla de su trabajo en el cine, de los problemas que tiene en los rodajes, del público, los productores, la taquilla, de por qué tal cosa no funcionó bien allá y sí funcionó bien acá... No fue como visitar a Fu Manchú: no hubo gongs, nadie apareció vestido de negro y no hablamos de ninguna de esas profundas películas mudas sobre la imposibilidad de comunicarse o de encontrarle un sentido a la vida. Nada de eso. Bergman es una persona vivaz, encantadora, vital, que tiene cosas muy divertidas que decir. ¡Fue una experiencia muy agradable!”

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