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Domingo, 12 de enero de 2003

LIBROS

vasos vacíos

Como broche de oro de su campaña de afiches con ciudades latinoamericanas, la marca de vodka Absolut convocó a siete dúos de escritores y fotógrafos para que retrataran en texto e imagen siete capitales de América del Sur. El resultado es Absolut Latin America, un libro por el que desfilan bares, ritos y epifanías urbanas animadas por la bebida blanca. Como Jaime Baily hizo con Lima, Alberto Fuguet con Santiago y Arnaldo Antunes con San Pablo –entre otros–, Fernando Noy blanqueó sus devociones porteñas en la crónica que se reproduce en estas páginas: Buenos Aires a vuelo de pájaro.

Por Fernando Noy
Alvesre, es decir, al revés, era el modo de utilizar palabras inventadas por los primeros cultores del tango cuando necesitaban transmitirse alguna clave o efecto especial en pleno escenario, sin que nadie en la platea pudiera descifrarlo. Una manera de comunicarse que al final terminó popularizándose por los más de cien barrios porteños. Lengua de guapos orilleros, como escribiera el propio Borges. A Gastón, que se ganaba la vida asesorando editores, se le ocurrió reunir la mayor cantidad posible de estos términos en una especie de Diccionario Lunfardo, propuesta que fue aceptada de inmediato por una poderosa editorial.
Trabajó varios meses, entre copas y pocillos, para seleccionar más de quinientas palabras que organizó desde la A a la Z. Esa tarde, en la que justamente comenzaba otro otoño, había llegado el momento de poner punto final al trabajo. Después de servirse un trago largo, tecleó veloz en la computadora hasta que, sin que lo advirtiera, se hizo de noche. Siempre trabaja así, casi en trance, fuera del tiempo. Hacía meses también le había pasado lo mismo al terminar su primer libro de poemas, escrito clandestinamente en las ya viejas agendas archivadas o muchas veces sobre servilletas de papel que lo sacaban del apuro cuando escuchaba en su mente esa frase o metáfora, revelando de improviso cada texto. Un mecanismo que ahora, al borde de cumplir treinta años, le había surgido desde los veinte, época en que comenzó a descubrir, algo tardíamente, y a causa del amor, ese don poético que ocultó a todo el mundo menos a Marisa, su musa, esposa y amante. Gastón tachaba ansioso del almanaque los días que faltaban para recibir el veredicto del jurado adonde había remitido cinco copias de un mismo ejemplar para el Concurso Nacional de Poesía que, a esa altura, ya debería haberse pronunciado.
El estudio pequeño y silencioso, ubicado en el antiguo edificio de la calle Anchorena, a escasos metros del tradicional Mercado de Abasto, lo descubrió por un dato que sus colegas le pasaron a Marisa. En el último piso, también ella montó su propio atelier, bastante más espacioso, con una luz ideal para pintar sus elogiados cuadros. Desde el balcón, cualquiera puede deleitarse a la llegada del crepúsculo, cortando las sombras con su puñal dorado de mil faces o viendo la bandada de palomas que pasa rasante, siempre en compañía, bajo el cielo celeste y blanco como nuestra bandera. O descubrir el laberinto de corredores donde el espíritu del antiguo barrio sigue resistiendo cualquier intento de modernización. Después del tórrido verano, entre las ramas quebradas de los enormes plátanos y paraísos, también se pueden ver nuevos nidos de pájaros que, en pleno centro, buscan refugio y cantan desde el amanecer, como si estuvieran en pleno campo. Un sinfín de terrazas entre enormes jardines, donde algunos vecinos preparan espectaculares asados los fines de semana o se reúnen simplemente para contemplar la caída del sol y tomar algunos tragos.
La singular antología sobre el idioma oculto de los guapos y sus mujeres bravías, por supuesto, iba a llevar en la tapa un grabado de Marisa que ya le había entregado. Ahora podía contemplar a una pareja bailando cara a cara sus cortes y quebradas, bajo la típica luz del farol que apenas ilumina ese ritual milonguero tan íntimo y lujurioso. Ella, con tremendo tajo en la ajustada pollera sobre las negras medias caladas; él, de sombrero, moño e incluso clavel en el ojal.
Dejó la lámina cuidadosamente sobre el escritorio y salió hacia el bar de la esquina donde justo ese viernes Marcos, recién llegado de Manhattan, presentaría los últimos tragos descubiertos en su último y breve viaje. No como el invierno pasado, cuando se perdiera casi tres meses en lugares tan exóticos como Bali y Zanzíbar o la imponente Berlín, desde los que traía sus incomparables recetas mientras contaba las típicas anécdotas de un viajero sibarita.
Al verse, se saludaron efusiva, casi exageradamente, dándose palmadas en la espalda. Gastón y Marisa habían comprado, además, a escasos metros, su actual departamento, y cuando despertaban, medio sonámbulos, tomados de la mano, iban a desayunar al bar de Marcos que a esa hora jamás atendía, pero dos simpáticas camareras se ocupaban de traer las jarras humeantes de café con medialunas y dulce de leche. También, tortas fritas todavía calientes para acompañar la ceremonia inaugural de cada día, completada con la lectura vertiginosa de los periódicos, ansiosos e intrigados por saber las novedades, como si leyeran un interminable culebrón en capítulos.
Gastón inspeccionaba el suplemento deportivo para constatar en qué andaba su idolatrado Boca Juniors, mientras Marisa comparaba los horóscopos, además de leerle en voz alta el suplemento de espectáculos donde a veces contabilizaban más de cien obras en cartel, muchas en lugares recién inaugurados por la periferia, además de los tradicionales teatros sobre Corrientes, esa calle que nunca duerme, partida en dos por el famoso Obelisco y hacia donde también les encantaba salir a revolver librerías de usado. Marisa tampoco se perdía la agenda de exposiciones, de las que copiaba prolijamente sus horarios. A fin de cuentas, el poderoso destino los había reunido en ese bar, frente al enorme poster autografiado por la mitológica Tita Merello, gran amiga de Celestino, el padre de Marcos, que la llamaba “Tita de Buenos Aires” o “Mi Gardel con polleras”. Sobre la pared central, enmarcada por filetes, a la derecha de la legítima chopera de otros tiempos, con su forma de cisne dorado, junto a la gran caja registradora que funcionaba todavía, Marcos ubicó una larga repisa donde exhibía, además de los trofeos, diplomas y fotos heredadas de Celestino, una alucinante colección de copas de todas formas, colores y diseños, en las que servía sus pociones mágicas traídas desde tierras lejanas.
Hacia la derecha del mostrador de estaño resplandeciente, como siempre, está el simpático cartel: “Si se terminó la fiesta, no se olvide de buscar dónde dormir una siesta, que acá lo puede encontrar”. Una mano como flecha indica el biombo hecho de cañas, al final del pasillo iluminado por un deslumbrante vitral de la antigua casa que acertadamente habían dejado intacto, ocultando dos catres con sus respectivos ponchos prolijamente doblados y un par de almohadones enfundados en crochet. Los mismos que alguna vez Gastón hubiera usado en el bar original de Celestino, cuando todavía era un pibe entre los que se reunían a patear la pelota en el potrero, junto a los demás hijos de los parroquianos que frecuentaban la iglesia de Pompeya, de la cual su madre era devota. Cerca de allí, Celestino los esperaba con los deliciosos ravioles y empanadas humeantes, todo hecho a mano, mientras los músicos se turnaban para mostrar sus anónimos talentos y pasar la gorra que enseguida se llenaba de billetes y monedas. Por la tarde, Chimbela servía dulces, pasteles con mate y enseñaba gratuitamente a bailar el ritmo del dos por cuatro. Una tarde, por algo a Gastón se le ocurrió practicar con una hermosa muchacha de ojos de charol, piel de seda y una cintura que de tan pequeña le cabía en la mano. Así ancló su corazón en el de Marisa hace apenas doce años, que parecieron muchos más. El sentido del tiempo se dilata y acrecienta para los enamorados, especialmente en una mesa enorme que los pone frente a frente. Gracias al intrépido Marcos logró conseguir su número telefónico. Al principio la llamaba temeroso, hasta que pronto iba a esperarla a la salida de la Academia de Bellas Artes. Cuando ya eran novios, mucho antes de casarse, incluso posaba para ella mientras le escribía acrósticos.
Todo esto se agolpaba en su memoria mientras descendía por las escaleras. Antes de salir espió por la rejilla del buzón, pero no había ninguna correspondencia. Al llegar, descubrió a Marcos lustrando copas de martini que prolijamente ubicaba en una larga hilera sobre el mostrador. Se lo notaba algo preocupado, tal vez porque no había nadie, ni siquiera Marisa. Enseguida, Gastón salió hacia la vereda a fin de espiar la ventana del estudio que ya estaba a oscuras. Como siempre, seguro ella se habría ido a cambiar para la noche, porque si algo la distinguía era justamente esa elegancia casi ancestral que le permitía lucir siempre impecable, como casi todas las mujeres de este país, surgidas en un crisol de razas. Aunque Buenos Aires es una ciudad incomparable que sólo se parece a sí misma. La Reina del Plata, acariciada por su río espeso y olvidado. Al entrar nuevamente, un apagón eléctrico oscureció por completo el panorama. Otro corte de luz, escuchó a Marcos refunfuñar, mientras dejaba su daga hindú, con la que hábilmente había cercenado la cáscara de algunos limones que en forma de filigrana dejó sobre una fuente. De pronto vio a lo lejos que alguien se acercaba desde la cocina con una bandeja cubierta de velas multicolores y, en el centro, el tan esperado sobre que reconoció por su membrete oficial. Era Marisa, por supuesto. Con una sonrisa pícara, Marcos volvió a encender las luces. Gastón no necesitó abrir la carta, porque su esposa le confirmó que había vencido por unanimidad. Inmediatamente escuchó un enorme bullicio de personas aplaudiendo que comenzaban a surgir desde los lugares más insospechados. Caras conocidas de amigos y vecinos complotando para darle esta sorpresa. El perfume intenso, con aroma a jazmines, que su madre usaba desde siempre, lo acarició por la espalda, y sus hermanas mellizas surgieron desde el baño de damas. También su padre estaba junto a la barra, mostrando la hilera de dientes como teclas de piano.
Admirar tanto Buenos Aires y lograr eternizarla en sus poemas hubiera sido suficiente recompensa. Expresar tantos sentimientos era sólo parte de un inventario infinito, que fusionaban largos peregrinajes por sus calles innumerables, paseos sin destino sobre colectivos zigzagueantes entre timbres, walkmans y niños remontando barriletes en pleno siglo veinte, hojas secas pisadas como alfombras en el raid de las discos, siempre abiertas hasta el amanecer y, por sobre todo, el amor con sus interminables misterios; atrapado al fin en sus poemas plagiados a la vida misma. Batiendo las palmas, Marcos llamó a los invitados para servirle a cada uno su Absolut Cosmopolitan antes del brindis. Todos le deseaban lo mejor y aplaudían nuevamente, pero él ya no parecía escuchar sino desde su propia alma, agradeciendo en silencio, como sólo un legítimo poeta sabe hacerlo.

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